En el verano pasado me entretuve organizando y clasificando las imágenes de estas crónicas. Suelo necesitar un tercer ejemplo para armar un texto de utilidad. Reservé estos dos porque creí posible recuperar una ilustración que había encargado años atrás para el cartel de una campaña de interés público. El paso estéril del tiempo terminó por convencerme de lo inútil de la espera. Así que —como solía decir Paul von Hindenburg en los atizados mediodías prusianos— para muestra, dos botones.
Hemos visto frecuentemente cómo desde el diseño —en el universo de los envases y embalajes— nos permitimos “lujos” imposibles en el resto del mundo. Nuestros productos, en su gran mayoría, avanzan adormilados por las desoladas pasarelas de la competencia para dejarse caer en los puntos de venta del barrio, donde son disputados a golpes por los consumidores. No es el diseño o el mensaje el que determina su éxito en relación a otro semejante, porque hay muy pocos otros, básicamente. Y porque pesan más el “apetito”, la escasez y la necesidad que cualquier argumento simbólico. La verdadera naturaleza de nuestras relaciones de compraventa se manifiesta en las bodegas de toda la vida. Donde casi todo se distribuye a granel. Los productos, más que por marcas, se presentan con el genérico: arroz, azúcar, aceite, sal. El envase lo ponemos nosotros.
En este contexto el trabajo de un creativo es apacible. Hasta su ánimo interviene y condiciona. Si atraviesa una tarde aciaga, sugerirá grises taciturnos para un paquete de galletas. Si, por el contrario, amanece contento, sugerirá los treinta y siete colores de su arcoiris para un eufórico envase de talco industrial. Lo más interesante: su “yo” interior asoma. Desde su diseño nos interpela. Nos deja un resumen de lo que piensa de nosotros, de lo que piensa de sí mismo, de sus coordenadas en el cosmos.
Chico Chico es la marca de un paquete de caramelos surtidos. Cubanos ciento por ciento. Los caramelos me ponen contento. De este paquete me llama la atención que cada caramelo tiene su envoltura diferenciada. Aunque muy entretenido chupando sus golosinas, el niño que los ilustra nos dice mucho.
La expresión es poco legible para su edad. Más apropiada para un adolescente. Mira a un adulto con picardía. Le ofrece, pero no del todo, un caramelo mientras guarda el otro en su bolsillo derecho. Me recuerda el gesto y el capote del torero. Quiere dar y guarda, esconde. Un juego caprichoso e insólito para una imagen clave. La postura deja mucha duda. Adelanta la pelvis en un balance desgarbado. Deja un sabor de desaliño. Los caramelos, por otra parte, parecen ser el propósito último de su existencia. La alegría, la energía desbordada de su edad parece secuestrada por lo deslucido de la pose. ¿Es empática esta imagen? ¿Motivadora?
Don Chicho es una marca de Ecune S.A., una empresa ecuatoriana que importa y comercializa granos, especias y frutos secos. A finales de agosto encontré en Twitter la foto de uno de sus paquetes de frijoles negros en un mercado de Costa Rica. Procedían de Cuba. El tweet cuestionaba la carestía del grano en la Isla y denunciaba su presencia en mercados del exterior. Me llamó la atención el diseño de marca y el campesino que la encarnaba. A primera vista asumí que se trataba de un producto nacional. Porque es el tipo de ilustración y diseño que espero de nuestros profesionales en ese nivel. Sin embargo, no lo es. Aunque no es imposible que el diseño haya salido de Cuba o haya sido concebido por un diseñador “del patio”.
Un diseño cromáticamente solemne, con los colores patrios. Divorciado así del ámbito culinario y del calor de los fogones. Los gestos del personaje, la celebración de la abundancia y del simplemente ser, son muy parecidos a los que suelen mandar a producción nuestros departamentos de comunicación. Pero este campesino difiere del niño de los caramelos. Avanza resuelto, se presenta erguido y bien plantado, sano, con la impronta de una tarea concluída. Un cierre en sí mismo del proceso productivo. A pesar de su rústico contentamiento, de su apariencia simplona, deja una nota positiva y definitivamente asertiva.
Quizás porque este producto sí sufre la competencia. Aparece en el stock del mercado “La Española”, de Guayaquil y, por lo visto, se vende también en Costa Rica. Por lo tanto, su diseño no se puede abandonar al capricho del diseñador. Hay mucho donde elegir. Es perfectamente posible que lo básico del diseño haya sido concebido con toda intención para transmitir “cubanía”. Ese aspecto de “lo cubano”; la ingenuidad inocente que a estas alturas parece emanar de nuestros productos y marcas.
Imposible saberlo, pero la sospecha cuenta. Así, en este contexto pasamos del pueblo más culto del mundo —de un sistema de enseñanza gratuita que ha sido promocionado y enaltecido hasta el agotamiento, de decenas de promociones de profesionales de todas las ramas, de una potencia médica— a ser asociados a estos entes medio descerebrados que están ahí, en el centro del paquete, sin saber muy bien qué hacen allí. Contentos de ser advertidos, incapaces de moverse en las dinámicas de la contemporaneidad. A su manera son los almendrones de la mercadotecnia, las vestigios de un tiempo superado. La cara de un presente secuestrado por el pasado.