La tardenoche de ayer domingo la pasé con una amiga cubana de visita en Madrid. Nos encontramos a la hora dorada en que el sol corona la fachada de los edificios. Caminamos más o menos sin rumbo admirando la ciudad hasta que decidimos entrar a un café. Después de un buen rato conversando, al salir, nos sorprendió la noche y el diseño espectacular de las luces de Navidad en la Plaza de Canalejas.
Un cielo raso de colores brillantes sobre nuestras cabezas despertó una alegría instantánea y somera que logró aliviar algo de la angustia punzante tras una tertulia sobre Cuba.
Seguimos avanzando hacia la Puerta del Sol para terminar el encuentro, y al llegar allí nos dimos cuenta de que, durante los pocos minutos de nuestro corto recorrido, este 7 de enero, como estaba previsto, alguien accionó el botón de apagado.
Fuimos testigos distraídas del punto final de una gran fiesta. El árbol de 35 metros en Sol no era ahora más que una armazón oscura en medio del ajetreo de la multitud, en sus bajos.
Comentamos el hecho sin trascendencia, como algo curioso para nosotras, con tan poca costumbre de estas “iluminaciones”.
Como en Madrid, en muchos otros sitios del hemisferio norte y hasta del sur, pasado el Día de Reyes, se cierra este capítulo. Pero es solo un breve descanso, porque ya se aproxima un nuevo jolgorio.
Pronto, una y otra vez, habrá un nuevo motivo para sacar a las personas de sus casas, a las calles y plazas, para estimular las compras y los regalos, los viajes, la diversión; las chucherías, la buena mesa y el vino (o sus variantes); la reunión de amigos, de familias; en los pueblos y en las grandes ciudades.
En febrero llegarán los carnavales. Los bazares chinos ofrecen disfraces y accesorios de usar y tirar. En los colegios los niños y sus profesores planifican sus presentaciones en el patio: preparan manualidades y ensayan coreografías. Los Ayuntamientos de cada municipio destinan partidas a fiestas públicas, música en vivo, parrandas y desfiles. En algunos casos habrá mercadillos con artesanías, comidas regionales, libros…
Unas semanas después, a finales de marzo, corresponde a la Semana Santa, otra ocasión que tiene cada vez menos de beatos conmemorando la pasión de Cristo, y cada vez más de fiesta popular, turismo y oportunidad para mover toneladas de dinero.
Y esa, en lo profundo, es su razón de ser y su oportunidad de sobrevida. La motivación religiosa languidece en un país en el que solo el 52 % de la población se declara hoy católica en contraste con el 90 % que decía serlo en 1978.
Había que ver las caras largas en televisión cuando, en 2020, durante la pandemia, fueron entrevistados aquellos que se quedaron con todo listo sin poder celebrar la Semana: como si se hubiera desplomado hasta el subsuelo Wall Street.
Porque la Semana Santa, así como la inmensa mayoría de las fiestas, celebraciones y tradiciones, en España y en todo el mundo, son, sobre todo, un gran suceso económico. De la mayor importancia sobre todo en un país que vive del turismo.
Solo en Andalucía, durante la Semana de 2023, se hospedaron más de 1,3 millones de visitantes, fundamentalmente en Sevilla, Málaga y Granada.
Es un gran momento para productores, comerciantes, hosteleros, transportistas, empleados fijos y temporales… Todos se “mojan” y se van con la bolsa llena, o al menos estimulada, y listos para reiniciar sus ciclos económicos.
Cuando vi que ayer se apagaron las guirnaldas pensé en eso: en que el año que viene de nuevo se encenderán, sin duda. Lo garantiza la ley de oferta y demanda.
Y pensé en Cuba, sin luces.
Durante décadas, el sostenido estrechamiento y casi borrado del mercado, por la acción combinada del decreto y la escasez, nos ha traído este apagón de celebraciones populares.
Las relaciones de mercado, que siempre podrían ser reguladas y conducidas con vocación social, articulan en buena medida el interés general. Y eso significa, entre nosotros, no solo seguridad económica y social, dignidad y justicia, sino también fiesta y alegría.
Salvo las honrosas excepciones de parrandas y carnavales en pequeñas ciudades de interior, Cuba se ha quedado bastante muda. Las viejas tradiciones apenas se sostienen.
En La Habana, donde deberían brillar tanto como para que se vieran desde el cosmos, los carnavales siguen siendo una caricatura grotesca de lo que fueron hace muchos años.
La organización centralizada, presupuestada, y la escasísima participación popular en la toma de decisiones, trajo estos lodos.
La falseada idea de que socialismo es igual a estatismo nos hizo más dependientes y más pobres. La iniciativa y el interés económico fueron cauterizados. Hoy renacen.
Pero “fiesta” en Cuba no puede seguir siendo interpretado, fomentado y vivido como borrachera colectiva, reguetón, estridencia, en una carpa al aire libre. Hay más vida.
Durante las últimas décadas se crearon nuevas tradiciones de las que la gente pudo apropiarse y cuyo esplendor hoy extrañamos. Nos convertimos en consumidores de cine latinoamericano y literatura, de teatro y ballet.
Varios eventos llegaron a marcar el calendario de las celebraciones anuales. Muchos de ellos —junto a los de toda la vida: carnavales, parrandas, romerías, navidades— necesitan renacer, con infraestructuras remozadas, multiplicadas, y multitudes participando con un propósito de rentabilidad claro y decidido. Nada de eso caerá del cielo.
Nuestras fiestas —que no tienen que ser copiadas ridículamente, con nieve falsa y el Papá Noel con “nariz de cervecero” llegando en trineo al Malecón— pueden y deben ser una oportunidad de mercadeo para ofrecer al mundo nuestra alegría cuando estemos alegres.
Así es como lo hacen en Río de Janeiro y Venecia; en Oruro y Colonia; y como siempre ocurrió en Santiago de Cuba y en La Habana; y en cada pequeño pueblo o capital de provincia en que la sociedad civil y el empresariado local veía una oportunidad para “mover” los negocios.
No defiendo el consumismo. Sería estúpida tal acusación cuando hablamos de una Cuba sumida en una profunda crisis de oferta y una desigualdad creciente.
Tampoco creo en que el mercado per se asegure el bien común. Ni que la iniciativa privada pueda encargarse por sí sola de todo sin regulaciones, políticas públicas y reglas del juego claras, transparentes y respetadas.
Pero no saldremos del pantano si no reivindicamos el consumo y el bienestar material como una de las motivaciones fundamentales para la finalización de ciclos productivos, para la creación de riqueza, empleo, innovación, desarrollo e independencia… Todo junto, como un gran cóctel.
La música, el baile, el arte repartido, la comida sabrosa y el deseo de estar juntos no puede basarse en el arbitrio preponderante o exclusivo de unos ministerios y un presupuesto centralmente acordado.
Con menos prejuicios y limitaciones, abriendo oportunidades de negocio, con una visión más inclusiva, Cuba podría ser una fiesta perpetua.
Ese renacimiento tiene mucho que ver con que todas las fiestas se conviertan en sucesos económicamente significativos para la diversidad de actores que puedan concurrir. Y un derrame de beneficios para la totalidad de la economía. Así, quizás, vuelvan las luces.
Desgarrante. Un grupo de cultores deberían comenzar a rescatar paulatinamente nuestras tradiciones más autóctonas y “construir” otras nuevas, pero propias. Hay que rechazar el “decreto”.
Saludos, alégrate del socialismo dónde te haz hecho persona, y hayas aprendido a pensar. De estar en Haití o Colombia ” revindicando el consumo que quieres en dónde naciste, el sol no te iba a dar”, daslo por más que seguro.