A inicios de semana “la luz” volvió a la calle Ocho. Luego de un cierre casi total de un año por la pandemia muchos establecimientos de sano esparcimiento tuvieron que despedir a todo el mundo y cerrar puertas. Hasta el histórico parque del Dominó fue clausurado dejando a varios viejitos sin un lugar donde socializar.
Pero las cosas están volviendo a la normalidad. El parque del Dominó es, quizás, el espacio más popular de la emblemática calle.
El lunes pasado la alcaldía de Miami decidió reabrirlo en un acto que sonó algo así como a un disparo de salida en una Olimpiada con la asistencia de centenares de personas. Todos risueños, felices y rejuvenecidos. Algunos como si estuvieran allí por primera vez.
Fue un disparo de salida porque esa ceremonia llevó a reabrir sus establecimientos a muchos dueños de restaurantes, bares, tiendas de discos y de recuerdos, alguna que otra galería de arte, barbería o la única “típica” bodega cubana que, curiosamente, tiene colgada a la entrada una jaba plástica transparente con un cartel que dice “vender” dos pececitos invisibles del Polo Norte.
La reapertura del parque del Dominó, menos conocido por su nombre oficial de parque Máximo Gómez, normalmente recibe decenas de jugadores al día. La mayoría son fieles allí diariamente desde el siglo pasado, cuando la ciudad lo inauguró en 1976 a un costo de 116 000 dólares.
Atilio Gómez, de 67 años, llegó a Miami más o menos por esa época y un primo lo llevó a conocer el parque. Desde entonces no quiere otra cosa . Décadas después dice, con orgullo, que a todos sus amigos “de verdad” los conoció en el parque. “Son muchas horas juntos y hablamos de todo. Además, las mujeres nunca vienen y así estamos mejor”, explica con una mirada de jocosidad en el rostro.
Cuando se enteró de que el parque iba a reabrir sus puertas, Atilio no lo dudó: canceló un almuerzo en casa de su hija y para allá fue. La algarabía que formó al volver a rencontrarse con los socios es difícil de describir. Abrazos, efusivos por supuesto, preguntas sobre lo que hicieron todos este año e interrogantes sobre la vacunación. Descansó más cuando supo que todos están vacunados. Se alegró de que ningún conocido falleciera por el coronavirus y, muy importante, le recordó a todos quién iba ganando en el improvisado campeonato de dominó que estaban disputando antes del cierre. Era él. Esos campeonatos no son por dinero, la reglas del parque lo imponen pero algo, admite, ponen sobre la mesa para estimular: unos discretos frijoles que equivalen cada uno a una cerveza.
Delante del parque hay un centro musical que se llama Cuba Ocho. Es una mezcla de galería de arte, café concierto o peña literaria. En 2016, cuando el ex presidente Barack Obama fue a La Habana, alguien colgó en la pared un retrato suyo abrazando una bandera cubana. Un gesto interesante. Porque en medio del corazón de la Pequeña Habana, donde las críticas al deshielo se hicieron sentir, nadie pareció chocado por la imagen.
Recuerdo las palabras de un parroquiano en esos días: “son otros tiempos”. Y de cierta manera lo siguen siendo. La reapertura de la Calle Ocho es, sin dudas, una imagen palpable del renacer de una ciudad. Porque la calle es, quizás, el único espacio en Miami donde se concentra un ejemplo de una sociedad que no ha de morir, aunque apartada de sus raíces.
Han vuelto, al fin, el viernes cultural, cuando las galerías sacan sus artistas a la calle; los restaurantes y bares contratan a músicos y cantantes. Y la gente logra detener el tráfico porque sacan a sus parejas a bailar en medio de la calle. “Desde el coronavirus ese que no bailaba”, dijo Yanelis. Ahora “vamos a bailar para siempre. La calle Ocho ha derrotado esta mierda”. Parece que sí, desde el lunes pasado por la noche es casi imposible encontrar un estacionamiento.
“¡Azúcar!”, gritan muchos. Y Celia toca de fondo.