El Ministerio

El negocio de la muerte es como cualquier otro. Instrumentalizado su tránsito, lo ha llenado de costosos rituales.

No se ha andado con chiquitas la muerte en los últimos días. La frase, que pudiera venir del mundo de los naipes, refiere al jugador que no pierde tiempo en apuestas pequeñas ni presta atención a las cartas de poco valor. La muerte nos ha arrebatado en un par de semanas a dos seres singulares. Atípicos, cada uno en su entorno, dejarán huellas indelebles en los que conocieron. En mi caso, reservo un espacio especial en mi corazón sobre todo para Fina García Marruz.

Tuve la suerte de conocerla a principios de los 2000, cuando diseñaba la revista La Isla Infinita, dirigida por Cintio —y aún más por su nieto José Adrián. Nos reuníamos ocasionalmente en el apartamento que Fina y Cintio compartían en Línea y Paseo. El patriarca acaparaba la charla y sus anécdotas sobre los resplandores del ayer nos mecían como olas. Fina aparecía de cuando en cuando como una brisa que refrescaba la inclemencia del sol de su mundo moral. Traía batidos y dulces que mandaba a buscar al Pain de París de los bajos. No recuerdo haberla escuchado subrayar o acotar una sola oración a Cintio. Tenía debilidad por Gilma García, —mi esposa en aquel entonces—, también poetisa, y yo la veneraba. Tardes inolvidables de repasar la historia por las notas al pie de página.

Pensar en la muerte es inevitable. Como lidiar con ella. En algún momento entre el cuerpo físico y su memoria debemos interactuar con sus profesionales. Porque el negocio de la muerte es como cualquier otro. Instrumentalizado su tránsito, lo ha llenado de costosos rituales. Son empresas y necesitan una imagen y un logo como todas.

Estuve repasando algunos y casi todos apuestan por su costado más amable y metafórico: el concepto de tránsito. Pocos se atreven a referir al lastre categórico de la losa. Casi todos estos del mundo anglosajón. Los latinos son mucho más alegóricos en sentido general. Prefieren reproducir la travesía, la increíble aventura del desapego y la liberación definitiva del alma. Queremos ver a nuestros muertos ascender en espíritu y regresamos sus restos mortales a la tierra. Este recorrido se representa a menudo como una paloma.

Desde el viejo testamento, la paloma alcanza connotaciones benignas o positivas. Cuenta que Noé la envió en busca de tierra firme y regresó con una rama de olivo como evidencia de la renovada hospitalidad de la tierra. El olivo fue venerado mucho antes del cristianismo. De hecho, por todas las civilizaciones que conocieron su fruto. Con ella se premió a los campeones de Juegos Olímpicos griegos. La paloma es hoy, por encima de todo, un símbolo de paz.  

En muchos de estos logos la paloma retiene aquella rama del olivo primordial. Pudiera parecer, a primera vista, una mala interpretación de su simbología. Sin embargo, esta también representa la firmeza que esperamos de quien no atraviesa sus mejores momentos. Es posible que lo decisivo para que fuera ampliamente utilizada en la representación de tantos servicios funerarios es que se considera que el Espíritu Santo encarnó en ella al descender de los cielos. Y, por extensión natural, devolverlo, hacer el camino de vuelta.

Lo que sea es una lectura muy compleja e intrincada si la comparamos con la simpleza de sus diseños. Posiblemente se armó esa estructura de contenido en algún momento y de ahí fue replicada como campanadas al despiste.

Y para cerrar aparecemos nosotros, que morimos como cualquiera a pesar de nuestro espíritu inquebrantable y nuestra obstinada fe en la victoria ajena. Con la muerte lidiamos de otra manera. Por lo que he visto y leído hasta en la prensa oficial, los profesionales parecen respetar solamente a sus propios muertos. A la muerte se le teme lo justo. Y todo ello a pesar de que hemos sido un país profusamente irrigado por la fe católica, integrada además a las religiones populares de origen africano.

Servicio fúnebre “Los Jardines”.

La solemnidad del tránsito a la otra vida parece haberse relajado y todos sus actores son pasto del chiste. No se puede esperar otra cosa, porque todo lo demás es también un chiste. Uno de los colaboradores más dedicados de esta columna me envió una foto original, tomada por él mismo. El día anterior había guardado una que encontré en un grupo de memes. Y en la noche apareció en mi perfil de Facebook  una foto sin comentarios con el rostro serio de Fina. De inmediato sentí que otro de los hilos que débilmente nos atan a una belleza ya perdida e ignorada se nos rompía en la cara. El marabú sigue creciendo.

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