Patricia, la viajera

Un itinerario con muchas estaciones; en saltos extremos. Del teatro a la costura; de las playas de arenas blancas al quirófano. De guía turística a voluntaria de la Cruz Roja.

Patricia. Foto: Jorge Ricardo.

Patricia. Foto: Jorge Ricardo.

Iba a llegar a tener tanto dinero como para comprarse una casa con todo dentro. Pero no lo hizo. Se compró un par de zapatos rosado fucsia y catorce pares más de diferentes formas y colores. Hizo scouting por todos los restaurantes y bares de La Habana persiguiendo la excelencia. Compró vestidos y joyas para sus amigas, camisas de marca para su novio y chocolates y galletas de avena para las visitas. Ella llegaría a tener tanto dinero como para irse a otro país a empezar de cero. Pero no lo hizo.

Patricia Pérez Roque, cuya combinación de apellidos es pura coincidencia, salió de Cumanayagua a estudiar en La Habana cuando tenía 17 años. Hace casi veinte la conozco y recuerdo que la primera vez que le pagaron por algo fue por un trabajo de costura, mientras estudiábamos Teatrología en el ISA. Esos fueron los primeros 50 CUC que vio en su vida. Ese día se dio cuenta de que a la costura podía sacarle provecho y de que iba a ganar dinero con cualquier cosa menos con el teatro.

De las máquinas de coser no se apartó más nunca, aunque ese no sería el origen de la pequeña fortuna que amasaría años más tarde. Del teatro le costó trabajo tomar distancia. Después de graduarse con Título de Oro, volvió a su provincia y fue investigadora en el Teatro Terry, gestora de eventos y asesora dramática de Teatro Retablo y profesora de Apreciación de la Danza y otras materias.

De todos los destinos profesionales de la Teatrología el que más le gustó siempre fue la docencia y el contacto con los bailarines. En lo que pensaba el teatro y la danza desde diferentes ángulos, trabajaba como dependiente gastronómica en una paladar famosa en Cienfuegos.

Allí aprendió a servir las mesas con elegancia, a trabajar los turnos más largos para coger las propinas de la mañana y de la tarde. Aprendió las técnicas más selectas de la coctelería con una bartender amiga y a subir y bajar escaleras de caracol con unos zapatos altos de tacones finos.

“Yo estoy aquí porque quiero ganar dinero”, se repetía a sí misma cada vez que algún cliente desagradable la maltrataba o cuando se le viraba un pie en el penúltimo escalón.

Después de un tiempo de graduada se aburrió de las instituciones, del teatro, de las clases mal pagadas y comenzó a pasar un curso de habilitación en FORMATUR.

“Todo lo que la gente no quiera hacer, me lo dan a mí, que yo lo hago”. Eso les dijo a los jefes y así empezó su trayectoria como guía. Le tocaron las excursiones a El Nicho, en las que se ganaba muy poca propina porque no había mucho turista, ni comisiones. Pero a ella le gustaba, aprendió mucho y “resolvió” bastante porque de camino a El Nicho había que pasar por La Sierrita, un pueblo cerca de Cumanayagua en el que vendían frijoles, platanitos, y cantidad de cosas que en Cienfuegos eran mucho más caras. Ella hacía las compras de su casa y, de paso, les hablaba a los turistas del día a día de los cubanos y de por qué era mejor comprar ahí que en otro lado.

Además, hizo muchos City Tour individuales, otra actividad rechazada por los guías expertos porque había que pasar, como mínimo, 3 horas caminando.

Así se formó Patricia como guía, entre las excursiones al Reino de la Aguas y las charlas sobre el estilo arquitectónico neoclásico y ecléctico de la ciudad de Cienfuegos. Se volvió una leyenda entre los jóvenes guías por su cultura y su memoria asombrosas, porque sabía poner en práctica lo aprendido en su carrera de Teatrología, donde había estudiado los clásicos de la literatura universal, la filosofía, el teatro, la música, el cine, las artes visuales y la arquitectura.

Su forma de comportarse, entre guajira de Cumanayagua y chica intelectual graduada de la Universidad de Las Artes, hizo que los turistas la prefirieran a ella, incluso por encima de los guías expertos.

Foto: Jorge Ricardo.
Foto: Jorge Ricardo.

Ya no tenía que usar tacones altos ni subir escaleras con platos en la mano por dos propinas al día; ahora la flaquita de los pulovitos rojos y los tenis chupameao, con su perfecto inglés y su acento cumanayaguense, guiaba grupos de turistas y cobraba por las dos cosas que más le gustaban en la vida: hablar y viajar.

Después se mudó para La Habana, llegaron los cruceros y los grandes grupos y los viajes por toda Cuba. Recuerdo que le escribía y le preguntaba: “Mija, ¿por dónde andas?”. Y ella me respondía desde Varadero, Baracoa, El Cobre, algún cayo o Guardalavaca. Yo me la imaginaba con su microfonito en la oreja, dando una disertación sobre arte y naturaleza y contando a los yumas como la mamá de los pollitos, para que ninguno se le quedara botado por ahí.

Cogió vicio de carretera, incluso a veces tenía ofrecimientos mejor remunerados en La Habana, pero prefería el pelo suelto, chocar con gente distinta, con lugares nuevos o con los mismos lugares de siempre, a los que les encontraba, en cada visita, algo que nunca antes había visto.

Aprendió que ser guía no es solo hablar idiomas y dar muela sobre Cuba. “En Cuba hay guías maravillosos, guías viejos que son los fundadores de Havanatur, con mucha cultura y mucho dominio de la historia; pero también se ven barbaridades”.

Ella cree que hay que ser más responsable sobre el control de quién es guía y su mejor ejemplo para demostrar esta afirmación es un foro de la Federación Internacional de Guías en el que participó online.

“Uno de los mejores entrenadores de guías del mundo estaba dando una conferencia, y cuando habló de sus experiencias negativas mencionó al guía que lo acompañó en Cuba. Dijo que aquel guía era tan malo que ni siquiera quería estar en su país” Y ella apagó la cámara del Zoom y lloró de vergüenza del otro lado de la pantalla.

En ese tiempo, su vida se volvió itinerante. Iba de un lado para otro atendiendo a clientes cada vez más refinados y poderosos. Dejó el pitusa desgastado que tanto le gustaba y se hizo ropa diseñada por ella misma, cuyas telas y formas se equiparaban con la elegancia de sus clientes.

A casi todos los restaurantes que he ido me llevó Patricia en aquellos tiempos de las vacas gordas. Ella nos convencía a mí y a mi hijo para que comiéramos todo lo que pudiéramos porque eso le servía para saber qué lugares ofrecerles a sus clientes finos. Y nosotros, que éramos unos pobres muertos de hambre, cumplíamos concienzudamente la tarea.

Aquello se sentía como un sueño; ella tenía dinero, frutos secos, galleticas de chocolate, zapatos y cremas diferentes para cada parte del cuerpo. Tenía los ingredientes para preparase en casa los tragos exquisitos que había aprendido de su amiga la bartender en el restaurante famoso de Cienfuegos.

Un día comenzó a sentir molestias en la espalda baja y en un ultrasonido le vieron tres riñones en vez de dos. Siguió trabajando, vistiendo como empresaria, montada en tacones, con sus tratamientos capilares, sus masajes tántricos y sus clientes ricos. Luego siguieron las molestias y después de un ultrasonido de mayor espectro, se vio ante un nuevo capítulo de su vida, cuyas primeras páginas estaban escritas en un idioma inentendible del cual solo podía reconocer la letra T.

Foto: Jorge Ricardo.
Foto: Jorge Ricardo.

Hacer un testamento con 27 años. Sufrir los peloteos de hospital en hospital, entre Cienfuegos y La Habana, que si tenía lesiones metastásicas, que si el tumor era tan grande que no se atrevían a operarla. En esa zozobra pasó unos cuantos meses sin dejar de viajar ni de hablar ni de ganar dinero, pero con el miedo en el fondo de los ojos. Luego de pasar por varios lugares donde le daban curvas y respuestas apocalípticas, llegó a la consulta de clasificación del Oncológico. Y ese fue el primer sitio donde le dijeron: “Todo se puede resolver, no te preocupes que estás en el lugar”.

Se enfrascó en saber cuánto le quedaba de vida, lo que no se podía predecir porque las biopsias no habían sido útiles y los médicos no sabían cuál era la naturaleza del tumor, aunque les impresionaba que era “bueno”. Lo malo era que su gran tamaño y la flaquencia natural de Patricia representaban un riesgo muy alto para la operación.

Desde que le vieron aquellos tres presuntos riñones, hasta que entró a un salón de operaciones pasó más de un año. En ese lapso, trabajó tanto que casi no tenía tiempo de pensar en cosas terribles. En ese momento era la representante de una agencia de viaje y tenía todo el dinero que había soñado para comprarse una casita y dejar el apartamento que su mejor amigo que le había brindado por tiempo indefinido. Ella creía que la vida había equilibrado las cosas y le había dado el dinero para hacer todo lo que tenía que hacer antes de morirse. Pero una casa ya no era su prioridad, quería emplear ese patrimonio en experiencias, en momentos, en emociones.

Alquiló un carro y se fue a conocer Playa Las Tumbas. Manejó a toda velocidad por el Cabo de San Antonio, sintió cómo el pelo le picaba en la cara por la fuerza del viento. Vio el mar sereno y misterioso con sus diferentes tonalidades de verdeazul. Sintió cómo el atardecer caía suavemente sobre ella mientras el velocímetro marcaba 200 kilómetros por hora. Recordar aquella sensación de estar completamente sola, con el timón en las manos, con la mirada puesta en la inmensidad, fue la que la ayudó a tener fuerzas para seguir viviendo cuando estaba en terapia intensiva, luego de haber hecho un shock hipovolémico a los pocos días de operada.

La primera operación duró 5 horas y media y fue un éxito; la segunda, de urgencia por la aparición de un hematoma, fue más corta, pero con una recuperación tortuosa. Al hospital llegaban sus amigas flacuchas, a las que no les permitieron donar sangre porque estaban bajo peso; por suerte su papá estaba mejor comido y fue su sangre la que la salvó. Llegaban su madre y su hermano, muertos de miedo y orgullosos de su fuerza. Llegué yo después de haber pasado cuarenta días en las montañas de Guantánamo y Patricia, que estaba hecha un guiñapo, me dijo: “¡Niña, pero estás peor que yo!”. Llegaban los médicos con las fotos del tumor gigante, contentos de haberla salvado. Llegaba su novio de entonces, que era médico, y le contaba los detalles de la operación.

Ella, que había sido una tipa dura, nunca se sintió tan vulnerable. Su estrategia fue no hablar de aquello para no generar lástima. Mucha gente que la conoce no se imagina que estuvo al borde de la muerte; tampoco saben que, en caso de que el tumor hubiera sido malo y le hubieran dado quimio, sus amigas nos íbamos a rapar para hacerle la pala con la calvicie.

Salvo por tres o cuatro trabajitos aislados sus buenos tiempos de guía súper poderosa habían terminado. El reposo por su operación, las medidas de Trump y la cancelación de los cruceros, se unieron de forma terrible.

“Cuando uno ve la muerte de cerca —dice ella— uno valora más detenerse a mirar la luna”. Y eso hizo durante un tiempo con todo el dinero que tenía ahorrado: mirar la luna.

Siguió viajando por Cuba, esta vez sin tener que ser la mamá de los pollitos. Me mandaba sus fotos en hoteles de lujo y en casas de campesinos humildes, en surcos de papa y en bares de alcurnia, en playas, ríos y piscinas. Cruzó el océano. Escaló una montaña. Vio a los cocodrilos de cerca. Vivió en otra geografía. Me contó que a veces la nieve es muy sucia, que no siempre es blanquita como en las películas.

Volvió al Cabo de San Antonio, pero no en carro, sino como voluntaria para el monitoreo de tortugas. Es de las experiencias más hermosas que ha tenido en su afán por coleccionar momentos.

“Estar en una casa de campaña, en medio de una playa desierta y esperar a que llegue una tortuga a esconder sus huevos es más mágico que el horario del rezo al lado de Bósforo en Estambul”.

Estar allí y enamorarse de la naturaleza del lugar fue más impresionante para ella que ver Iván El Terrible en el Bolshói. Esas comparaciones locas que solo puede hacer la gente de alma pura son las que definen a mi amiga.

Cuando de su pequeña fortuna no quedaba más que para el diario, llegó la pandemia y, como casi todos en el mundo, Patricia tuvo miedo, pasó necesidades y se sintió desolada a pesar de la compañía y el amor de sus padres.

Sobrevivió económicamente gracias a un trabajo estatal y otro privado, y espiritualmente gracias a la Cruz Roja. Se unió al GEOS, el grupo especial de operaciones y socorros de la Cruz Roja Cubana en La Habana.

Su primera misión fue en la sala de observación de un vacunatorio en Arroyo Naranjo, en medio de la lucha contra la COVID-19. Luego participó en otras misiones y de todas salía con el pecho hinchado de orgullo por sus compañeros. Pero sin duda lo más impactante que hizo como voluntaria de la Cruz Roja fue trabajar en el Saratoga, apoyando a los especialistas en todo lo que hiciera falta.

Reviso mi chat con ella del 6 de mayo de 2022 y vuelvo a mirar las fotos que me envió.

“¿Nena, dormiste ahí?”, le pregunto, y me dice que sí, que es muy duro. “Me arden los ojos del polvo”, me escribió el segundo día. “Es triste, muy triste y lindo a la vez ver a tanta gente unida”. “Estoy muy orgullosa de mis compañeros”. “Aquí se está trabajando de forma bestial”. “Se protege mucho la vida, la de los rescatistas y la de los animales”.

El día 9 me contó que la dejaron entrar al sector donde estaban trabajando sus compañeros a rescatar pertenencias de las víctimas.

“Cualquier cosa se salva: un peluche, una colcha, una foto vieja… Esta es la modesta pila que hicimos. Verla me destrozó el corazón”.

La experiencia del Saratoga le enseñó que uno tiene que estar donde quiere estar. Le enseñó que hay cosas que el dinero no puede comprar y dejó los dos trabajos que tenía en ese momento. Decidió volver a aquello que, por primera vez en su vida, le había generado ingresos y satisfacción: la costura.

Foto: Jorge Ricardo.

Hoy, gracias al apoyo de su esposo, emprende un negocio para el diseño y la confección de vestuarios para danza y artes escénicas.

“Al principio, Dayan y yo soñábamos con un atelier grande lleno de costureras. Pero estoy en mi casa, con mis máquinas, que aún no he terminado de pagar, y yo misma hago las cosas”.

Cu-Art.producciones es su nuevo sueño; es un comenzar de cero. Y ahí va, en la casa prestada por su mejor amigo junto a su esposo y Dante, su perro. Va lidiando con los precios de las telas, con las especificidades de la danza, porque no es coser y cantar, es imaginar cuerpos en movimiento, es reajustar los vestuarios según el criterio de los bailarines.

Su más reciente encargo fueron diecinueve sayas de repertorio para niñas de un Taller Vocacional de Ballet en Pinar del Río. Patricia pasó horas planchando cintas de satín para hacer los bieses. Realmente esas sayas se hacen con chifón, pero el que había en las tiendas era estampado y no servía, entonces buscó un tipo de satín que luciera parecido al chifón. A veces ella sigue la máxima de Justin Peck: “Es hora de que el ballet vuelva a ser divertido”. Y si no encuentra licra de color entero, hace los leotares con estampado.

En lo que otros acaparan paquetes de pollo y detergente, su esposo acapara para ella alambritos, cintas, y tules. Ella sabe que el negocio puede fracasar, porque hay mucha gente haciendo ventas mayoristas de textiles. Sabe que puede fracasar porque está gastando más de lo que ingresa, porque las sayitas son para niñas y no las puede cobrar muy caro. Sabe que, a estas alturas de su vida y después de haber tenido tanta plata, está trabajando por amor al arte. Sabe que está incurriendo en uno de los errores financieros más graves de la historia de las finanzas; pero está feliz haciendo sayitas y desde su máquina de coser está aportando su gotica al desarrollo del ballet en Pinar del Río.

Foto: Jorge Ricardo.
Foto: Jorge Ricardo.

Al cabo de unos años de la operación, el tumor volvió a salir; pero está controlado y no ha crecido mucho. Ella cose todo el día y en sus ratos de descanso se prepara un trago, se lee un libro de algún Premio Nobel de Literatura, y acaricia el sueño de ser mamá. Yo he estado cerca durante muchos años en esa montaña rusa que ha sido su vida. La he visto florecer en las buenas y en las malas. Yo no sé si ella me habría dejado algo en aquel testamento que hizo a los 27 años, quizá la saya de flores que tanto me gustaba y que me dio hace unos meses; aunque Patricia sabe que no se va a morir nunca y que el futuro nos espera con su mejor sonrisa.

 

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