Hace unas horas estuve atrapado en mi primer atasco en la Florida. Ni idea de por qué ocurrió. Conté 44 minutos detenido a la altura de la 40 y la 82. Justo al lado, tenía una camioneta propiedad de TWC Services. De modo que me sobró tiempo para observar su logo y pensarlo de todas las maneras posibles. Una imagen agridulce.
Puede pensarse que por vivir en el país más poderoso del mundo, con la economía más dinámica, con un sistema publicitario impresionante, estamos a salvo de este tipo de imágenes. Pues no lo estamos. Por el contrario, ahora que paso mucho tiempo en las autopistas veo infinidad de estas camionetas con la misma cantidad de logos precipitados y dudosos. También voy intuyendo los por qué.
La mayoría de los que me arrugan la nariz provienen del mundo de los servicios. Listar los más comunes en esta ciudad es muy sencillo. Plomería, electricidad, aires acondicionados, construcción, carpintería, limpieza y jardinería. Muchísimos. Millones de emigrantes han llegado en los últimos diez o veinte años a Miami. Muchos de ellos con oficios. Unos más inteligentes o emprendedores que otros. Todos empezamos trabajando duro, por cierto. Cuando aquí cerramos los ojos más de lo necesario, apenas dos o tres minutos, ya vamos detrás. Empezamos a trabajar para los que duermen poco y no se cansan nunca. Que no siempre llegan con una gran cultura o con estudios en el campo de las humanidades. No se mueven con comodidad en el sistema de representaciones simbólicas, en lo estrictamente representacional. Por decirlo de otra manera: les costará más entender una película de Bergman, un cuadro de Chagall o Picasso, o una sinfonía de Igor Stravinsky o de Dmitri Shostakovich —yo prefiero escuchar un tren pasando. Están lejos de tener claro qué es buen diseño. Probablemente ni siquiera entienden para qué sirve.
En cambio dominan perfectamente cómo ser rentables o productivos. Están al tanto de que es necesario un logo para bordar o imprimir en las camisetas que usarán sus trabajadores. Para coronar las facturas, para decorar las camionetas, ser visibles y reconocibles, en principio. Quienes trabajan duro suelen pasar por alto las florituras de la existencia. En su ‘Weltanschauung’, en el modo en que conciben su corpus simbólico, el diseño es algo un tanto superfluo. Entenderlo y mucho más producirlo, necesita no poca cultura visual y prestar atención al mundo del espíritu o a lo que no es cuantificable.
No es de extrañar tampoco que acepten logos de calidad promedio, de rápida factura, sencillos y baratos. Como pasaba en La Habana, también aquí sobran los sobrinos que le saben al asunto. Proliferan los Signs Shops, locales más bien orientados a la producción, donde se hace el diseño que se hace, siempre subordinado a las expectativas de los clientes. Yo diría que demasiado. Una amiga que trabaja en uno de estos talleres me confesó hace un tiempo que se consideraba básicamente una extensión orgánica de la computadora. Tenía casi su mismo nivel de decisión.
Este logo resume toda esta historia a la perfección. Uno rústico que sin embargo, observa las proporciones con suma delicadeza. Como si el autor solamente acotara exquisitamente el boceto del comitente. Los espacios negativos son perfectos. Incluso es posible adivinar una simpática carita dentro del conjunto. Pero la ausencia total de curvas lo hace antediluviano, el outline o el borde negro del juego tipográfico, cándido. Acierta en la frialdad del azul al menos. Lo peor es el gustito a logotipo decrépito. De cuando se realizaban con cartabón y plumilla, cuando el diseño de identidad como lo conocemos hoy era una ciencia tan furtiva como la alquimia.
Uno de mis profesores del Instituto Superior de Diseño, a inicios de los noventa aseguraba que un buen logotipo dependía fundamentalmente de la simetría. Para él, cualquier punto de partida desde la axialidad era válido. Y sin duda, para la época y su contexto, cuando todos nuestros logos se construían a partir de caimanes y palmas reales, soles y sombreros caribeños, esta estilización casi nórdica podía considerarse un susurro del futuro. Desde esa geometría era posible intuir la relevancia de la informática recién aplicada al diseño. Pero han pasado treinta años ya. A los cuáles, hay que sumar los diez o quince que teníamos de retraso. Aquellos logos, en su momento interesantes lucen ahora muy anticuados, desfasados. Todavía lejos de la cálida elegancia que regala el vintage.
Las circunstancias afectan la manera en que valoramos la experiencia. Hoy siento un poco de respeto por estos modos porque no todo lo que tienen detrás es necesariamente deficiente. Veo además el trabajo duro, esperanzas, intención de progreso. Veo también, ojo, todo lo desgraciado que veía antes. Pero el tiempo nos abre un poco más los ojos, rechaza los juicios sumarios. He aprendido que detrás de un logo horrible puede haber una voluntad de trabajo indoblegable. No es un descubrimiento para llamar a mi madre de madrugada y contarle. Compartirlo con los que siguen estos textos, los de siempre y los que recién llegan sí que vale la pena.