Uno de los servicios que recibe el ser humano en su paso por la vida es aquel que se vincula al hecho irrevocable de que todos, de una u otra manera, poseemos un tiempo limitado de vida, y llegará el momento de despedirnos de ella. Para los familiares y amigos de las víctimas de esa fatal circunstancia se hace muy difícil asimilarlo, y por ello se requiere de una especial sensibilidad para atender a los dolientes.
Un gran amigo falleció anteayer, y el hecho me hizo constatar cuánto se ha retrocedido en los servicios necrológicos.
Se diluyen en mi recuerdo los tiempos en que en cada capilla funeraria se les brindaba a los familiares la posibilidad de contar con un termo de café, algunas tazas y una elemental bandeja.
Sería utópico pensar —ahora que dicha infusión parece emprender emigración inversa— un regreso a aquella práctica. Pero es sinsentido que ni una cafetería brinde un servicio que, para una madrugada de insomnio, constituye bendición. Ni café, ni té, ni…
Coronas de flores aparte, los féretros son punto y seguido.
El humor negro de un Noticiero Icaic Latinoamericano de los ochenta que aludía a los planes de producción de la fábrica de cajas de muerto queda superado cuando uno observa la desidia en esa endeble cosa que contiene a nuestro ser querido: chapuceros pliegos de tela, proporciones que no son tales, evidente apaga y vámonos que trae por consecuencia el peligro de que esta se nos desbarate entre las manos.
Pero donde a lo insólito se le va la mano es cuando, minutos antes de partir el cortejo, se acercan los empleados de la funeraria, retiran el cristal traslúcido de la cabecera y la emprenden a martillazos para sellar con par de puntillas.
¿Qué hay con los tornillos de arabescos que cumplían tal función? ¿Qué con los cristales? ¿Ni para los muertos nuestra economía puede garantizarlos y hay que recurrir a su recuperación? ¿Para qué «economía» es tal recuperación? ¿No se violan con este proceder las normas sanitarias, o es que ya ni eso importa?
Si alguna de estas preguntas pudiera responderse sin que caigamos muertos de espanto, cabría interrogar al recato si es lícito obligar, a un ser humano que sufre, a ser cómplice de semejante espectáculo.
Uno espera —pues para eso son los horarios— que si un entierro se programa para las diez de la mañana, los sepultureros estén ya en el lugar para cumplir su encomienda. Pero escapa a toda lógica que decenas de personas tengan, por el no arribo de estos, que dar tiempo al tiempo casi un cuarto de hora y bajo el sol.
Y qué arribo: cada cual vestido como le place, discutiendo sobre procederes para levantar la losa. Y qué despedida a voz en cuello del jefe de la cuadrilla: «¡Vamos a despachar al muerto de allá alante, que después nos queda otro!».
Mientras se montan en el flamante automóvil que Servicios Comunales ha dispuesto para que se muevan a través de las estrechas callejuelas de la necrópolis habanera, nos quedamos con la duda del porqué hay fondos para ese coche y no para un uniforme decente que vista a estos trabajadores no tan decentes que necesitan además uniformar su ética.
Y entonces, cuando le damos el último adiós al familiar, al amigo, al compañero de trabajo, sentimos la necesidad de clamar por la exhumación de la vergüenza.
*Texto tomado de la cuenta en Facebook de su autor.