Después del (otro) juicio una página se ha cerrado. Tal vez su lección más importante consista, en primer lugar, en el hecho que una mayoría de los legisladores de la Cámara estuvieron de acuerdo en mandar a juzgar a Donald Trump por incitar a la insurrección en los sucesos del 6 de enero pasado en el Capitolio, que comprometieron no solo la seguridad nacional sino concluyeron con cinco muertos y más de 140 heridos. En la votación para enjuiciar a Trump 28 demócratas figuraron como auspiciadores. Diez republicanos los apoyaron, incluyendo a la representante Liz Cheney.
La segunda votación en el Senado para condenarlo fue 57-43. Una mayoría. Solo la mecánica constitucional del proceso —es decir, la obligatoriedad de contar con 2/3 de los votos de ese cuerpo legislativo para condenarlo— y su carácter fuertemente partidista determinaron una absolución que, por decirlo de alguna manera, desde el principio estaba marcada en la zona de strike.
Los senadores republicanos Richard Burr, de Carolina del Norte; Bill Cassidy, de Luisiana; Susan Collins, de Maine; Lisa Murkowski, de Alaska; Mitt Romney, de Utah; Ben Sasse, de Nebraska; y Patrick J. Toomey, de Pensilvania, se desmarcaron de su bancada al hacer causa común con los demócratas. Y dado que lo mencioné más arriba, Trump tiene, después de todo, poca suerte con las mayorías. A los datos anteriores habría que añadir que en las elecciones de 2016 obtuvo la presidencia sin el voto popular, toda vez que Hillary Clinton lo aventajó por casi tres millones de sufragios. Y en estos últimos comicios la mayoría de los estadounidenses votaron en su contra. En una palabra, los electores lo han rechazado dos veces consecutivas.
El resto ya es historia. Donald Trump acaba de entrar en los libros al ser llevado dos veces al impeachment, procedimiento que en casi 250 años solo se había implementado en tres ocasiones: una a Andrew Johnson en el siglo XIX, otra a Bill Clinton en el XX y una tercera al propio Trump en 2019. Con esa mancha entra en los libros, aunque en ambas ocasiones haya salido airoso. El dato no podrá borrarlo ni el más entusiasta de sus historiadores.
Dos correlatos del juicio son los más evidentes. El primero es la posibilidad de que Trump funde un partido alternativo, ese que de acuerdo con trascendidos ya tiene un nombre previsible: el Partido Patriótico. Obviamente, si esto se produce conllevaría a una fractura/debilitamiento del GOP, ahora mismo sumido en una crisis de identidad que no hará sino acrecentarse en el futuro inmediato. La posición de McConnell y el enfrentamiento con Trump constituyen un indicador al respecto y de la fragilidad de las alianzas, toda vez que el actual líder de la minoría republicana en el Senado fue prácticamente un incondicional, eso que los cubanos llaman “un chicharrón”.
Por otra parte, el trumpismo y sus prácticas político-culturales han dejado raíces en el partido, y sobre todo en unas bases que le responden al expresidente como si se tratara de un caudillo. Esta es, en el fondo, una de las costras del populismo, junto a la irracionalidad social y la negación de la realidad mediante “hechos alternativos”, eufemismo utilizado desde el principio para designar mentiras mondas y lirondas.
El segundo correlato sería el procesamiento por cargos criminales. Ya hay dos casos abiertos contra Trump en al menos dos estados: New York y Georgia. En el de NY, estamos hablando de una investigación de la fiscalía del distrito de Manhattan, liderada por Cyrus Vance Jr., en torno a fraude fiscal y de seguros de la Organización Trump, un proceso prexistente al segundo impeachment. En el otro, de Fulton, Georgia, el foco recae sobre sus intentos de influir en los resultados de las elecciones generales. De acuerdo con CNN, en carta enviada a varios funcionarios electorales, incluido el secretario de Estado Brad Raffensperger, la fiscal Fani Willis solicitó conservar los documentos relacionados con la llamada telefónica en la que el entonces presidente presionó al secretario de Estado de Georgia para que le encontrara votos para tratar de revertir su derrota en las elecciones.
Según trascendidos, la investigación “incluye, pero no se limita a posibles violaciones de la ley electoral de Georgia, que prohíbe la solicitud de fraude electoral, la realización de declaraciones falsas a los organismos gubernamentales estatales y locales, la conspiración, el crimen organizado, la violación del juramento del cargo y cualquier participación en la violencia de amenazas relacionadas con la administración de las elecciones”.
El secretario de Estado de Georgia, el republicano Brad Raffensperger. Foto: 11alive.
Existe incluso la posibilidad de un tercero, promovido por el fiscal general de Washington D.C., Karl Racine, quien está considerando presentarle a Trump cargos por incitación a la violencia en los sucesos del Capitolio. En declaraciones a MSNBC, Racine dijo que la “conducta de Trump antes de que la mafia irrumpiera en el Capitolio era relevante”. Por un conjunto de argumentos técnicos que no viene al caso discutir aquí, este parece no tener muchas perspectivas de prosperar. Lo cierto es, sin embargo, que un dictamen legal afirmativo —es decir, una condena— en los casos mencionados o en otros que puedan presentarse en el futuro contra Trump redundaría en lo que no pudo lograrse en el Senado: su inhabilitación política.
Finalmente, la demanda más reciente presentada ayer 18 de febrero se deriva del presunto papel de Trump en el motín en el Capitolio el 6 de enero. El representante Bennie Thompson, demócrata de Mississippi y presidente del Comité de Seguridad Nacional de la Cámara, presentó un pleito civil federal alegando que Trump y su exabogado personal, Rudy Giuliani, junto con los Proud Boys y los Oath Keepers —dos grupos de la extrema derecha— conspiraron para incitar los actos terroristas en el edificio federal mientras los legisladores contaban los votos del Colegio Electoral.
Para un sector de una sociedad profundamente dividida, todo lo anterior no hace sino tributar a una reflexión de Alexander Hamilton: “Cuando un hombre sin principios en la vida privada, desesperado en su fortuna, audaz en su temperamento, despótico en su comportamiento ordinario, conocido por haberse burlado en privado de los principios de la libertad, cuando se ve a ese hombre montar el caballo de batalla de la popularidad, unirse al grito de peligro para la libertad, aprovechar cada oportunidad para avergonzar al Gobierno General y ponerlo bajo sospecha, adular y caer con todo el sinsentido de los fanáticos de la época, con justicia se puede sospechar que su objetivo es confundir las cosas para que pueda cabalgar sobre la tormenta y dirigir el torbellino”.