Desde los primeros meses de 2020, Brasil se ha visto seriamente afectado por la pandemia de la COVID-19. En el momento en que este artículo estaba siendo escrito, el país tenía más de 15 millones de casos registrados y superaba las 400.000 muertes por la enfermedad. Aunque esta situación es un fenómeno mundial, los efectos de la pandemia en el país se vieron agravados por otro fenómeno, muchas veces descrito como “infodemia”, un neologismo que designa una epidemia de desinformación.
Ciertamente, Brasil tampoco ha sido el único país afectado por la desinformación a gran escala. Sin embargo, es uno de los lugares donde esta problemática ha tenido un impacto más profundo. De hecho, la desinformación se ha convertido en un elemento recurrente en la estrategia de comunicación política del actual presidente, Jair Bolsonaro, y sus aliados políticos. Desde la detección de los primeros casos del nuevo coronavirus en el país, Bolsonaro minimizó sistemáticamente la importancia de la enfermedad (describiéndola como “gripecita”), desaconsejó medidas de protección como el uso de nasobucos y el distanciamiento social, se opuso a la vacunación de la población e incluso fue promotor de tratamientos alternativos para la enfermedad —bautizados como “tratamientos precoces”— sin ninguna eficacia científica demostrada.
No obstante, más allá de su impacto catastrófico sobre el curso de la pandemia en Brasil, la estrategia de desinformación sistemática promovida por Bolsonaro y sus aliados políticos puede poner en peligro el propio sistema democrático. En este sentido, varias iniciativas han aparecido para intentar contener esta amenaza. Entre ellas, una de las más destacadas ha sido la construcción de una red de certificación de información legítima, que reúne un conjunto diverso de instituciones. Esta red incluye organizaciones periodísticas tradicionales, agencias de verificación de hechos (fact-checking), redes sociales (Facebook, Twitter, Instagram, Youtube), organizaciones de la sociedad civil, organismos de financiamiento público (fundaciones) y universidades. Si la desinformación representa un riesgo para la democracia, cabría suponer que las iniciativas para combatirla serían, a priori, algo positivo, ¿cierto?. Sin embargo, las cosas no son tan sencillas, por diferentes razones.
En primer lugar, el ascenso de Bolsonaro a la presidencia es causa y a la vez consecuencia de una crisis en las instituciones políticas brasileñas. Difícilmente, un personaje político tan exótico habría llegado a la presidencia en circunstancias normales, si las instituciones funcionaran correctamente. Desde hace más de una década, las instituciones de la política representativa en el país se han visto fuertemente impactadas por acusaciones de corrupción, principalmente contra políticos del Partido de los Trabajadores (PT) y especialmente contra Luiz Inácio Lula da Silva, quien fue jefe de Estado entre 2003 y 2007. Los medios de comunicación tradicionales desempeñaron un papel fundamental en este sentido.
Este proceso se aceleró en 2014, con el lanzamiento de la Operación “Lava Jato” (en español, “lavado de autos”), que, con el pretexto de luchar contra la corrupción, llevó a cabo una intensa persecución contra los políticos vinculados al PT. Las pruebas demostraron plenamente que Sergio Moro, el juez encargado del caso, actuó en connivencia con el equipo de fiscales, dirigido por Deltan Dallagnol. Ambos compartían la premisa de que Lula era la cabeza de una vasta trama de corrupción que operaba en el país, pero se enfrentaban a la falta de pruebas que vinculasen al ex-presidente con prácticas ilegales. Fue en este contexto que los medios de comunicación pasaron a desempeñar un papel crucial. Al hacerse eco de las conjeturas del equipo de la acusación y presentarlas como hechos, los medios ayudaron a condenar a Lula y a sus partidarios en el tribunal de la opinión pública. Tales circunstancias, extremadamente hostiles, prepararon el terreno para el impeachment de la presidenta Dilma Rousseff, en 2016, y la condena y encarcelamiento de Lula, en 2017 y 2018, respectivamente. Lula era entonces el favorito para ganar las elecciones presidenciales que tendrían lugar ese año. Su salida de escena benefició a Bolsonaro, cuyo discurso moralista se oponía al escenario de desmoralización de las instituciones. Elegido, Bolsonaro invitó a Moro —el verdugo de Lula— a ser su ministro de Justicia. Este aceptó.
En segundo lugar, aunque Bolsonaro ciertamente agravó la crisis sanitaria del país durante la pandemia, sería simplista culparlo totalmente por el desastre resultante. Desde 1990, Brasil comenzó a implementar el Sistema Único de Salud (SUS), que pretendía sentar las bases del acceso universal a la salud pública en el país. Las inversiones en este sector aumentaron considerablemente en las décadas siguientes, lo que permitió que el sistema fuera cada vez más eficiente. Sin embargo, permanecieron los escollos. El número de médicos formados en las universidades brasileñas es insuficiente para satisfacer las necesidades sanitarias del país. Además, muchos de estos médicos tenían poco interés en trabajar en unidades públicas de salud, especialmente en las pequeñas ciudades del interior y en las regiones aisladas de los grandes centros urbanos. Este diagnóstico llevó a la presidenta Dilma Rousseff a lanzar el programa “Mais Médicos”, que proponía la formación de más médicos para satisfacer esta demanda y, en un corto periodo de tiempo, convocar a médicos de países extranjeros para ofrecerle asistencia al país. Como saldo, unos 15.000 médicos se incorporaron al programa, la mayoría de ellos procedentes de Cuba. El programa recibió muchas críticas de los medios de comunicación, los partidos de la oposición y los médicos brasileños. Temían que el aumento de la oferta de mano de obra implicara una disminución de los salarios que recibían.
El ataque al sistema de salud pública brasileño comenzó mucho antes de que Bolsonaro asumiera la presidencia. El gobierno de Michel Temer, sucesor de Dilma, no sólo boicoteó el programa “Mais Médicos”, sino que ayudó a aprobar una propuesta de enmienda constitucional que establecía un tope de gastos en educación y salud. Tales medidas comprometieron decisivamente los recursos que resultarían necesarios para combatir la pandemia de la COVID-19. Ciertamente, el negacionismo que caracterizó la actitud de Bolsonaro hacia la epidemia ha tenido un impacto tremendamente negativo en la sociedad en su conjunto. Los problemas no se limitan a la mala gestión de la crisis; de hecho, Bolsonaro fue más allá y desalentó sistemáticamente las prácticas colectivas que contribuirían a minimizar el avance de la enfermedad en el país. Y lo que es más grave, su gobierno patrocinó activamente prácticas sin base científica en la lucha contra la enfermedad. Sin embargo, es importante señalar que muchos médicos incorporaron estas prácticas y las juntas médicas nacionales se negaron a condenarlas.
Dicho esto, podemos centrarnos en la cuestión de la desinformación. Aquí también es necesario tener en cuenta que, por grande que sea la amenaza que supone el esquema de desinformación al servicio de la gestión Bolsonaro, está lejos de agotar la cuestión. En este caso, hay que considerar dos aspectos fundamentales. Por un lado, el impacto de las iniciativas de desinformación promovidas por los aliados de Bolsonaro sería poco significativo si los medios de comunicación tradicionales hubieran conseguido preservar su legitimidad. Se han observado iniciativas sistemáticas de desinformación en varios países, pero en la mayoría de ellos su impacto público ha sido limitado. Durante los años en que el PT estuvo al frente de la presidencia de Brasil, los grandes medios de comunicación actuaron repetidamente como agentes de polarización política. Este comportamiento minó decisivamente su capital de credibilidad.
Por otro lado, la naturaleza extraordinariamente abusiva del sistema de desinformación de Bolsonaro permitió a los grandes medios presentarse como “moderados” comparados con ese sistema. Como tal, han llegado a reclamar un papel de organizadores del debate público. Lo que cabe destacar aquí es que la naturaleza de la acción coordinadora que estos medios se atribuyen va mucho más allá de su capacidad de enunciar discursos de amplio alcance público. En un contexto en el que diferentes actores comenzaron a tener la capacidad de enunciar discursos públicos, los medios empezaron a integrar un amplio sistema de verificación de la verdad (fact-checking) con otros agentes. El concepto de fake news constituye la piedra angular de este sistema.
Protectores de la verdad: ¿quién decide?
La popularización del término fake news es, incluso, un fenómeno reciente. El concepto se ha generalizado desde la elección de Donald Trump como presidente de Estados Unidos y el Brexit en 2016. Así como las fake news, el aparato construido para combatirlas tampoco es originario de Brasil. El caso brasileño, sin embargo, muestra el fuerte potencial autoritario que se esconde atrás de un proyecto aparentemente bien intencionado. Después de todo, luchar contra la mentira y proteger la verdad es algo intrínsecamente bueno. ¿O no?
La gran cuestión, aquí, es quién tiene el poder de definir lo que es verdad y lo que no, y qué consecuencias se derivan de ello. Quien asume esa función reguladora es un conjunto de agencias privadas. Una parte clave de ese sistema son las agencias de verificación de hechos. La primera agencia de este tipo, FactCheck.org, surgió en Estados Unidos en 2003. La creación de la International Fact Checking Network, en 2015, dio al fenómeno de la verificación de hechos un alcance global. La metodología empleada por estas agencias en la comprobación de la veracidad no es muy transparente, pero se observan patrones muy claros en su aplicación concreta: las noticias difundidas por los medios de comunicación tradicionales se comprueban muy raramente; se toman a priori como “noticias verdaderas”.
El foco de atención recae en los actores políticos y en los medios de comunicación alternativos, sobre todo en aquellos que presentan una clara filiación política. El resultado es la promoción de un discurso que privilegia los enfoques “técnicos” sobre los “políticos”. Lo que hay que destacar aquí es que los llamados enfoques “técnicos” no son menos políticos. Estos corresponden a las perspectivas políticas del neoliberalismo. Así, las políticas de recorte de gasto estatal, bajo la égida de la “austeridad”, se dicen técnicas. Por otro lado, las inversiones sociales tienden a ser calificadas no sólo de políticas, sino también de populistas, y por tanto dignas de sospecha.
Una dimensión complementaria del problema se refiere al carácter “transnacional” de la metodología y el discurso de la lucha contra las noticias falsas. Por transnacional, aquí, nos referimos a valores y prácticas normalmente originados en Estados Unidos, que pretenden ser de aplicación mundial. Las agencias de fact-checking no sólo tienen su origen en Estados Unidos, sino que la expansión de este modelo es financiada por fundaciones con sede en ese país. Asimismo, el conjunto de discursos que se han convertido en objeto de atención pública circulan por las plataformas de redes sociales estadounidenses.
El nuevo modelo de certificación de la verdad se impone entonces desde fuera del país y se presenta así como un elemento que limita la soberanía nacional, en lo referente al debate político.Por último, el modelo ilustra la influencia que la lógica de la autoridad privada ha asumido en el mundo contemporáneo. Lo que hay que destacar aquí es que la carga de los acusados de difundir noticias falsas va mucho más allá del estigma moral. Las redes sociales suelen castigar a los acusados de difundir noticias falsas limitando su alcance e incluso bloqueando.
Ciertamente, la idea de limitar el acceso de los ávidos distribuidores de información, como es el caso de los seguidores de Jair Bolsonaro, puede parecer atractiva. El problema es que el mismo dispositivo permite clasificar como falso cualquier discurso que escape a la ortodoxia neoliberal o que contradiga los intereses de la élite nacional. Esto ha ocurrido más de una vez con vehículos situados más a la izquierda en el espectro político. Un ejemplo significativo ocurrió en 2018, cuando Lula estaba en prisión e impedido de postularse a la presidencia. En ese momento, la información (verdadera) de que el Papa le habría regalado un rosario bendecido fue clasificada como fake news por la agencia Lupa, lo cual provocó sanciones a medios como Brasil 247, la Revista Fórum y el Diário do Centro do Mundo. Las noticias que señalaban que el encarcelamiento de Lula era injusto y políticamente favorable entonces eran una molestia.
Las estrategias de desinformación sistemática como las que ejercen los partidarios de Bolsonaro son ciertamente una amenaza para la democracia. Sin embargo, no son los únicos. Una serie de medidas, adoptadas en nombre de la lucha contra la desinformación, son tan peligrosas como la amenaza que esas medidas pretenden defender. Así como ha demostrado el “tratamiento precoz” auspiciado por el gobierno de Bolsonaro, a veces la medicina puede ser tan peligrosa como la enfermedad.