Más de diez personas me enviaron la primera de estas imágenes. Fue viral por unas horas. Cuando menos es graciosa. Pero hay un detalle a tener en cuenta. Su viralización la hace más o menos exitosa. Desde algún punto de vista, la vía por la que un mensaje llega a la mayor cantidad posible de lectores es la correcta. Lo que la hizo popular fue la graciosa asociación —arrastrada por los pelos— del concepto de salvar una vida con un salvavidas. Es cierto que con agua nos lavamos las manos. Podemos en ella perder la vida si es profunda y si no sabemos nadar. Pero agua e instrumentos de salvamento no necesariamente tienen que ir de la mano. Quizás al creativo se le ocurrió la idea, la dio un ataque de risa, buscó por toda la casa y encontró el inflable de la hermanita. Fue hasta su mesa de trabajo, tomó el móvil con la izquierda y se hizo un selfie. La niña estalló en llanto, el perro empezó a ladrar, la Fuerza fue perturbada. Todo es posible en un rapto de inspiración.
Lo supongo porque con un poco más de tiempo hubiera podido encontrar un salvavidas más decente y quizás, una mano menos arrugada: la suya padece la tensión de sostener el salvavidas. Todo termina flotando sobre el costado del hospital como un maleficio. La expresión de los peces es exacta a su circunstancia. Dejo algunas variantes a considerar para la campaña.
La siguiente foto me la enviaron también más de una vez, pero su presencia en las redes fue menor.
– Dime querido Watson, y no me avergüences… ¿Qué ves de interesante en esta valla?
– Muchas cosas Holmes… Para empezar por el principio —que es como te gusta el empiezo— tenemos una flecha roja que apunta directamente al núcleo semántico del reclamo. Advertirás que si la rotamos horizontalmente crearía una confusión espantosa. No tendríamos la menor idea sobre su propósito. La palabra “matadero” en rojo y en mayúsculas anticipa el sadismo velado de su autor, su íntima relación con la muerte y la hemoglobina. Un creativo que saltaría alborozado sobre un charco de sangre fresca.
Luego baja a las minúsculas la anodina preposición y vuelve a las negras mayúsculas para acotar a la víctima. Dibujarlas incluso pendencieras, enfrentadas y algo aleladas. Refuerza la riña con el dicharacho “Seguimos en combate”. Si te fijas querido, vuelve a minimizar la forma verbal pasiva: seguimos… es obvio que la continuidad le sabe poco. Encierra otra vez la preposición en una celda oscura y da un salto a otra vez a las capitulares con el belicoso sustantivo: COMBATE. De las tres palabras resaltadas, dos refieren a la muerte y el sacrificio.
Bien mirado, estimado Sherlock. ¿Para qué sacrificamos a las aves? ¿Para dar de beber a nuestros demonios? ¿Por ver la sangre correr y las plumas alejarse en los lamentos de los vientos? No… tiene que ver más bien con la alimentación, la nutrición y la vida, diría yo. Lo que allí sucede puede verse desde dos ángulos diferentes y el creativo —que debería verse esa violencia que rebosa su alma atormentada— ha elegido su lado oscuro.
– Nada mal, Watson. ¿Te dice algo ese gélido azul que recuerda el hálito de los largos pasillos de la Bóveda de Semillas de Svalbard, excavados en el permafrost periglacial?
– Toda la razón, Holmes. Fría como Urano es el alma del creativo… y ahora que me haces ver más allá de mi habitual tontería puedo ver como los pollinos están cubiertos de una fina capa de hielo. Han sido congelados en vida para hacerlos sufrir anticipadamente. Para que el verdugo decapitante melle sus sanguinarios instrumentos, para que el pelapollos maldiga su suerte junto a las hirvientes aguas de las cazuelas. Sin lugar a dudas, debe meterse cuanto antes al artista en un manicomio. O mejor aún, alojarlo cerca —junto jamás— de las semillas del banco genético noruego. Yo le machacaría previamente los nudillos.
– No se diga más, John…