El discurso de Donald Trump que marcó el inicio de su presidencia se pareció más a un discurso de campaña que al de una ceremonia inaugural. Fue un espectáculo, penoso quizá, ver el rostro de Biden mientras Trump le lanzaba las diatribas más feroces a su Gobierno, como cuando afirmó que hubo “traiciones horribles” al país, que ahora él [Trump] corregiría.
Donald Trump volvió a sorprender a muchos al ganar de nuevo una elección presidencial. En 2018, me propuse en un artículo explicar algunas de las condiciones en Estados Unidos que dieron lugar al trumpismo.
Ha habido diversos factores en juego, desde la relativa pérdida de hegemonía por parte de Estados Unidos ante potencias emergentes como China, hasta la aguda polarización política en el país o la pérdida de empleos en el sector industrial, pero me concentraré brevemente en la espectacularización de la política como instrumento para captar la atención, entre otros posibles objetivos.
Vivimos en la sociedad del espectáculo, como nos alertara hace tiempo Guy Debord. Quien capte la atención domina el escenario y, por tanto, la audiencia. Los políticos necesitan captar la atención para promover sus agendas y Trump lo hace hábilmente.
Existen distintos resortes para llamar la atención, como el humor (ironía, burlas, sarcasmo); la apelación a las emociones; lo inusual e insólito y, uno muy empleado por Trump: el escándalo. El drama, la provocación, la agresividad en el discurso y lo que en buen cubano llamamos “chisme” son efectivos ingredientes del escándalo.
Volviendo al discurso inaugural, no analizaré en detalle sus marcados rasgos populistas. Tampoco la totalidad de sus planteamientos —algunos polémicos, otros cáusticos, como de costumbre; y otros que son reflejo de posiciones trumpistas típicas en torno a la economía, la inmigración, el medio ambiente, la producción de hidrocarburos o a las relaciones de Estados Unidos con otros países—. Voy a referirme de forma sucinta solo a dos planteamientos altisonantes que, a todas luces, son escandalosos y parecen enfocarse en llamar la atención, con independencia de si, en alguna medida, logra o no lo que dice proponerse como meta. Intentaré analizar si tales grandilocuencias pudieran tener adicionalmente otros propósitos.
Uno de los planteamientos escandalosos fue al repetir que cambiaría el nombre de Golfo de México por el de “Golfo de América”, promesa que provocó risas en Hillary Clinton, quien se encontraba, junto a su esposo, entre los asistentes a la ceremonia. La promesa extravagante, que ya había lanzado antes del discurso inaugural, también disparó la creación de memes; por ejemplo, en el entorno digital cubano los hubo que rezaban que “podría llamarse también Golfo de Cuba o Golfo de Marianao”.
Sin embargo, una búsqueda sencilla de información devela que la pretensión del cuadragésimo séptimo presidente de Estados Unidos es poco factible. El Golfo de México es una zona geográfica y marítima internacionalmente reconocida y su nombre se ha establecido en mapas, tratados y acuerdos internacionales a lo largo de siglos.
Cambiar el nombre requeriría un amplio consenso y cooperación internacionales, en especial de países que tocan geográficamente el Golfo, como México y Cuba. Cualquier intento unilateral de hacerlo probablemente no sería reconocido por otros Estados o entidades del mundo. Además, los nombres geográficos son regidos por organizaciones como el Grupo de Expertos de las Naciones Unidas en Nombres Geográficos, que persigue la estandarización de estos nombres.
El otro planteamiento “escandaloso” del presidente al que haré referencia fue que su administración recuperaría el Canal de Panamá, pues, según él, el país centroamericano no estaba respetando el espíritu del tratado (Tratados Torrijos-Carter) que entregó el Canal a Panamá, ya que, añadió, las embarcaciones estadounidenses “no están recibiendo un trato justo” y —también dijo— “China está operando el canal”.
Es cierto que han tenido lugar incrementos en los precios establecidos para el uso del canal, pero, hasta donde se tiene conocimiento, no ha existido discriminación alguna contra ningún cliente en particular. Por otro lado, si bien algunas compañías chinas han invertido capital en instalaciones portuarias del Canal y han aumentado su presencia en la región, no hay evidencia de que el país asiático ejerza control u opere el famoso paso interoceánico.
Las autoridades panameñas han declarado que el Canal es panameño y lo seguirá siendo. Legalmente, Estados Unidos no tiene derecho alguno sobre este, mientras que tomarlo por la fuerza sería una aventura que probablemente generaría amplio rechazo internacional y contribuiría a debilitar la posición política de Estados Unidos en la región.
Entonces, ¿por qué Donald Trump lanza esas promesas rocambolescas? Recuérdese que en su primer mandato aseguró que construiría “un muro” a lo largo de la frontera con México y que el país latinoamericano lo pagaría. Y claro, México no pagó por la construcción de la barrera en la zona en que finalmente se añadió; pero Trump sí logró renegociar el tratado del libre comercio con su vecino sureño y Canadá y llegó a decir que México había “pagado el muro indirectamente” mediante el nuevo tratado alcanzado. Si bien la afirmación es imprecisa, el nuevo tratado representó ciertas mejorías para Estados Unidos.
Por otra parte, Trump también logró negociar que México desempeñara un papel más activo en el control migratorio, mediante acciones como el despliegue de la Guardia Nacional en la frontera sur de México y así contener el flujo de inmigrantes provenientes de Centroamérica. También se implementó la política conocida como “Permanecer en México”, que obligaba a los migrantes a esperar en ese país sus audiencias judiciales de inmigración en Estados Unidos.
México, además, intensificó operativos internos contra el tráfico de personas, mediante la detención de migrantes indocumentados y la deportación hacia sus países de origen.
Entonces, al tratarse de sus promesas o afirmaciones polémicas y “escandalosas”, Donald Trump genera titulares en los medios, capta la atención pública y exacerba sentimientos nacionalistas, así como la polarización política, pero además intenta en ocasiones sentar bases favorables para futuras negociaciones.
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Su táctica es presionar al máximo, incluida la presión económica (con amenazas de aranceles, por ejemplo) y diplomática, pero también psicológica, mediante las tensiones que generan sus declaraciones públicas, para luego tratar de obtener las mayores ventajas posibles durante las negociaciones.
Otro factor clave es que Trump se mantiene en un diálogo constante con su base social y electoral, en mítines frecuentes, en los que emplea un tono conversacional. Afirmaciones extravagantes como cambiarle el nombre al Golfo de México o recuperar el Canal de Panamá constituyen herramientas escénicas que emplea, junto a otras, para mantener la conexión con su base.
Con ello refuerza la imagen de “líder fuerte” que desafía el statu quo y apela al orgullo nacional. Persigue mostrar un Estados Unidos que recupera su dominio frente a otros países que, como China, desafían su hegemonía. Tales retos que Trump se plantea resuenan como metas grandiosas y audaces en una parte importante de sus votantes.
Adicionalmente, con sus amenazas de recuperar el Canal de Panamá, Trump podría estar sentando bases para ejercer presión en la región en torno a la necesidad de mayor presencia estadounidense frente a la creciente influencia en Latinoamérica de potencias emergentes como China.
En resumen, las extravagantes promesas del nuevo presidente, más que objetivos para ser tomados, quizá, al pie de la letra, forman parte a menudo de tácticas discursivas para captar la atención y garantizarle la amplia y constante cobertura mediática que le facilita la promoción de su agenda política.
Sus grandilocuencias alimentan una narrativa populista y nacionalista que refuerza continuamente los lazos con su base social y electoral. Por otra parte, tales recursos discursivos pueden a la vez estar diseñados para generar tensiones que de alguna manera lo favorezcan en posibles negociaciones.
De cualquier manera, preparen las rositas de maíz para el segundo acto de la obra teatral más grande del mundo: la nueva Administración de Donald John Trump.