Pongamos que es verdad. Otorguémosle el beneficio de la duda a Gardel y aceptemos que 20 es un número pequeño. Escaso. Insuficiente. ¿Y 21?
El martes en la noche, Michael Phelps se superó a sí mismo con dos nuevas preseas de oro. La vigésima y vigesimoprimera del mejor deportista de la historia, un ejemplo de durabilidad –su carrera olímpica arrancó en Sydney 2000–, honradez –jamás ha dado positivo en los controles antidoping– y, sobre todo, predominio, traducido en una catarata de records y medallas.
Anoche lo comprobé otra vez. Michael Phelps nada como un tiburón, con esa arrogancia majestuosa que le pone una media sonrisa permanente. Y por supuesto, nada como un tiburón para inspirar respeto a aquellos que se adentran en el agua. Cuando el de Baltimore se lanza a la piscina, cada contrario siente que se está dando un chapuzón en el océano Ártico.
Así debe de haberle sucedido a Chad Le Clos, aquel verdugo que le ganó hace cuatro años en los 200 metros mariposa. El sudafricano le había planteado la guerra, sospechando quizás que no había comeback posible para Phelps, y Phelps tomó desquite de la afrenta de Londres y levantó su índice al terminar la prueba y luego abrió los brazos e hizo un gesto con los dedos que podía leerse como “acérquense y comprueben si ya estoy acabado”. Le Clos, que llegó cuarto, no se tomó el trabajo de mirarlo entonces.
Por mucho, el estadounidense es el más grande. Solo él puede hacer que olvidemos, al menos por un par de segundos, a Lewis, Nurmi, Latinina, Biondi… Al mito Mark Spitz lo sepultó en el Cubo de Agua de Pekín. A Laszlo Cseh y a Ryan Lochte les ha negado repetidamente el ticket a la gloria. Casi duplica el número de premios máximos logrados en la historia olímpica por 10 de los 12 países que conforman Sudamérica. Acumula más oros que todos los grandes sprinters de Jamaica juntos. Es, en definitivas cuentas, un conquistador. El Gengis Khan de las piletas.
Como si todavía cupiera mérito en su alforja, ayer ganó dos títulos en poco más de media hora. Primero el de los 200 mariposa, su prueba fetiche. Más tarde, pero casi al mismo tiempo, el del relevo 4×200. Con 31 años a cuestas, soportó el canto de sirenas del cansancio y le puso todo el hambre de un escualo a las brazadas. Despedazó al británico, engulló al nipón, y al poco rato estaba ya en el podio, sin llorar, cuentan que con la mano derecha sobre su gigantesco corazón, y cuentan, además, que rompió el protocolo y escaló entre las cámaras para besar a su madre –la compañera eterna–, a su esposa y a Boomer, de tres meses.
(Cuentan, digo, porque yo no lo vi. No pude atestiguar ese momento, ni tampoco cuando le colgaron al cuello su título vigésimo. Se vio que Phelps salía rumbo al podio y de pronto –¡oh milagro!– los inefables compañeros de la transmisión decidieron hacer un pase al balonmano. Es, me dije, la magia de la televisión).
Aún le restan opciones de medalla. Son sus últimas. Con los Juegos de Río se irá para siempre la aleta dorsal que ha sembrado el terror en las piscinas, y a partir de ese instante la natación no será igual, como no lo será el fútbol cuando se vaya Messi, o como el béisbol no fue el mismo desde la retirada de Ted Williams. “Yo vi nadar a Phelps”, diremos con orgullo a quienes se perdieron esta etapa.
Por mí, que se despida en Tokio 2020. O mejor, en La Habana 3096.
https://www.youtube.com/watch?v=oENqmOi5cG8
Lo que mas me gusto fue el final en la Habana en el 3095
Mejor… IMPOSIBLE!!!! Y finalmente fueron 23 títulos para despedirse (hasta el 2020 no sabremos) de los Juegos Olímpicos. Y en los 200 combinados demostró que es el rey de esa prueba, es el rey de la natación, el dueño del Olimpo!!! Por mí, que compita en Tokio nuevamente, al menos en los relevos y los 200 combinados… Ojalá yo esté en un lugar donde pueda darme el gusto de verlo nadar, sonreír durante la ceremonia de premiación, besar a su hijo… sin que la magia de la TV Cubana me lo prive… Pero cómo bien dices, sonrío y disfruto porque yo viví en la época de Michael Phelps, yo lo vi nadar!!!