A principio de los ochenta, casi en la adolescencia, no entendía cómo Teseo había dejado morir a su padre. Historias que pueden leerse en el magnífico libro “Mitos y leyendas de la antigua Grecia”, de Anisia Miranda, editado por Gente Nueva en 1974. Una de ellas cuenta que tras rendir por hambre a Atenas, Minos, entonces monarca de Creta, reclamó un tributo anual de siete jóvenes y siete doncellas de la más alta cuna para saciar los sanguinarios instintos del Minotauro.
Una vez en Cnosos, los adolescentes vagaban en la oscuridad del laberinto que habitaba el engendro minoico hasta ser devorados. No tenía otra Teseo para entrar en los manuales de mitología que dejarse llevar hasta allí e intentar poner término al débito macabro. Ariadna, hija de Minos —que ardía también por ocupar portadas en las revistas prehelénicas del corazón— se encandiló con el apolíneo y garrido joven en cuanto supo de sus intenciones trascendentalistas. Le sugirió el por entonces novísimo recurso, de desenrollar un hilo a medida que avanzara por el laberinto para encontrar la salida, una vez abatido el Minotauro. Antes de su partida, Egeo —un fanático de spoilers, prólogos y premoniciones— le pidió a su hijo que de regreso, si vivía, izara velas blancas. Si el barco regresaba sin él, velas negras.
Pero Teseo decide detenerse en la isla de Naxos y también en la de Día. Y sigue viaje sin Ariadna —pues todo insinúa que con el prestigio adquirido tras derribar a la bestia— quiso recibir beneplácito de todas las doncellas del Levante. En pocas horas tuvo amores con Antíope, con Melanipa y con Hipólita y tuvo un hijo llamado Hipólito. Con la cabeza afincada en la tierna musaraña, olvidó las velas. Egeo, al divisar la infausta galera en el horizonte se lanzó al mar desde lo alto del Sunión. Los atenienses consideran este mito como historia. Por siglos restauraron la legendaria embarcación del héroe ático, utilizándola en funciones diplomáticas, turismo de élite y eventos religiosos. En 1259 fue llevada al Contoscalio, en el mar de Mármara, para una reparación capital sin que se supiera más de ella.
Cuando leo ‘ESEO’ me viene a la cabeza el mito. Llegan resonancias helenas. Leo “deseo” desde su vocación tremendista. En el símbolo vemos la aburrida estilización de dos potencias brutales. Ambas reproducen un patrón conductual de la organización de la materia desde el origen del tiempo. Puede ser asociado a una galaxia espiral barrada. Desde su núcleo central surgen brazos en sentidos inversos. Nuestra Vía Láctea es una de ellas. En su inabarcable dinámica arrastran, como las bandas de un ciclón desmesurado, soles tiernos y sistemas antiquísimos, gas interestelar… una cantidad inconcebible de materia cósmica. Y así la segunda asociación: nuestros huracanes con sus bandas circulares rotando en sentido contrario a las manecillas del reloj. El uso del azul —que en un estéril ecosistema simbólico pudo asociarse a la estabilidad, profundidad, orden, inmortalidad y otras tantas connotaciones positivas— en estas estructuras rotantes afirma lo contrario. Desorden desequilibro, cambio, transformación, peligro e inestabilidad.
Sin siquiera detenernos en el cataclismo tipográfico que lo acompaña, el recurso de utilizar esta espiral tormentosa que desencadena su furia nada menos que dentro de una vivienda —anulando su función más barata: proteger de los elementos— resulta en un gigantismo fanfarrón, en una autoafirmación petulante que más que otra cosa da lástima y ganas de llorar. En las fotos pueden considerar “el entorno” de esta empresa del Ministerio de “Cultura”.
PD. A mis años entiendo perfectamente a Teseo.