Vino al mundo en 1989, un poco antes de que derribaran el muro de Berlín y los jóvenes de entonces descorcharan botellas de champán encima. Y en el Bronx, donde la condición puertorriqueña es como musguito en hiedra. Después de graduarse en la enseñanza media superior, en Yorktown High School, obtuvo una beca John F. López para estudiar en la Facultad de Artes y Ciencias de Boston University hasta salir con una licenciatura en relaciones internacionales y economía (2011) y con un suma cum laude en su expediente.
Más tarde se empezó a fraguar una nueva leyenda urbana. Después de hacer cosas tan distintas como trabajar como camarera en el restaurante mexicano Flats Fix, allá en la neoyorkina Union Square, y enrolarse como organizadora en la campaña de Bernie Sanders (2016), decidió lanzarse al ruedo como representante del 14 distrito de Nueva York, no sin antes participar en un evento en Atlanta con una convocatoria tan inquietante como sugerente: “cómo dirigir una campaña de base que pone a las personas por encima del partido”. Una idea sin dudas medio loca, pero que al final del día la llevó a desafiar en las primarias a Joe Crowley, un gurú que había señoreado en ese mismo distrito, presidido el caucus demócrata desde 2017 y barajado entre los posibles candidatos para sustituir a la entonces líder de la minoría de la Cámara de Representantes, Nancy Pelosi.
Alexandria Ocasio-Cortez ganó su carrera contra todos los obstáculos, empezando por el financiero. Se enfrentó al reto más importante de su vida con una menesterosa desventaja material. La cuestión consistía entonces en tocar puerta por puerta en las viviendas de un distrito que comprende el este del Bronx y el norte-centro de Queens, caracterizado por un alto componente obrero y latino: casi el 75 por ciento de sus donaciones fueron pequeñas contribuciones. Su campaña gastó 194,000 dólares contra 3,4 millones la de Crowley. La estrategia que había diseñado junto a su equipo funcionó: “Realmente, dijo, no se puede ganar mucho dinero con más dinero. Hay que vencerlos con un juego totalmente diferente”.
Eso mismo ocurrió durante las elecciones de medio término, donde se impuso por un amplio margen al republicano Anthony Papas con el 77,95 por ciento de los votos. Dos circunstancias concurren en su caso: la primera, de género.
Con sus 29 años, pasó a los libros por haber sido la mujer más joven elegida al Congreso, superando a la representante republicana Elise Stefanik, quien llegó al legislativo con 30. La segunda, de política: una agenda de izquierda que aboga, entre otras cosas, por el Medicare universal, la abolición de ICE y la creación de un programa federal de garantía de empleos.
Ella ha explicado su victoria del siguiente modo: “Sabía que, si íbamos a ganar, era […] expandiendo el electorado. Esa es la única forma en que podemos ganar estratégicamente. No es corriendo hacia el centro. Es expandiendo el electorado, hablando con aquellos que se sienten desencantados, desanimados, cínicos sobre nuestra política y haciéndoles saber que estamos luchando por ellos”.
El “Sí se puede” se había hecho, de nuevo, realidad. El radicalismo pudo tener otro espacio, y no de manera aislada sino como parte de una erupción de diversidad que en la era de Trump proyectó al Capitolio a mujeres con una postura diferente respecto a los grandes temas de la hora en la sociedad y la política: latinas, afro-americanas, musulmanas, LGTB…
Por su discurso y actitudes a Ocasio-Cortez ya se le suele conocer, simplemente, por sus siglas: un “AOC” que recuerda el “AMLO” de México. Desde que sorprendiera al establishment, ha venido recibiendo una extensa cobertura en los medios, al punto de que algunos la comparan con la de una candidata presidencial y no con la de una recién llegada al Congreso. Después de su juramentación, dos de los periodistas más importantes del New York Times, Maureen Dowd y Paul Krugman, le han dedicado sus columnas. Y lo mismo han hecho Anderson Cooper, de la CNN, en su programa “60 minutos” y Rachel Maddow en su show de lunes a viernes en la cadena MSNBC.
Pero la reacción de sus enemigos políticos no se ha hecho esperar: colocaron un video donde AOC baila alegre y desembozadamente con un grupo de estudiantes de la Universidad de Boston.
https://www.youtube.com/watch?v=PLQw9TgDu3o
Pero solo obtuvieron el clásico efecto boomerang o tiro por la culata: la filmación se hizo viral en las redes sociales y le dio más simpatías entre las personas, muchas preguntándose que había de perverso o impropio en que una joven congresista manifestara al aire libre la alegría de vivir. Notaron –y no de paso– que AOC bailaba sorprendentemente bien, algo fuera del alcance de políticos respetables como Mitch McConnell, el líder de la mayoría republicana en el Senado.
https://twitter.com/AOC/status/1081234130841600000
Al cabo, se confirmó como un fenómeno de redes sociales, donde hoy (también) se hace política: tiene 2,17 millones de seguidores en Twitter y 1,6 millones en Instagram.
La palabra “socialismo” arrastra en Estados Unidos una carga peyorativa heredada de la Guerra Fría, al margen de que se le coloque detrás otra en las antípodas del oso ruso: “democrático”. Remite no solo a totalitarismo y control, sino también la intrusión del Estado en dominios de estricta competencia individual. Esto aparece estampado en el pensamiento fundacional.
Visto desde la óptica de ciertos republicanos y del Tea Party, el presidente Obama era un socialista equiparable a Joseph Stalin, Fidel Castro, Hugo Chávez o Juan Domingo Perón, formulación en tesitura con profesionales de la supply side ecomomics como Scott Grannis, quien había establecido paralelismos entre la llamada Obamanomics y el peronismo, y afirmado que el país se estaba convirtiendo en “los Estados Unidos de Argentina” por el creciente nivel de intervención estatal en la economía y la sociedad.
Ahora bien, por controvertido o políticamente incorrecto que se perciba, una nueva generación de estadounidenses, presentes en un órgano de poder como la Cámara, ha decidido continuar la senda de Bernie Sanders y re-semantizar la palabra. La era Trump y sus correlatos no han logrado en ellos sino producir una movida de péndulo que se traduce –entre otras cosas– en una visión alternativa acerca de todo, socialmente asumida sin embargo con reacciones que van del rechazo a la curiosidad o a la expectativa de cómo esta ola de radicales podrán lidiar desde dentro con una cultura que durante más de dos siglos de funcionamiento ha sabido cooptar y/o neutralizar los filos de la navaja.
Sus seguidores la aplauden.