Al final de la jornada electoral estadounidense del 3 de noviembre de 2020 hubo tres resultados evidentes. El primero es un aumento significativo de la asistencia electoral, lo que expresa la creciente convicción en el electorado sobre la importancia del voto y el carácter decisivo de la elección. El segundo es que el candidato demócrata Joseph Biden obtuvo varios millones de votos más que el presidente Trump, lo cual lo coloca a la delantera del voto popular. El tercero es que el presidente Donald Trump se declaró vencedor en las elecciones, bajo sus términos: “As far as I am concerned” (“por lo que a mí concierne”) sin esperar el conteo legal de los votos, como dicta el respeto a la ley y la dignidad de las instituciones.
Si el primer resultado es una victoria para el sistema democrático estadounidense en tanto indica la confianza de la mayoría de los votantes en la relevancia de participar en la elección democrática de las autoridades del país, los otros dos hechos representan una fuente de preocupación para la viabilidad y el prestigio del paradigma de república federal en el que EE.UU. se inspira.
Desde su adopción en la Constitución de 1787, el colegio electoral contempló la posibilidad de discrepancia entre el voto popular y la decisión final de esa institución. De hecho, antes de 1828, la mayoría de los estados elegían a los delegados estatales al colegio electoral a través de votos de sus asambleas legislativas, electas por los ciudadanos. Sin embargo, desde la elección de 1824, decidida en la Cámara de Representantes, y la denuncia del “pacto corrupto” por el ganador del voto popular y perdedor de esa elección, Andrew Jackson, la legitimidad de la discrepancia entre el mandato popular y la decisión institucional se puso en duda.
Como no hay sistema perfecto, y el republicanismo estadounidense se basa en una suspicacia contra la democracia directa, la institución ha sobrevivido. En parte porque los resultados discrepantes del colegio con respecto al voto popular fueron contados y negociados políticamente. El caso clásico fue la elección de 1876 hasta el año 2000. Desde ese año a la fecha, el partido republicano solo ha ganado el voto popular una vez (en 2004) y ha gobernado mas de la mitad del tiempo.
En cuanto a legitimidad, se puede decir que el cántaro del colegio electoral está yendo a la fuente con demasiada frecuencia, y por mucha lógica que tenga (no soy partidario de abolirlo, sino de reformarlo), incrementa la probabilidad de que se rompa.
Además de eso, está Donald Trump. Si Trump es reelecto, sería la primera ocasión en la historia estadounidense de un segundo periodo presidencial sin haber ganado nunca el voto popular. No se trata de una pequeña diferencia, se trata de una brecha de millones de votos en favor de los candidatos demócratas en las dos ocasiones. Uno puede entender las ventajas teóricas del principio republicano federalista de la delegación o de la fórmula “el ganador se lo lleva todo” en el colegio electoral, pero todo eso tiene sentido si, como ha ocurrido hasta el año 2000, lo habitual es que quien gane más votos resulte electo presidente.
Si alguien ha demostrado creer muy poco en las virtudes, la cultura y la dignidad de la república es el actual presidente. Si el ideal republicano cree en el gobierno destilado de las mayorías a través de la delegación de su poder en élites más refinadas, y a través de instituciones de conciliación y solución de disputas como el bicameralismo, Trump nada tiene que ver con eso. Su “cultura” política no tiene nada que ver con la conciliación republicana ni el gobierno a través de la ley y las instituciones. Por el contrario, Trump exhibe una marcada preferencia por lo contencioso y una comunicación directa con su base, a la que agita y exhorta contra aquellas élites y ciudadanía que discrepa con él, incluso al precio del desafío de la ley.
La autoproclamación de Trump como presidente reelecto en la noche del martes 3 de noviembre y otra vez el jueves, cuando aún la totalidad de los votos no ha sido contada, auditada ni certificada no ha resultado menos escandalosa por ser un hecho esperado. El millonario neoyorkino de bienes inmuebles no cree en los procedimientos legales. Gana a las buenas si es posible, o a las malas si hace falta. Si se lo permiten.
En caso de que alguien tuviera dudas antes de votar, hoy es evidente cuál candidato ha jugado según las reglas, esperando el conteo y cuál candidato se salta todas las barras. En los tiempos modernos, la Casa Blanca nunca fue usada por los presidentes en funciones para trámites electorales. El único presidente desde Franklin Delano Roosevelt que hizo anuncios electorales desde la Casa Blanca fue Gerald Ford, para reconocer su derrota ante Jimmy Carter. Trump no respeta o ignora la tensión que la república estadounidense situó en una figura presidencial que es a la vez jefe de Estado (supuestamente al servicio de todos los estadounidenses) y jefe de gobierno (representando la agenda de su partido). Desde la Casa Blanca dio el discurso de la convención republicana, y ahora desde allí ha desafiado a las instituciones encargadas de los comicios.
Si, contados los votos, gana Donald Trump, habrá que reconocerlo, pues los demócratas dan prestigio a sus ideas cuando practican lo que postulan. Dicho esto, nadie debe ilusionarse, sin embargo, de un segundo periodo de rectificaciones. Trump seguirá siendo el mismo. Basta ver cómo ese periodo iría en el ejemplo de cómo se han comportado el presidente y sus partidarios: juego sucio, saltándose las reglas y hasta los tiempos.
Si, por el contrario, gana el conteo Biden, es de esperar que el ejército de abogados de Trump trate de escamotear el triunfo, no solo con juicios ante las cortes, sino también con la letanía de tweets en la que se presenta una inexplicable conspiración para cometer fraude, que abarca a estados con gobiernos republicanos y demócratas, desde Filadelfia, en Pensilvania, hasta Maricopa, en Arizona, cruzando ríos y montañas, campos y ciudades. Simple cuento de camino.
Permitan o no alzarse a Trump con la presidencia, eso no quita su responsabilidad por el triste espectáculo que representan sus infundadas denuncias de fraude electoral a la dignidad de las instituciones estadounidenses y las trifulcas y acosos de sus seguidores, casi la mitad del país, a los centros donde se cuentan los votos siguiendo las pautas de la ley. Esa falta de civilidad sin precedentes, con choteo total, y acusaciones macartistas contra un supuesto comunismo en el partido demócrata, representa un golpe fortísimo a la legitimidad interna e internacional del sistema político estadounidense.
Es un episodio que no ha terminado porque gane o pierda Donald Trump: la filosofía populista y autoritaria del trumpismo ha demostrado una fuerza considerable. Quedará al acecho para retornar al poder en cuanto las circunstancias se lo permitan. Gane o pierda la elección de 2020, en el centenario del otorgamiento del voto a la mujer, el candidato del racismo, la misoginia y la xenofobia ha construido para el futuro y sus seguidores la narrativa de que el sistema lo derrotó por fraude. No tiene que probar nada, a la manera de su hombre en Miami, el cederista en reverso Alex Otaola. Viven de tirar fango a sus oponentes, sean personas o instituciones.
El estado de derecho requiere en ocasiones imponer el orden por la fuerza, pero en lo habitual se fundamenta en el acatamiento voluntario de las leyes. Es el “milagro de la democracia” —como lo describe el politólogo Adam Pzeworski— en el que “fuerzas políticas en conflicto obedecen los resultados del voto. Los que tienen armas obedecen a aquellos que no las portan. Los detentadores de oficinas en el Estado arriesgan el control de estas al celebrar comicios… Los perdedores esperan por la oportunidad de ganar. Los conflictos son regulados y procesados de acuerdo con reglas, y por tanto limitados. No se trata de un consenso, pero tampoco es un caos. Conflicto justamente regulado”. Bueno sería en ese conflicto regulado que Biden ganara. Malísimo sería que perdiera.
Las elecciones norteamericanas nos dan un parte bastante triste: de un lado, los amantes de la democracia, del otro el circo politiquero y populista en acción, cuya cabeza visible es la de un presidente excéntrico y sin escrúpulos. ¿Y bueno, es esto todo lo que tenemos que ver? No quisiera hacer vaticinios, pero yo veo en la persona de Trump la clásica herencia que nos dejara el fascismo. ¿Cómo llegó Hitler al poder, sino a través de la democracia de Weimar? ¿Y qué hizo después? Los que lo ignoren que busquen los textos de historia o exploren los documentales que ofrecen Youtube y los de la National Geografic. Parece evidente que está en peligro la democracia norteamericana porque el resentimiento, la ausencia de cultura (no sólo política) y la intolerancia se ha adueñado de esa parte de la población incapaz de dialogar y que busca un jefe que piense por ella. Ese es el “milagro” que representa Trump: un tipo que no cree en la democracia pero que ha llegado a la presidencia de su país valiéndose de ella. Si la legislatura que deja atrás ha sido siniestra para E.U. y el mundo, no quisiera pensar en una nueva con la sombra de este déspota planeando sobre nuestras cabezas. Agradezco al sr. Levy su magnífico comentario.
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