Breve sociología de los taxis en Lima

Aunque los choferes de Uber intentan prestar un servicio destacado, la realidad social que los rodea obliga a adaptarse.

En los altos de la vía rápida que atraviesa la capital peruana, un perro permanece ajeno al tráfico que lo rodea. Foto: Rui Ferreira

El mundo de Uber en la capital peruana es una cosa seria. De entrada nadie sabe a ciencia cierta cuántos peruanos están asociados a la plataforma electrónica y prestan sus servicios en la calles de Lima porque el mundo de los taxis es único. Es más, nadie sabe cuántos taxis circulan en Lima y todos aseguran que son raros los legales. Todo lo demás es pirata.

No importa que algunos se encuentren señalizados, lo más probable es que sea un ardid para escapar a la fiscalización. Si no tienen algo que los haga sobresalir, parecen un carro igual a los demás pero un poco caracterizados: las abolladuras son comunes, circulan con los cristales abiertos y los choferes, cuando los conducen vacíos miran siempre a la derecha, no al frente hacia donde va el tráfico, y con el pescuezo inusualmente estirado. Como si estuvieran oliendo algo.

No, están buscando clientes y en esa postura se mueven lentamente a lo largo de las aceras, tocando el claxon ocasionalmente, cuando detectan alguien que puede estar buscando uno de ellos. Cuando se dan cuenta de que no, siguen adelante, seguro echando alguna maldición hacia el cliente perdido.

En medio de ese mar motorizado que, dicho sea de paso, es sumamente colorido porque cada cual pinta su taxi, pirata o no, del color que quiera, se destacan los Uber u otros que manejan integrados en las plataformas de transporte. Son indetectables a menos que el cliente los tenga ya bajo ojo en la aplicación. Entre varias razones porque, al contrario de otras capitales, los Uber de Lima no están señalizados. No hay una razón clara, los conductores cuentan que la empresa no les entrega ningún destino en particular y ellos no se preocupan con el detalle porque, una cosa es cierta: tienen su público.

Uber asegura que no tiene más de 32 mil asociados, dijo esta semana el diario El Comercio, pero todo el mundo con quien se conversa sobre el asunto por estos días de Juegos Panamericanos en Lima, tiene sus dudas.

Y la razón es muy simple: esta urbe de 11 de millones de almas es conocida por poseer una de las mayores flotas de taxi del mundo en relación al número de habitantes y la cifra de ellos operando ilegalmente es colosal. “Aquí en mayor o menor medida todo taxi tiene una ilegalidad”, explica su “colega” de Uber. Hace años, recuerdan algunos, se habló de unos 200.000 autos haciendo de taxi.

Al llegar al aeropuerto la realidad es evidente. Todavía el pasajero no ha salido de la sala de llegada y ya es abordado por decenas de simpáticas señoritas proponiendo los servicios de taxi. Es más, justo a la salida de la aduana hay varios despachos proponiendo los servicios de los “legales”, para decirlo de alguna forma. Es un modo de combatir la piratería en los taxi, pero insuficiente.

Conversando con los “colegas” de Uber uno se da cuenta de que nuestro mundo no es tan diferente. Pero tiene sus matices. A ellos les sucede lo mismo que a nosotros en Miami: clientes simpáticos, buenas conversaciones, algunos majaderos y una vida más o menos tranquila, pero también difícil. Aunque el porcentaje que Uber les paga es similar a otros países, el costo de la carreras es mucho menor. Es cierto que la vida es más barata acá en Lima pero de todos modos hay familias que sustentar.

En las calles limeñas el espacio en el tráfico se disputa milímetro a milímetro. Foto: Rui Ferreira

Cuando le dije a Gonzalo que también manejaba Uber, lo primero que me preguntó fue si usaba mi carro o lo alquilaba. Es cierto que en Miami hay quien trabaja con carro alquilado, pero no es la mayoría. En Lima, dada la crisis económica, lo normal es alquilar a una empresa el auto y, para abaratar costos, prefieren los modelos que funcionan a gas. “Al final del mes tengo que tener por lo menos 280 Soles para pagar el alquiler”, me explica. Esto es un poco menos de 100 dólares que para Gonzalo es una fortuna. Me cuenta que trabaja unas 10 horas al día porque se dedica solamente a ello. Pero es un sacrificio.

Tanto Gonzalo como otros choferes, como Miguel, un venezolano que comparte un Uber con un amigo peruano (más adelante les explico como lo logran) se quejan de que el tráfico de Lima es infernal. Aquí se luchan el asfalto milímetro a milímetro. Es un milagro que la cifra de accidentes no sea mayor. Las cifras son dudosas porque no todo el mundo reporta los muchos pequeños roces, pero lo cierto es que hay avenidas donde la separación entre los carros es, para decirlo de algún modo, inexistente. Los márgenes de seguridad no existen.

“Nadie respeta nada o casi nada. Para mí lo peor del tráfico son los pequeños autobuses que paran cuando quieren y van despacio. Y son millones, es un decir”, explica el venezolano que dice llamarse Miguel. “En Caracas el tráfico es difícil pero aquí es lo nunca visto”. Al venezolano le gusta hablar y contar cómo es su historia en las calles de Lima. Vino a Perú, como miles de sus compatriotas en busca de mejores horizontes, una frase que es un cliché pero significa, casi siempre, que la cosa está negra en su país y hay que sobrevivir.

Y para sobrevivir en las calles de Lima ha tenido que acudir a aquello en que los peruanos son los reyes: el trabajo informal. (Por cierto, les recomiendo la lectura de El otro sendero, del peruano Hernando de Soto, sobre esta materia).

Miguel comenzó por vender caramelos al menudeo. “En Venezuela era empleado en una ferretería”, revela; ha sido ayudante de plomero, pero “el tipo que me contrató se aprovechó y me pagaba una miseria”, y varios otros oficios hasta que se encontró de casualidad en la calle con un conocido que lo llevó al mundo del Uber. Mejor dicho, al mundo oculto del Uber. Un mundo clandestino que vine a descubrir en Lima. No quiere decir que en Miami no exista, por ejemplo, pero la historia es apasionante.

El asunto es así, ambos comparten el mismo auto pero la aplicación es de solo uno de ellos. Trabajan en turnos de 12 horas y cada uno se queda con lo recaudado en su “jornada” porque, como en otros lados, pueden cobrar diariamente las ganancias. Miguel dice que el asunto es peligroso pero no le queda otra porque no tiene dónde conseguir trabajo y no quiere, como está sucediendo en la calle, que los peruanos lo llamen “ladrón” y le entren a golpes. Pero sabe que anda en una cuerda floja. Sus dos enemigos son los policías y los inspectores de Uber que, aunque virtuales, se pueden dar cuenta porque una aplicación no puede estar abierta más que seis horas seguidas y no se puede trabajar más de doce. En esto escapan, porque alternan con otras plataformas. Pero pueden ser detectados por el uso del mismo carro por dos personas.

De todos modos, en el tráfico infernal de Lima nadie parece prestar atención al asunto. Ni Uber u otras aplicaciones se preocupan mucho con estos detalles. Lo importante parece ser la prestación del servicio más que la reglas del servicio en sí. Si te montas en taxi cualquiera en Lima es de esperar un par de cosas, negociar la carrera, olvidarte de la limpieza interior del carro, de su apariencia exterior o de la calidad del servicio, donde lo saber manejar no es lo más relevante.

Los Uber no son muy diferentes y esto es interesante. A lo mejor tiene que ver idiosincrasia pero a veces la calidad del servicio es similar. Una tarde un grupo de amigos llamamos un Uber. La aplicación decía que podíamos montarnos cuatro pero cuando llegó vino la sorpresa. El Uber era manejado por una joven madre que, aparentemente, no tenía dónde dejar a su hijo y el bebé estaba sentado en el asiendo delantero. Tras la sorpresa inicial lo tomamos a broma, por suerte algunos éramos flacos, nos apretamos un poco y… todo bien. La joven madre nos explicó lo que era obvio: necesita dos empleos, no tiene dónde dejar a la criatura y cuenta con la buena voluntad de los clientes. En Estados Unidos no haces esto. Imposible. Pero Lima es Lima y aquí las cosas son así.

Como en la viña del Señor hay de todo, también en los Uber limeños. Te montas y puede que te pregunten de inmediato si tienes una estación de radio preferida que quieras escuchar, si tienes sed o si necesitas cargar el celular. Pero también puede que no te pregunten nada y todo se haga en silencio. Sucede que puede haber algunas sorpresas. El fin de semana pasado me preguntaron si quería cambiar dinero, a “muy buen cambio”, precisó el conductor. A lo mejor tenía necesidad, pero fue audaz, su permiso estuvo en riesgo en ese momento. Pero uno sabe que, en el fondo, lo cierto es que la informalidad se abre paso por mucha mano gringa que haya metida por el medio.

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