Las primeras noticias sobre el conflicto entre Hamás e Israel nos hicieron sentir espanto y tristeza. Tras el ataque sorpresivo de Hamás ocurrido el pasado 7 de octubre, un conjunto de fotos mostraba a jóvenes israelíes y extranjeros siendo secuestrados, o asesinados, por militantes del grupo extremista que controla la Franja de Gaza desde 2007. El terror estaba instaurado y no faltan razones para calificar los hechos como “barbarie” y “terrorismo”.
A pesar de que el origen de Hamás se remonta a grupos filantrópico-religiosos de los años 1970, el movimiento que dio paso a su conformación se estructuró durante la Primera Intifada (revuelta) palestina, en 1987. A partir de ese momento, el grupo empieza a destacarse por actos violentos, como el secuestro y asesinato de dos soldados israelíes en 1989. No obstante, es en 2005 cuando Hamás irrumpe en la escena política formal palestina y, en 2006, al vencer las elecciones con un margen apretado, el grupo asume el poder en Gaza.
Desde entonces, Hamás no ha permitido la realización de nuevas elecciones. Es un grupo extremista, sin duda, pero su poderío militar no es ni remotamente comparable con el de su antagonista, Israel. A pesar de que la capacidad militar del movimiento se ha fortalecido en los últimos años, el llamado “arsenal bélico” de Hamás se reduce en esencia a granadas, cohetes caseros y armas de segunda mano.
En 2021 insistía en que las agresiones entre Israel y Palestina no son una guerra, ni siquiera un conflicto: se trata de un “diálogo entre la espada y el cuello”. No fue fortuito que lo describiera así en aquel momento y lo sostengo hoy, en circunstancias lamentables.
Cohetes en dirección a Tel Aviv
En el contexto de la reciente ola de violencia en Israel y Gaza recuerdo la película Vals con Bashir (Alemania, Francia, Israel, 2008). Dirigida por un ex militar israelí, la historia narra la trayectoria de un veterano de guerra que intenta recuperar la memoria de eventos traumáticos de su pasado. En el largometraje seguimos a Ari Folman en sus conversaciones con amigos, mientras une piezas del rompecabezas de su propia historia e intenta aclarar su bloqueo mental.
Al final de la película, una animación, el director optó por mostrar fotos reales: escenas de la masacre de Sabra y Shatila en 1982. Esos eventos se refieren a la invasión israelí al sur del Líbano en busca de guerrilleros palestinos pertenecientes a la Organización por la Liberación de Palestina (OLP). La masacre de decenas de civiles, incluidos niños, se registra como uno de los mayores crímenes contra la humanidad cometidos en la segunda mitad del siglo XX.
¿Por qué hablar de ese asunto ahora, cuando civiles, inclusive niños, son asesinados por Hamás? Precisamente porque las estructuras que permitieron las masacres contra palestinos nunca cesaron. Son las mismas estructuras que favorecen la formación de grupos extremistas como Hamás, con poco interés en diplomacia y capaces de cometer acciones como las del 7 de octubre.
Simplificar actos violentos como los recientes reduciendo el problema a “dos lados enemigos”, “actos terroristas”, “monstruosos”, o atacados con “derecho a defenderse” es insuficiente. Nos impacta la violencia. Estamos en desacuerdo con ella. Pero no es el centro de la cuestión cuando se trata de Israel y Palestina. Para reconocer las condiciones que condujeron a los actos violentos de Hamás y sus consecuencias debemos, por un momento, hacer a un lado nuestro disgusto y reconstruir la historia.
Estamos hablando de un conflicto entre un Estado nacional, de carácter expansionista y colonial (Israel), contra un pueblo invadido y aislado política y geográficamente. Una vez que ocupó ilegalmente territorios palestinos, Israel se apropió de las colinas de Golam, que pertenecían a Siria. Esa ilegalidad no es una cuestión de opinión, es un hecho reconocido por la jurisprudencia internacional. Las ocupaciones las sostienen vallas, ametralladoras y vidas de jóvenes que hacen el “trabajo sucio” al Estado.
La profecía autocumplida
Desde que la Organización para la Liberación de Palestina, bajo comando de Yasser Arafat, reconoció al Estado de Israel en los Acuerdos de Oslo en 1993, no existe diálogo. En aquel contexto se acordó que Israel retiraría sus tropas de Cisjordania y Gaza, cosa que no solo no sucedió, sino que hubo más ocupaciones. Se trata de un proyecto de poder sistemático, constante y que resulta en la acumulación continuada de tierras durante décadas. Ese proceso tiene consecuencias, sean ellas moralmente justificables o no.
En ese contexto, los ataques de la última semana, liderados por un grupo extremista, por tanto, no son solo una profecía autocumplida. Son consecuencia de un proyecto sionista nutrido por décadas, del cual cito algunos hechos ampliamente conocidos: 1) ocupaciones ilegales de territorio; 2) división de los territorios palestinos y 3) imposición de un estado de apartheid de las poblaciones en Gaza y Cisjordania.
En 2003, Achille Mbembe describió la ocupación colonial de los territorios palestinos como la forma mejor acabada de necropoder. Mbembe también denuncia la ocupación israelí como una forma de ocupación colonial típica de la modernidad tardía. El autor, además, destaca que “el Estado colonial desdobla su reivindicación fundamental de soberanía y legitimidad de autoridad de su propia narrativa particular de historia e identidad”. Nótese que la justificación del excepcionalismo israelí se basa en una narrativa controlada y contada por el Estado.
¿Por qué Hamás atacó ahora?
Las acciones de los últimos días fueron bautizadas por Hamás como “operación en defensa de la mezquita de Al-Aqsa”, un local sagrado para los musulmanes que está situado en la ciudad histórica de Jerusalén. La mezquita, que legalmente pertenece a territorio palestino y es administrada por el Gobierno de Jordania, fue invadida en octubre de este año por fuerzas policiales israelíes y no es la primera vez que ocurre. Una semana antes de los ataques de Hamás, decenas de religiosos judíos fueron escoltados por el ejército israelí y penetraron el complejo en el que está localizada la mezquita. Al mundo el hecho parece no haberle importado un acto que no es en sí una cuestión religiosa, sino una ocupación del espacio que se justifica con símbolos religiosos. La invasión de áreas sagradas no es sino la confirmación de la superioridad ilustrada con una humillación simbólica.
En el plano global, la cuestión es más compleja y estamos lejos de comprenderla plenamente. Observadores del conflicto apuntan como factor relevante la aproximación entre Arabia Saudita e Israel. En la práctica, la normalización de las relaciones diplomáticas entre esos dos países significaría la legitimación de Israel por parte de un aliado importante de la causa palestina, lo cual pone en riesgo el sueño de un Estado palestino. Al atacar, Hamás le recuerda al mundo que no todos están dispuestos a morir en silencio.
Es cierto que Hamás y sus aliados hicieron el recordatorio público cometiendo un crimen. Del otro lado de la cerca los responsables están siendo castigados junto a centenas de inocentes, del mismo modo en que lo fueron Saddam Hussein, Muammar Gaddafi, Bin Laden y otras figuras perversas que en los últimos tiempos fueron diana de operaciones militares que sirvieron para justificar moralmente la devastación de Irak, Libia y Afganistán.
A pesar de sus actos criminales, tendría que ser fruto de ingenuidad o desinformación afirmar que Hamás es el principal responsable de los eventos recientes. Un editorial del periódico más importante de Israel, el Haaretz, admite que Nethanyahu estableció “un Gobierno de anexión y desapropiación” y que “ignoraba abiertamente la existencia y los derechos de los palestinos”. El editorial apunta al primer ministro como principal responsable por los eventos. ¿Por qué un periódico israelí dice eso y la prensa occidental culpa a Hamás? Es una buena pregunta.
Ahora veamos qué dijo el primer ministro israelí en un discurso televisado: “Lo que le haremos a nuestros enemigos en los próximos días repercutirá durante generaciones”. En el tercer día del conflicto, Yoay Gallant (Ministro de defensa) comunicó que “ordenó un cerco completo” a la Franja de Gaza. Y añadió: “No habrá electricidad, ni comida, ni combustible, está todo cerrado. Estamos luchando contra animales humanos y actuamos de acuerdo con eso”.
Mientras esto sucedía, el mayor Nir Dinar, portavoz del Gobierno israelí, declaró que los ataques de Hamás eran como el 11/9 de los israelíes. Tal vez sea una analogía correcta. Tal vez, por eso mismo, debamos recordar las consecuencias de la caída de las Torres Gemelas, que resultó en la devastación de países como Afganistán, Irak y, indirectamente, Siria. La región de Levante, así como los árabes en Europa y en Estados Unidos, todavía pagan por un crimen que no cometieron. Evoco esos hechos por considerarlos reveladores de la dinámica histórica de la región, no porque sean informaciones sorprendentes.
En el séptimo día del conflicto, Israel avisa a la ONU que el área del norte de Gaza, con más de un millón de personas, debe ser evacuada y dirigirse al sur. En breve continuaría un exterminio ampliamente documentado y previsible desde antes del primer día del ataque de Hamás.
Gaza, la tierra sin futuro
La relatora especial de la ONU, Francesca Albanese, ha descrito Gaza anteriormente como una “prisión a cielo abierto” . En entrevista al canal británico Talk TV, el Dr. Nathaniel George, profesor de la Universidad de Londres/SOAS, la definió como un “campo de concentración”.
Las personas que habitan hoy Gaza son en su mayoría refugiados, forzados a vivir allí debido a la ocupación del territorio por parte de Israel. Hablamos de más de 2 millones de personas privadas de forma sostenida de sus derechos humanos básicos, agua potable y seguridad. La tasa de desempleo en la región es de 45,3 % según el Banco Mundial y el 65 % de las personas vive por debajo de la línea de pobreza, según la ONU.
La media de edad en Gaza es de 18 años, en contraste con los 40 años de edad promedio en Europa y los 28 años a nivel global. Cuando hablamos de la revuelta de los habitantes de ese local estamos hablando también de miles de jóvenes de aproximadamente 18 años que a los 3 fueron condenados a ese laberinto sin salida. El mundo se acostumbró a ignorar reportes como el de un informe de la ONU, que en 2020 indicó que Gaza dejaría de ser un lugar con condiciones mínimas de vida.
En pleno 2023 no es posible ignorar la correlación de hechos. El 16 de octubre, com más de uma semana de conflicto, el ministro de salud de Gaza reportó 2 750 muertos y 9 700 heridos, de los cuales 750 eran niños. Esta mañana la agencia de noticias EFE reportó que la cifra asciende a 3 mil fallecidos y más de 12 500 heridos por los ataques de Israel.
Según The New York Times, casi la mitad de la población de la ciudad de Gaza fue desplazada por los ataques y por la falta de abastecimiento de agua potable. La gravedad de la situación condujo al jefe de las Naciones Unidas para Palestina y a la OMS a alertar sobre los riesgos del desabastecimiento, que afecta incluso a hospitales y centros de salud.
La OMS alertó sobre hospitales y ambulancias atacados. En el sexto día del conflicto, Israel ya había lanzado 6 mil bombas sobre Gaza. Seis mil. Mientras termino de escribir este texto, más muertes se reportan. El hospital al-Alhi de Gaza fue afectado por un ataque aéreo que dejó al menos 500 muertos. Y la anunciada invasión “por tierra, mar y aire“, de hecho todavía no ha empezado.
En contraste con las declaraciones de oficiales israelíes, el presidente de la Autoridad Palestina, Mahmoud Abbas, rechazó la violencia contra civiles de ambos lados del conflicto en un comunicado divulgado por la agencia WAFA. También en reacción a los ataques de Hamás, Breaking the Silence (BTS), ONG de veteranos de guerra israelíes, expresaron su consternación ante las acciones del grupo.
No obstante, entendiendo la complejidad del conflicto, la BTS reconoció que es necesario hablar sobre el modo en que el “Gobierno de supremacía judaica nos trajo hasta este punto”. Esos son los términos que un grupo de ex soldados israelíes usó para describir al Gobierno de Israel. Y, de nuevo, no se trata apenas de racismo contra palestinos o problemas religiosos, sino de un problema histórico que condiciona el presente.
El colonialismo siempre ha usado el racismo como dispositivo para justificar la apropiación ilegal de territorios. Esa idea puede ser ilustrada por un fragmento de discurso de Nethanyahu en la ONU el 22 de septiembre de este año. En ella, el primer ministro exhibió un “mapa de Israel” en el que el Estado ocupaba toda el área del Río Jordán hasta el Mar Muerto.
Como recuerdan los activistas del BTS, palabras como “seguridad” y “retención”, por ejemplo, son códigos para devastar la Franja de Gaza, y abro paréntesis cuando dicen que todo ataque es “siempre justificado cuando tiene como objetivo a los terroristas”. No es esa una interpretación de alguien ajeno al conflicto, sino la declaración de ex combatientes judíos israelíes que crearon una ONG para revelar las barbaridades que fueron forzados a cometer. Siguiendo esa lógica, el uso de palabras como “terroristas”, “animales” y “fundamentalistas” por la clase política y militar de Israel son signos de que el debate no es admitido, siquiera valorado.
No se dialoga con “animales”, no se trata de entender a los “terroristas”. A fin de cuentas, ellos cometen crímenes inaceptables. Al rehusarnos a aceptar sus acciones, con toda razón, olvidamos que nos corresponde entender las condiciones que condujeron a que el conflicto reciente se desatara.
Ese tratamiento prepara el camino para que el Estado de Israel intensifique acciones ilegales que viene practicando desde mucho antes del ataque de Hamás. Usando como justificación el derecho a la defensa, Israel castiga indiscriminadamente a civiles en Gaza. Y no solo en ese territorio. La Human Rights Watch denunció el uso de fósforo blanco en Gaza, pero también en el Líbano. El uso de esa sustancia está prohibido por la ONU y constituye un crimen de guerra.
La historia que olvidamos
En 2020 defendí mi tesis de doctorado con una hipótesis simple: cuando se elimina la expectativa de futuro de una población, la vida pasa a organizarse en torno a la lucha por la supervivencia y el rescate del pasado. Recientemente leí una declaración que ilustra esa idea. Ahmed Habet, miembro Fatah en Burj al-Barajneh, dijo a AlJazeera hace poco: “Yo soy la sangre de mi tierra natal. Vivo para mi tierra natal. No vivo para el futuro”.
La noción del tiempo (futuro) se suprime en favor de una experiencia presente en el territorio en el que se nace y se vive. Se trata de la transformación del horizonte político en una lucha por la tierra y por la supervivencia sin perspectiva de futuro. No hay nada de nuevo en eso, al fin y al cabo, es la misma lucha que cargan consigo históricamente quienes viven bajo regímenes necropolíticos, como el que impone Israel a Palestina.
Es necesario, por tanto, discutir y cambiar las condiciones materiales y políticas que llevan a las personas a abdicar de su futuro. Quiénes somos, dónde vivimos o quiénes son nuestros parientes no deberían ser las pautas centrales en la discusión global sobre el conflicto y su resolución. La justicia se basa en reglas objetivas aplicables a todos, con independencia de sus historias personales o colectivas.
Cuando investigadores y activistas recordamos algunos de los hechos citados en este texto, no están siendo insensibles al dolor legítimo de los israelíes. Tampoco yo. Ese dolor es de todos, o debería serlo. El papel de la crítica que hacemos es apenas el de reforzar el pasado y la lucidez en un momento de emotividad, tristeza, dolor y sinrazón. El olvido, el silencio y la deshumanización selectivos sostienen los crímenes cometidos contra la humanidad. Al final, la historia seguirá repitiéndose hasta que se transformen las estructuras.