Ningún suceso político me ha hecho meditar y escribir tanto como el colapso de la Unión Soviética. Entre las conclusiones que cambiaron mi modo de pensar respecto a la configuración del modelo socialista y el modo de construirlo, estuvo lo relacionado con la disminución del papel de las ideologías, acerca de lo cual, en 1992 Francis Fukuyama teorizó de modo interesante.
A diferencias de las ideas que forman un abanico extraordinariamente rico y plural, asumido en su diversidad por los individuos, las ideologías son aproximaciones a la realidad mediadas por intereses de grupos, partidos y clases, religiones y sectas, conceptualizadas por doctrinas, teorías, teologías o patrones que mediante prácticas proselitistas se difunden y en ocasiones se imponen como elementos rectores del comportamiento. La ideología, admitió Karl Marx, proporciona un conocimiento falso de la realidad.
Al respecto de la percepción teórica acerca de la confrontación entre el capitalismo y el socialismo, tenía camino adelantado por lecturas sobre la teoría de la Convergencia defendida por calificados académicos que resultaba atractiva porque descartaba la confrontación violenta entre los sistemas sociales y ofrecía una alternativa evolutiva basada en la economía, no rechazaba los avance de la Unión Soviética y aunque la academia soviética y con ella las de todas las “democracias populares” hicieron “oposición de oficio”, no podían rechazarla de plano porque carecían de argumentos.
Con el fin de la Unión Soviética que salió del juego sin la hecatombe militar mundial que presumiblemente debía ocurrir para que hubiera un ganador, se hizo evidente que las ideologías, tanto el marxismo como el liberalismo perdieron relieve e importancia. La lucha de clases se remitió y el marxismo-leninismo que la alentaba se limitó a la academia y sin adversarios con quienes polemizar, el liberalismo asumió la exclusividad y ocupó mayores espacios.
Rusia, todos los estados socialistas de Europa Oriental y los 20 estados surgidos en territorios ex soviéticos, en total cerca de 40 países, adoptaron el capitalismo acomodándolo a sus maneras de vivir la democracia. Más de treinta años después, ninguno ha regresado al estatus anterior.
Entre tanto, las naciones de Europa Central y Escandinavia en los cuales se instalaron estados de bienestar, una modalidad de socialismo que compatibiliza el mercado y la democracia con la justicia social y los derechos humanos, han resistido la ofensiva neoliberal y siguen su curso, en ellos la paz social es total.
Básicamente resueltos los asuntos en la ex Yugoslavia, hasta el inicio de la guerra en Ucrania que nadie vio venir porque lo irracional que no obedece a patrones lógicos es imprevisible, encabezada por los países más desarrollados, incluidas Rusia y China, las potencias emergentes y los países de renta alta y media, bajo el paraguas de la ONU, sus agencias y la Organización Mundial de Comercio, convivían en razonable armonía y su ejemplo comenzaba ser observado.
En 2018, Yuval Noah Harari en “21 Lecciones para el siglo XXI”, escribió: “…Nunca los humanos han disfrutado de mayor paz y prosperidad… Por primera vez las enfermedades infecciosas matan menos personas que la vejez, el hambre menos que la obesidad y la violencia menos que los accidentes…”, a lo cual añado que, por primera vez no hubo colonias ni dictaduras. No he verificado los datos porque como metáfora me sirven.
Amparados por la revolución tecnológica asociada a Internet, las tecnologías de comunicación avanzadas y los medios de difusión masiva internacionales, unidos a la magnífica realización política que constituye la Unión Europea y el afianzamiento de la economía global, se reforzó la idea de que el mundo podía funcionar como una aldea global.
Para desmentir aquel clima que no era jauja, pero iba camino, ocurrió la irrupción del fundamentalismo y el extremismo religioso en las relaciones internacionales amparado por algunos estados del Oriente Medio y abrazado por organizaciones terroristas no estatales, dotadas de poderosos armamentos obtenidos al amparo de potencias regionales, con recursos tecnológicos y dinero para retar a todas las potencias, no solo a las occidentales.
Ese fenómeno que irrumpió en la política posterior a la Guerra Fría y del peor modo posible, planteó una nueva confrontación ideológica que a diferencia de la que enfrentó al capitalismo con el socialismo, no está vinculada a ninguna causa nacional ni empeño social alguno, sino que responde a atavismos confesionales ligados sobre todo a la ignorancia, el fanatismo y la opresión que ejercen las oligarquías que utilizan la fe para regir la vida social y agredir.
Lo peor no es que algunas de esas tendencias prosperen, lo cual seguramente será circunstancial, lo catastrófico sería que lo hiciera la idea de que, para solucionar los problemas de las relaciones entre los Estados, se necesita remover el orden internacional vigente, imperfecto pero perfectible, construido a partir de preceptos cuya valía los ha incorporado a la cultura universal.
La propuesta de sustituir el modelo político y económico vigente en la abrumadora mayoría de los países, basado en las ideas de la libertad y los derechos humanos, la soberanía popular, el estado de derecho, la democracia, la separación de poderes, la libertad de conciencia y cultos, el laicismo, la igualdad de género, la justicia social y otros valores para instaurar regímenes autoritarios, no puede funcionar.
En los países orientales avanzados, entre otros India, Turquía, Egipto, Indonesia, Marruecos, Túnez, Siria, Líbano, en los cuales la fe religiosa, incluso el islam, forma parte de la identidad nacional y penetra profundamente todos los poros de la sociedad, los conceptos de la cultura occidental, incorporados a la cultura universal son altamente apreciados.