Al establecimiento del matrimonio gay en Estados Unidos no se llegó sobre un lecho de rosas. En ese largo y sinuoso proceso, uno de los primeros casos documentados fue el del estudiante de Leyes Richard Baker y el bibliotecario James McConnell. En 1970, un año después de los disturbios de Stonewall, la pareja pidió una licencia de matrimonio en Minnesota. Como era de esperarse, las autoridades rechazaron su solicitud, porque eran del mismo sexo. Baker y McConnell apelaron, pero la Corte Suprema de ese estado confirmó la decisión del juez de primera instancia en Baker vs. Nelson (1971). Volvieron a apelar (1972), pero la Corte Suprema de Estados Unidos se negó a escuchar el caso por “falta de una cuestión federal sustancial”. Este fallo impidió que los tribunales federales dictaminaran sobre el matrimonio entre personas del mismo sexo durante décadas, dejando la decisión en manos de los estados.
Pero el panorama comenzó a mostrar ciertas fisuras durante los años 80 y 90. En 1989, en San Francisco se aprobó una ordenanza permitiendo que las parejas homosexuales y las heterosexuales no casadas se registraran como parejas de hecho, lo cual les otorgaba derechos legales específicos y otros beneficios. Y en 1992 se aprobó lo mismo en el distrito de Columbia. Pero en 1993 sobrevino algo importantísimo: la Corte Suprema de Hawaii dictaminó que la prohibición del matrimonio entre personas del mismo sexo podría violar la Cláusula de Igual Protección de la Constitución de ese estado (Baehr vs. Mike). Fue la primera vez que un tribunal de ese rango avalara legalizar el matrimonio homosexual. Presentada por una pareja de gays y dos parejas de lesbianas a quienes les habían negado las licencias de matrimonio, al final del día la demanda fue desestimada. Pero se crearía un nuevo precedente.
La entrada al nuevo siglo traería nuevos desarrollos en esta área. En 2000, Vermont se convirtió en el primer estado en legalizar las uniones civiles, un status legal que proporcionaba la mayoría de los beneficios del matrimonio a nivel estatal. Cuatro años más tarde, en Massachusetts, cayó un rayo sobre la tradición al convertirse en el primer estado en legalizar el matrimonio homosexual. En el caso Goodridge vs. Departamento de Salud Pública, la Corte Suprema de ese estado dictaminó que las parejas del mismo sexo tenían derecho a casarse y por consiguiente el 17 de mayo de 2004 el estado comenzó a emitir licencias de matrimonio para gays y lesbianas. Pero inevitablemente la decisión hacía ruido con la norma federal, que iba en sentido contrario. En efecto, la Ley de Defensa del Matrimonio (DOMA, por sus siglas en inglés), ley federal aprobada por el 104º Congreso y firmada por el presidente Bill Clinton en 1996, definía al matrimonio como la unión de un hombre y una mujer, y permitía que los estados se negaran a reconocer los matrimonios entre personas del mismo sexo efectuados bajo las leyes de otros estados.
En 2007, una pareja de lesbianas neoyorkinas (Edith Windsor y Thea Spyer) se casaron en Ontario, Canadá. El estado de Nueva York reconoció el matrimonio, pero el gobierno federal no, por las razones ya mencionadas. Cuando Spyer murió, en 2009, le dejó su patrimonio a Windsor. Como el matrimonio no fue reconocido federalmente, Windsor no calificó para la exención de impuestos como cónyuge sobreviviente (de haber sido un hombre hetero casado o una mujer hetero casada no hubiera habido ese problema). El Internal Revenue Service (IRS) le impuso entonces 363.000 dólares en impuestos. Pero a fines de 2010 Windsor le colocó una demanda al gobierno.
En 2010 Massachussets dictaminó que la Sección 3 de la DOMA era inconstitucional. En 2012, por primera vez en la historia los votantes de Maine, Maryland y Washington, —no sus jueces o sus legisladores—, aprobaron enmiendas constitucionales para permitir el matrimonio entre personas del mismo sexo.
Ese mismo año, la Corte de Apelaciones del Segundo Circuito de Estados Unidos dictaminó que la mencionada Sección 3 de la DOMA violaba la cláusula de igual protección de la Constitución, y la Corte Suprema accedió a escuchar los argumentos del caso United States vs. Windsor. Al año siguiente (2013), el más alto tribunal de la nación falló a favor de la demandante y anuló la Sección 3. Ya se estaba haciendo Historia.
Obergefell vs. Hodges
James Obergefell y John Arthur James presentaron una demanda contra la negativa del estado de Ohio a reconocer el matrimonio entre personas del mismo sexo en los certificados de defunción. Ambos se habían casado legalmente en Maryland en 2013. James padecía de una enfermedad terminal, murió varios meses después de empezado el litigio. Debido a la leyes de Ohio, los demandantes creían que los funcionarios estatales se negarían a aceptar que James estaba casado en el momento de su muerte y que Obergefell era su cónyuge.
Presentaron el caso el 19 de julio de 2013 en el Tribunal del Distrito Sur de Ohio. Un juez otorgó una orden de restricción temporal requiriendo que el estado reconociera el matrimonio en el certificado de defunción. El 26 de septiembre de 2013, los involucrados presentaron una demanda agregando a varios demandantes adicionales, en total seis, procedentes de los estados de Michigan, Ohio, Kentucky y Tennessee, con iguales o similares problemas.
Sostenían que la práctica de negar el reconocimiento de matrimonios realizados legalmente en otros estados en certificados de defunción era inconstitucional y solicitaron una orden judicial para detenerla. El 23 de diciembre de 2013, un juez sostuvo que la negativa de Ohio a reconocer los matrimonios entre personas del mismo sexo realizados en otros estados violaba el debido proceso sustantivo y los derechos de igualdad. También declaró inconstitucional la prohibición de reconocer los matrimonios entre personas del mismo sexo realizados legalmente fuera de Ohio.
Pero la Corte de Apelaciones del Sexto Circuito de Estados Unidos revocó su decisión al sostener lo contrario, es decir, que las prohibiciones de los estados sobre el matrimonio entre personas del mismo sexo y la negativa a reconocer los matrimonios celebrados en otros estados no violaban los derechos de las parejas de la Enmienda 14 a la igualdad de protección y al debido proceso.
Finalmente, entró en el juego la Corte Suprema. Habiendo aceptado el caso, el 26 de junio de 2015 dictaminó, en una decisión histórica, que la Enmienda 14 requería que todos los estados autorizaran los matrimonios entre parejas del mismo sexo y reconocieran a todos los matrimonios concertados legalmente fuera del estado. Un fallo muy divisivo: 5-4.
Hablando por la mayoría, el juez Anthony Kennedy escribió que el derecho a casarse era un derecho fundamental “inherente a la libertad de la persona” y por consiguiente estaba protegido por la cláusula del debido proceso, que prohíbe a los estados privar a cualquier persona de “la vida, la libertad o propiedad sin el debido proceso de ley.” En virtud de la estrecha conexión entre libertad e igualdad, el derecho al matrimonio también estaba garantizado por la cláusula de igual protección, que prohíbe a los estados “negar a cualquier persona… la igual protección ante las leyes”.
Kennedy argumentó: “las razones por las que el matrimonio es fundamental“, incluida su conexión con la libertad individual, “se aplican con igual fuerza a las parejas del mismo sexo“. Esas consideraciones, concluyó, obligan a la Corte a sostener que “las parejas del mismo sexo pueden ejercer el derecho fundamental a contraer matrimonio“.
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No por azar aquel fallo enfatizó un elemento de la mayor importancia y actualidad, válido incluso para otros contextos: quienes “se adhieren a doctrinas religiosas pueden continuar defendiendo“ sus convicciones en el sentido de que “por preceptos divinos no debe tolerarse el matrimonio entre personas del mismo sexo“. La Primera Enmienda les permite ese derecho y los protege. También protege el ejercicio de su religión: la decisión no exige que ninguna religión implemente o reconozca la unión entre personas del mismo sexo, ni que cualquier individuo opuesto esté obligado a participar personalmente en esa unión.
A su opinión se unieron los jueces Stephen Breyer (1938, recién jubilado de Suprema), Ruth Bader Ginsburg (1933-2020), Elena Kagan (1960) y Sonia Sotomayor (1954). La opinión disidente principal estuvo a cargo del presidente del Tribunal Supremo, John G. Roberts (1955), el mismo que cumple esa función hoy. Se le sumaron los jueces conservadores Antonin Scalia (1936-2016) y Clarence Thomas (1948), quienes también dejaron constancia de sus propios votos en sentido opuesto, al igual que el juez Samuel A. Alito (1950), este último una de las voces cantantes a la hora de anular Roe vs. Wade.
Una vez logrado lo anterior, el juez Clarence Thomas escribió que ahora sus colegas deberían “reconsiderar“ otros derechos establecidos por ese tribunal, incluido el acceso a la anticoncepción y el matrimonio gay. “En casos futuros deberíamos reconsiderar todos los precedentes sustantivos del debido proceso de este tribunal, incluidos Griswold, Lawrence y Obergefell”, anotó refiriéndose a opiniones históricas que impidieron a los estados prohibir la anticoncepción [Griswold vs. Conneticut, 1965], el sexo entre homosexuales [Lawrence vs. Texas, 2003] y el matrimonio gay [Obergefell vs. Hodges, 2015]. “Después de anular estas decisiones demostradamente erróneas“, enfatizó, “quedaría la pregunta de si otras disposiciones constitucionales garantizan la variedad de derechos que han generado nuestros casos sustantivos de debido proceso“.
Se dirá que no fue escoltado por el resto de los conservadores; el problema es que son demasiado inteligentes como para anunciar de un planazo todo lo que quieren desmontar. Pero, sin dudas, a eso y más se dirigen, fortalecidos por los nominados por Donald Trump y alterando el equilibrio y el balance interno de la Corte durante largo tiempo.