Fue un año muy inusual. Casi todo lo que sucedió me tomó por sorpresa. Apenas pude responder a las preguntas que dejaban las encrucijadas. Por estas mismas fechas, en el año precedente, vislumbraba derroteros imprecisos y sobrecogedores. La realidad lo superó todo. Esa realidad arrancó las secreciones cristalizadas que provocaron décadas de somnolencia. “El baño de realidad”, le dicen. Ahora intento advertir a los míos que allá quedaron de los peligros de esa funesta modorra. A los pocos que aún me quedan.
Desde la distancia los veo avanzando a tientas. Un espectáculo de horror. Intentando desentrañar los crucigramas que propone una vida hiper institucionalizada y contradictoria. Las reglas no son claras. Excepto las que lo son con todo propósito. No hay mente ni coro mental que anticipe cada reto, cada interrogante, cada pulsación del tejido social. De la misma forma que no es posible regular el desarrollo caótico, siempre voluntarioso, de los organismos vivos. Y la sociedad es uno particularmente vital. Piensen una madre que intenta parametrar, controlar y guiar los cambios hormonales que sufren sus hijos adolescentes. Aún cuando dispone de la experiencia transmitida desde el inicio de los tiempos. Le será igualmente muy difícil, porque estos niños, ayer sumisos, van certificando sus necesidades de independencia y autodeterminación. Contestan virulentamente a sus apetitos. Van despertando con las campanadas de los sentidos y empiezan a percibir que sus energías no pueden ni deben ser encorsetadas. Y esto vale para cualquier organismo o sistema.
De este año que pasó hay mucho que contar. En algún momento abordaré todas estas experiencias con calma y con la cabeza fría. Hoy solo quiero adelantar que, justo por ello, estos textos son ya de otra naturaleza. Cuando comencé a escribirlos, además del divertimento, intenté llamar la atención sobre los vicios de la comunicación visual cubana, popular e institucional. Entendía que era perfectible. Que con atención, buena voluntad, podía ser salvada. Pero no tardé en notar que el mal es sistémico y descreo de las soluciones del entusiasmo.
La gráfica, como experiencia sostenida, es el reflejo de cuanto es. Más triste aún, de lo que fue. Semana tras semana comentamos logos rústicos, pero vitales. Saludables. Otros tontos, despistados, que nos hablaron de la anemia del suceso económico. Logos de juguete, de atrezzo, para una realidad igualmente simulada.
A modo de ejemplo y para generalizar, el logo de una pizzería promedio anticipa toda su realidad en una sola ojeada. Una ceremonia de representación donde nada es lo que se supone que sea. Estas relaciones significantes, más que la calidad del producto, las determina hoy su mera existencia física. El valor lo dispone el acceso al producto. La singularidad de poder adquirir el producto. En estos contextos, ¿para qué se necesita un sistema de identidad visual? La inmensa mayoría identifica la palabra Pizza escrita de cualquier manera, la huele y decide comprarla. Las relaciones de competencia se dan por el acceso a la harina, el queso y la salsa de tomate. Por su cantidad y frescura. Algunas veces por el precio. También las hay por supuesto, que sí invierten en visualidad y la cobran más cara que los ingredientes. Un porciento minúsculo del mundo de las masas italianas.
Los logos son un poco como el entusiasmo. Al principio vibran, saltan en colores limpios llenos de vitalidad y esperanza. Sin embargo, poco pueden hacer ante la realidad económica. Ante la escasez de insumos, la indisciplina de la fuerza laboral, las limitaciones del modelo de negocio, el control excesivo, los impuestos concebidos para que el progreso sea el mínimo, la rapiña de los inspectores que pasan cada tres días por sus diezmos. Los signos pierden sangre. Se dejan el color bajo el sol y se vuelven fantasmas, espíritus insomnes de lo que debería ser.
El cine es hoy una explosión de colores. Lo que esperamos. En ocasiones se disfruta lo contrario, las blancas estepas septentrionales, interminables, mudas bajo mantos de nieve. Esta foto la tomé hace muchísimo tiempo. Y la dejé a un lado porque de la pérdida del color hablamos en un texto dedicado al Palacio de la Rumba de Centro Habana. Y lo consideré prácticamente agotado.
Pero el fenómeno social que enfrentamos hoy sugiere otra pérdida de color. Con la palidez de los signos baja también su temperatura. El blanco es un color que puede ser considerado frío. Cuando se recorta contra el azul del cielo y contra las nubes, se enfría aún más. Lo que es perfectamente perceptible en la carnicería especializada El Bolazo. Hay tantas de estas —de especialidades— que no serlo es lo verdaderamente notorio. Siempre me pregunto lo mismo. ¿Qué hace esta carnicería, y todas las otras especializadas? El bolazo nos dirige al peso y al tamaño, al corte… pero el blanco predominante —desteñido, por supuesto— le quita toda la vida y energía. No es que escribir las ofertas en los azulejos sea la peor idea del mundo. Pero lo que puede tener de original necesita un poco más de esfuerzo mental y competencia.
Una vez más: ¿con qué propósito? Si todo se resume a la cuestión de si hay o no hay. Si espero algún progreso lo espero del respeto que cada profesional tenga de sí mismo. Esas son las reservas de la nación. La autoestima llena de cicatrices de los miles de profesionales que siguen allí trabajando. La tendencia nos lleva a buscar culpables. A señalar a los responsables. Y habrá tiempo para dejarlo claro. Pero hoy quisiera que cada cual vele por sí mismo, por los suyos. Por su propia competencia y disciplina. Todo lo que puede esperarse está en uno mismo. El logo de la carnicería especializada El Bolazo puede volver a ser rojo hasta con un tinte de pelo. Con cualquier pigmento… basta con que a alguien le importe.