Uno de los misterios de manejar para las plataformas digitales, sea Uber o Lyft, es que uno nunca sabe qué hay en botica. Puedes salir la lotería como no. El año pasado me ocurrió.
La noche de fin de año es una de las más lucrativas para aquellos como yo que complementan sus ingresos detrás del timón. La gente cada vez más prefiere salir con los amigos a la calle porque, entre otras razones, tiene la seguridad de que siempre hay alguien sobrio que lo regresará a casa. Pero los dos o tres días anteriores también se puede hacer buena “pasta” si los astros están a nuestro favor.
Fue lo que sucedió cuando, estando de recorrido por Miami Beach, me entró una llamada para buscar a un cliente en un hotel de la ciudad. Incidental: cuando en Uber uno recibe una llamada solo se entera del destino cuando se recoge el cliente y, en este caso, no podía ser más lejano.
El cliente era una familia peruana que esa noche tenía cierta urgencia en llegar a… Orlando. O sea, poco más de cuatro horas de carretera porque Uber no nos dejar correr y nos monitorean a través del GPS. Basta decirles que si uno arranca rápido en un semáforo ellos saben si el arranque entre un punto A y otro B fue brusco por la velocidad que uno desarrolla entre esos dos puntos. Si sucede mandan un correo advirtiendo que uno salió demasiado rápido del semáforo y eso puede molestar al cliente. Lo mismo sucede con los frenazos bruscos.
Volvamos al asunto. Esta familia peruana era de lo más simpática. Tanto que les expliqué que en Orlando había un frío del carajo y que necesitaba pasar por casa a recoger un abrigo. Que sí, sí señor, ningún problema, pase por su casa primero, me dijeron después de que les dije que mi humilde morada queda al lado del Turnpike que es la autopista directa a Orlando.
Fue un viaje tranquilo. Paramos en varias estaciones regularmente, pi y pu obligan, donde además tomamos café, o como le llaman a ese líquido aguado que les gusta a los americanos, y conversamos sobre todo, música, literatura –a veces tengo unos clientes muy ilustrados– y de Perú, país que conozco relativamente bien. Lo único en lo que hubo lío fue en el asunto del pisco.
Todo comienza cuando se me ocurre decirles que el pisco chileno es mejor que el peruano. (El amigo lector sabrá seguramente de que solo por puro milagro los dos países no han ido a la guerra todavía por ese tema; han ido por otros asuntos). No debí haberlo hecho porque, confieso, no entiendo nada de piscos, pero intentaba divertir el ambiente nocturno del viaje. Que sí, que no, que sí y que no. No nos pusimos de acuerdo pero tampoco nadie se molestó.
El argumento peruano de que su pisco es el mejor del mundo fue, de hecho, recientemente confirmado por un tribunal internacional que le otorgó a Lima el nombre de denominación de origen, que es algo así en el mundo etílico como una especie de certificado de nacionalidad.
Aparte de esto el viaje fue realmente bien tranquilo, sin sobresaltos, hasta que llegamos al destino del cliente. El viaje le costó su platica, gané algo con eso. Pero el mayor disfrute fue cuando el peruano abrió un maletín de tamaño razonable y quedaron al descubierto unas quince botellas de pisco de una marca totalmente desconocida para mí. “Tome, feliz año nuevo. Es el pisco que hace mi padre en la hacienda”. No en balde no lo conocía. “Pruebe con toda confianza”.
Lo hice días después. Buenísimo. Recuerdo haber deseado que el amigo cliente volviera a Miami y que me llamara de nuevo. Estuve tentado a escribir algo en Facebook a ver si me localizaba.
Pero, como ya escribí aquí, Uber y Lyft, deben tener un dios que los protege pero también, agrego ahora, un diablo que los jode. No es que hace seis meses, estando en el aeropuerto a la espera de lo que pudiera caer del cielo, en este caso es apropiado decirlo porque los aviones vienen den cielo, entra un pedido de Uber y resulta que el cliente era el mismo peruano.
De nuevo para Orlando y casi la misma conversación. Hasta que él me dice: “A fin de año tuve un chofer de Uber y conversamos de lo mismo”. El hombre no me había reconocido y yo quedé callado. Es que a veces soy un poco penoso. Cuando llegamos me volvió a regalar otra botella.
Ahora viene lo lindo. Hace unos meses abro el periódico y ¿con qué me topo? Mi cliente había sido arrestado por contrabando de pisco. Resulta que todos los meses viajaba a Miami con las botellas, a juzgar por las cifras de la policía la cosa era regular, aunque yo fui apenas su “cómplice” involuntario durante dos de esos viajes. Pero coño, cómplice de contrabando, aunque involuntario, ¿es algo que ahora tendré que agregar a mi currículo? Aquí le dejo un mensaje a las autoridades, no tuve nada que ver con todo este asunto. Lo mío es solo agua mineral. Lo juro. Pero me han manchado el currículo.