Por Richard Fern, Swansea University
Las espeluznantes escenas de enfrentamientos violentos entre extremistas de derechas y la policía que han tenido lugar en varias ciudades británicas en los últimos días nos han llevado a muchos a preguntarnos cómo podemos detener la difusión de información falsa que fomenta el racismo, la violencia y la misoginia.
La cruel verdad es que, si intentamos verificar la información y obligar a las plataformas a eliminar los contenidos que incitan al odio, vamos por mal camino. No funcionará. Un mensaje eliminado será inmediatamente sustituido por otro.
Quienes difunden desinformación en Internet siempre van un paso por delante de quienes intentan detenerlos. Lo que les importa no es el mensaje, sino la audiencia. El odio es un cebo para los clics. Y los algoritmos de las redes sociales lo potencian con esteroides.
El odio potenciado con esteroides en las redes sociales
Los enfrentamientos comenzaron en Southport, donde un grupo que decía “protestar” por la muerte de tres niñas apuñaladas en la zona el 29 de julio lanzó ataques sobre una mezquita. Los manifestantes afirmaban que el ataque a las niñas había sido perpetrado por un inmigrante (lo cual era falso). Más de 50 policías resultaron heridos durante la respuesta de emergencia.
Los rumores infundados sobre el ataque de Southport inundaron las redes sociales, y el diputado de extrema derecha Nigel Farage publicó un vídeo en el que culpaba a las autoridades. “Sólo me pregunto si no nos están ocultando la verdad”, decía.
Lo que cuenta no es la información falsa
Nuestra visión acerca de cómo propagar información falsa puede manipularnos está completamente desfasada, porque se centra únicamente en el mensaje. Pero no es la veracidad del mensaje lo que cuenta, ya que los propagadores de información engañosa están dispuestos a afirmar cualquier cosa con tal de que genere clics, ingresos o poder. Publican llamamientos a “construir un muro” y a “detener los barcos”. Afirman que “estas niñas fueron asesinadas en nombre del islam”. La exactitud de los hechos no es importante: lo principal es identificar un público objetivo sobre el que ejercer influencia y poder a través de las redes.
Si se suprime lo que dicen, encontrarán fácilmente otra forma de hacerlo llegar al público al que quieren llegar. Y mientras tanto, denunciarán que el establishment les censura.
Apelan a la emoción más que a la racionalidad y, aunque sus mensajes resulten ridículos y dudosos para muchos de nosotros, se ganan un público para su causa. Así que es en este público –más que en el mensaje– en lo que tenemos que centrarnos.
Comunidades imaginadas
El propagandista moderno crea lo que el politólogo Benedict Anderson ha descrito como “comunidades imaginadas”. Según Anderson, en la base de los Estados y las naciones (así como de los medios de comunicación de masas) está la construcción de una comunidad con sus propios mitos, símbolos e historia. Esto concuerda con la obra del teórico de la propaganda Jacques Ellul, que sostenía que los mitos eran esenciales y necesarios para el éxito de la propaganda.
En el Reino Unido, ciertos símbolos son bien conocidos y ampliamente compartidos: los spitfires –aviones monoplaza utilizados durante la Segunda Guerra Mundial–, el bobby –el clásico policía con casco redondeado– y la realeza. Pero otros, como el “inmigrante cucaracha” (la expresión procede de un artículo de la columnista Katie Hopkins publicado en 2015 en el diario británico The Sun), la pérdida de soberanía nacional y el vocabulario de las teorías conspirativas son fundamentales para una comunidad que sólo habla consigo misma. Peor aún, a quienes no comparten sus creencias se les tacha de ingenuos y se les dice que “investiguen por su cuenta”.
Símbolos que incitan al odio
Estos mitos propagandísticos, compartidos en línea y que encienden las redes sociales, desempeñan un papel fundamental en los actuales disturbios. Tradicionalmente, esta propaganda de “agitación” es el casus belli invocado por los Estados para enviar a los ciudadanos a la guerra. En este caso, suscita el odio del fanático racista y la misoginia masculinista de los incel.
Como diría Ellul, “el odio es generalmente su recurso más rentable… El odio es probablemente el sentimiento más espontáneo y común, consiste en atribuir a ‘otro’ las desgracias y los pecados de uno… La propaganda de agitación tiene éxito siempre que designa a alguien como fuente de todas las desgracias, a condición de que no sea demasiado poderoso…”.
Añada a esta mezcla explosiva los algoritmos de las plataformas, y tendrá un veneno para nuestra vida pública democrática.
La verificación de datos sólo convence a los conversos
El fact-checking no es inútil, pero no resuelve el problema central. Lo que hace falta es identificar los canales de comunicación, los caminos compartimentados que conducen de los emisores a las comunidades a las que se dirigen, y ocuparlos. Un buen comienzo sería atemperar los torrentes de odio que incitan a cometer actos violentos, creando otras fuentes que emitan otros mensajes de mejor calidad. Incluso podríamos bloquear ciertas redes responsables de estos contenidos.
Es mejor que jugar al gato y al ratón con las noticias falsas. Una vez identificados los canales de información, podemos actuar sobre los algoritmos que los crean y sobre las audiencias a las que van dirigidos. Podremos hablar directamente a los destinatarios de la desinformación y el discurso del odio. Podemos movilizar nuestra energía para producir puntos de vista diferentes, nuevos símbolos y nuevos mitos fundacionales, y mitigar los efectos del algoritmo. El fact-checking ya sólo convence a los conversos.
Los genios del mal llevan mucho tiempo dispuestos a “¡inundar la zona con mierda !”, como dijo Steve Bannon, asesor de Trump (“inundar la zona con mierda ”, es decir, ocupar el campo mediático, multiplicar las provocaciones y las mentiras hasta tal punto que los periodistas y los opositores queden ahogados). La desinformación está en todas partes y es imposible deshacerse de ella. Pero si pensamos primero en el público, tal vez podamos encontrar a los que han perdido el rumbo y guiarlos a través de la tormenta.
Richard Fern, Lecturer, media, Swansea University
Este artículo fue publicado originalmente en The Conversation. Lea el original.