“A veces, un poquito”, confiesa Dailín. “Miedo no, es nervio” –corrige Talía. “Por la reacción del caballo, si se espanta.” Andrea no habla mucho, solo sonríe, y la sonrisa le pone hoyuelos y rubor en la cara. Al verla nadie imaginaría que acaba de terminar la carrera cojeando, porque ayer se torció un tobillo, y le duele. Pero hoy montó de nuevo.
Tienen entre 12 y 16 años, y forman parte del equipo de “barrileras” de La Habana, el más joven del país. Botas, fusta y espuelas. Caminan entre las bestias como si nada. Sostienen las riendas con la seguridad de quien sabe lo que hace. Altivez, donaire. Si alguien se creyó ser una “chica dura”, olvídelo; ellas son más duras.
Y es un simpático contraste, pues las uñas acrílicas, un coqueto piercing en la nariz, el maquillaje, una florecita tatuada que asoma por la bocamanga… recuerdan que, aunque aparenten más edad, después de todo, son adolescentes.
Las que menos tiempo cuentan en estas lides llevan varios meses, y las que más, un par de años. Entrenan jueves y viernes, y a menudo viajan por otras provincias para participar en distintos eventos. El ambiente destila competencia y amistad –sí, las dos cosas–, “trabajo en equipo”, aseguran.
Anda, vaquera
El machismo circula cerca, sin embargo no las roza. Nunca les han dicho que esto es “cosa de hombres”. “Para nada, si yo hasta he montado toro”, cuenta Rachel, orgullosa. “Es un deporte para mujeres y para varones”, interviene Caterine, y queda zanjada la cuestión.
Desde el siglo XIX el rodeo se practica en Cuba como pasatiempo de los guajiros. La actividad se convirtió en parte de la identidad nacional, patrimonio legítimo de los campos del país, por más que lleve el santo y seña del lejano Oeste norteamericano.
La mayoría de estas muchachas nacieron en los municipios Boyeros o San Miguel del Padrón, en los márgenes de La Habana, donde hay fincas con animales de corral y, sobre todo, espacio para cabalgar. “Ella vive en un edificio –señalan a Dianela–, el caballo está en el cuarto piso”. Y se desata una carcajada colectiva.
Aquí, en la Feria Agropecuaria de Ranchos Boyeros, salen al ruedo de primeras. Al terminar su parte, suben a las gradas para no perderse el coleo, el derribo de reses y las demás pruebas de habilidades. Animan a los contendientes, les chiflan, se burlan de ellos cuando fallan. “Espera un momentico a que pase el ternero este”, se excusa Rachel antes de la entrevista.
Luego no está, y vuelve a aparecer en los potreros, con un cubo y unos lazos que alguien le pidió. Ya cumplió 16 y ahora cursa el Técnico Medio en Gastronomía. “Todo el mundo tiene su oficio, porque esto no es una escuela, ni te pagan un dinero, ni te dan un título”, explica. “Cuando sea grande” le gustaría estudiar medicina veterinaria. Y seguir de amazona, por supuesto.
Como casi todas, ella no tiene su propio caballo. “Corro con uno prestado, depende del que me toque. Por ejemplo, Dailín se sienta confiada en la cabalgadura, porque es suyo. De lo contrario, nunca sabes cómo responde un caballo de otro, no lo conoces”. Pues sí, Dailín ganó la competencia hoy.
Caterine
Está en sexto grado, saca buenas notas y estudia bastante. Al menos eso afirma su papá, Leandro, que apenas logra disimular su pasión por ella, por complacerla en lo que más le gusta. Caterine tiene una hermana de 9 años, a la que no le simpatizan los animales. “Qué va, esa sí es figurina”, confirma el padre.
Su mamá tampoco está muy conforme, porque la niña se puede caer, lastimarse. De hecho, hace pocos días el potro nuevo, el que todavía están domando, se paró en dos patas y le rompió el labio, al golpearla con la cabeza. “¡¿Qué me voy a bajar?! –Leandro relata la escena–, no, no, él tiene que adaptarse a mí”, cuenta que decía la niña. “Es guapa”, certifica el padre.
Él, como buen compinche, se mudó de la casa anterior a la finca, compró el tráiler y los caballos. Se levanta temprano para cortar hierba y atenderlos, acompaña a su hija a las competencias por todo el país. Resultado: el año pasado ella clasificó por primera vez en el equipo provincial, y quedó en el número uno entre las barrileras de La Habana.
Caterine arranca como alma que lleva el diablo, da la vuelta al primer barril, parece que se cae, pero no se cae. La trenza por el aire, el cuerpo en tensión, le gritan: “¡Venga, venga, ahora!”; hinca los flancos del animal, los cascos levantan una estela de polvo, dobla el tercer tanque, el sombrero sale volando, corre, corre, más rápido… ¡Tiempo!
La pista está hecha de arena y sol. El aire húmedo trae olor a cosa viva. Una mexicanada empalagosa fluye por los altavoces. De pronto, silencio, pausa. La fanfarria anuncia que el espectáculo va a comenzar, y el público aplaude enloquecido.