Sucedió hace un mes. Pero todavía lo vivo como si fuese hoy.
El camarero que trabaja en la cafetería, un bromista habitual, me comenta que se acaba de producir un atropello múltiple en Barcelona. Nunca le hago caso. Él no se cansa de fastidiar a la gente con su sano sentido del humor, a medio camino entre lo escatológico y lo terrorífico. Cuando insiste, con una cara de circunstancias que nunca le había visto, me pongo serio. Enciendo el televisor del bar. Están transmitiendo en vivo la tragedia.
Las primeras imágenes de las vidas humanas cercenadas en Las Ramblas de Barcelona por un conductor asesino son dantescas, pero también demasiado recurrentes en otras partes del mundo. En principio, los que más me preocupan son los amigos y conocidos cercanos. La matanza forma parte del día a día mediático desde que tengo uso de razón. No me extraña lo ocurrido. Casi se veía venir.
Lo intuíamos todos por igual, aunque insistiéramos en que estábamos a salvo, pensando –grave error de apreciación–, que en Barcelona no sucedería nada porque esta es una ciudad bella, cosmopolita, respetuosa, segura, tolerante, un santuario para los desterrados y emigrantes de medio mundo; una urbe genial que duerme con los brazos y los ojos abiertos, capaz de acoger a cuanto forastero se acerque a sus calles y plazas, sin discriminaciones ni recelos, porque forma parte de su esencia permisiva.
No importa que sean borrachines del Reino Unido, norteamericanos solventes, alemanes circunspectos, turistas todos, pero también africanos subsaharianos, caribeños continentales e insulares, musulmanes del Magreb y Medio Oriente, chinos, paquistaníes, siempre dispuestos a vivir la ilusión de la siesta española, pero también la fantasía catalana posmodernista, de la República Estrellada.
Hace unos meses el atropellamiento con un camión, en Niza, aún estaba fresco en la memoria. El de Londres con un vehículo suburbano. No estaba lejos la posibilidad de un atentado en Barcelona, la capital turística de España, receptora de al menos de 15 millones de visitantes al año, y también centro de acogida o cuna de medio millón de musulmanes, la comunidad más grande de su tipo en la península.
Ese jueves estaba trabajando y no me pude mover de mi puesto ni un segundo. En la recepción de un hotel de pocas estrellas, en la Costa Dorada, en plena temporada alta, no hay tiempo para nada. Entran y salen clientes a ser atendidos con eficiencia, prontitud, buena cara, no importa que afuera se esté acabando el mundo.
A lo único que atiné fue a conectarme a la radio desde el móvil. El director del hotel, previsor, apagó la TV y sintonizó música de elevador. Un par de clientes, musulmanes, habituales del lugar, de los que se pasan toda la tarde libando una taza de café negro, casi se esfuman en el aire. Hicieron acto mágico de desaparición; marcharon sin responder mi saludo de cortesía.
Son dos señores agradables con los que conversaba a cada rato, sobre todo de la Liga Española de Fútbol. Son seguidores del Real Madrid de CR7 y yo del Barcelona de Messi, pero eso nunca nos impidió dialogar sobre el tema. Son gente buena, cordial, con el don de la paciencia y la reflexión pero también avispada, al punto de saber que pronto se podría desatar una oleada de odio colectivo contra el Islam y sus fieles; que podrían pagar justos por pecadores. Ellos entre los primeros. No han vuelto al hotel desde entonces.
En lo que salgo del trabajo y casi llego a casa se agolpan los acontecimientos. Vivo en Tarragona, en la capital provincial, a pocos kilómetros de La Pineda, Salou y Cambrils, sin duda, los balnearios más concurridos y populares de Cataluña. Confluyen allí miles de turistas de España, y el mundo, atiborrándose de arena, playa y sol; de alcohol, drogas y música cuando llega la medianoche. Están en su derecho. Pero también hay familias enteras que disfrutan del verano mediterráneo por el placer de la experiencia, el clima, la dieta, los lugareños.
Aunque se estableció el operativo antiterrorista para detener al conductor de la furgoneta, el hombre estará varios días en paradero desconocido. Ni siquiera las autoridades estaban seguras de su identidad, aunque sospechaban que se podría tratar de un joven musulmán radicalizado. En las autopistas y carreteras los controles de seguridad congestionan y ralentizan el tráfico vehicular hasta la inmovilidad casi absoluta. Aparece muerto a puñaladas un cooperante español que se supone fue secuestrado por el terrorista cuando escapó a pie hasta las afueras de Barcelona. Una agente fue arrollada durante la persecución.
Se piensa de inmediato en una célula dormida que ha hibernado durante años, o en un grupo de extremistas regresados después de hacer la yihad en Siria e Iraq, pero no es así. Los primeros indicios señalan en una dirección diferente. Esa noche, en uno de los controles de tránsito, se desata la locura automática. Algunos miembros del grupo, al verse cercados, aceleran para eludir el retén. Atropellan a otra agente y a varios viandantes antes de chocar con un coche patrulla y volcar. Salen bien pertrechados de cuchillos carniceros y un hacha, pero no les sirve de nada. Un pistolero alegre, veterano de la Legión Española, se los come a disparos uno a uno, con la efectividad fría de un tiro al blanco. Será el héroe anónimo que todos querrán conocer, sin conseguirlo.
En cuanto llego a casa me conecto de inmediato y reporto a través de las redes sociales que estoy bien. Hablo con mis amigos de Barcelona y me tranquilizo. Enciendo la TV y sigo al momento los últimos reportes noticiosos. La televisora pública catalana ha entrado en bucle y repite la misma cantilena una y otra vez.
Han perdido el sentido de la orientación y descuidan, no se dan por enterados, de lo que está ocurriendo en ese instante a poco más de cien kilómetros al sur de Barcelona, en Cambrils, donde el comando terrorista acaba de ser abatido en pleno por los tiros de la policía. La conexión es incoherente y tardía. Digo comando a falta de una palabra mejor para describir a los cinco hombres menores de 25 años que a bordo de un Audi y solo provistos de armas blancas consiguieron aniquilar una mujer y sembrar el pánico antes que los mataran.
Por la mañana la vida sigue. En Cambrils, a cien metros de la rotonda mortal, los turistas disfrutan de la playa y se lanzan fotos con los policías desplegados. No parece que la noche anterior hubiesen abatido a tiros a cinco personas justo en ese lugar. Es mayor el morbo que la pesadumbre de los visitantes de paso, inmunes a la conmoción nacional, renuentes a dejarse robar las vacaciones de verano por la cual han pagado muchos dólares o euros con antelación. Compruebo una vez más que el turista ocasional que llega desde cualquier parte es un animal inerte, insensible, una especie invasora desprovista de sentimientos que nunca dejará escapar la oportunidad de tomar algunas fotos brutales. O el sol en la playa.
Los días subsiguientes son de apoyo y duelo por las víctimas mortales y los heridos, pero también de muchas angustias sin respuestas claras ni evidentes. Al grito de No tinc por el pueblo de Barcelona y Cataluña se lanza a las calles. Esta ciudad ha vivido mucho a lo largo de su historia para dejarse amedrentar. Se levantan altares espontáneos en cada rincón de Las Ramblas.
Se generan y potencian muchas pero siempre viejas tensiones políticas pendientes entre el gobierno central español y el de la Generalitat de Cataluña. Se entrecruzan acusaciones de ambas partes buscando un culpable mientras otras preguntas, mucho más importantes, quedan en el aire.
¿Cómo es posible que un grupo de chicos musulmanes nacidos en Cataluña, integrados al punto de hablar árabe, castellano, catalán, sean capaces de radicalizarse a fondo en tan poco tiempo, gracias a la estrategia de captación y persuasión de un Imán con antecedentes penales por tráfico de drogas y monitoreado por las agencias de la seguridad del estado?
¿Cómo es posible que nadie haya logrado detectar con antelación, en medio de una sociedad controladora y policial, lo que tramaban a discreción, cuando el día antes una explosión de bombonas de gas butano había destruido un chalet en una zona residencial?
¿Cómo fue que nadie se puso en alerta máxima con un suceso para nada casual, más cuando habían sido advertidos?
¿Qué métodos subrepticios tan eficaces empleó el Estado Islámico en Europa para reclutar efectivos inexpertos pero dispuestos al martirio en favor de Alá?
Han pasado cuatros semanas desde el atentado y todo ha vuelto a la normalidad.
Cada día, a pesar de las protestas de brazos parados de los trabajadores de seguridad del Aeropuerto Prat, decenas de miles de turistas desembarcan vía aérea en Barcelona. Cada día, a pesar de las protestas de los taxistas ante el empuje pirata de plataformas como Uber y Cabify, los turistas siguen acosando Barcelona sin descanso.
Cada día, a pesar de las manifestaciones, ahora y desde hace años, de los vecinos insomnes del Rabal y el Barrio Gótico, y del ánimo exacerbado en las llamas del nacionalismo por el posible referendo por la independencia de Cataluña, los turistas siguen llegandooooo.
El turista, a pesar del terror y el suspense, no se detiene ante nada. Ellos, por la razón que sea, tampoco sienten miedo.