La teta entró al garete porque no parecía tener control. Era una enorme masa voluminosa, oscura, elegante que, naturalmente, llamaba la atención. Si no fuera por aquél pequeño detalle: no tenía pezón. Fue lo que me llamó la atención. Mi primera cliente de Uber no tenía, al menos, un pezón. Obviamente no se lo comentaría y le pregunté si era cierto que quería ir para el puerto de Miami, un destino raro porque a la una de la mañana nadie va para el puerto de Miami aunque tenga malas intenciones. Está todo oscuro allí, los cargueros se han ido y los cruceros hace rato que están surcando el Caribe.
Mientras reflexionaba en eso algo sucedió. Un brazo entró de sopetón en el carro y su mano agarró la teta, sin pezón, pa que quede claro. Con violencia. Impetuosa. Con la clara intención de querer arrastrarla y no quererla. Le gritaba, ella gritaba, yo comencé a gritar, “suelta”, le decía a la mano oscura. Ella no me escuchaba. Hice lo que tenía que hacer. Salí del carro con un mini paraguas en la mano, de esos que se encogen y a los departamentos de relaciones públicas les encanta regalar a los periodistas en las convenciones. El mío dice “National Geographic”, y me puse en posición de ataque. “Suelta”, a estas alturas ya no sabía si me refería a la clienta o la teta. Era mi primera cliente, todo un descubrimiento en el mundo del taxi.
Fue cuando me di cuenta que tenia delante un negro de dos metros de altura en la ridícula posición de estar agarrando una teta mientras yo lo amenazaba con un mini paraguas. Nos miramos y estallamos en risa. Él la soltó. Ella estaba adolorida. Y yo no sabía que hacer. Sólo cuando la stripper salió del carro, a estas alturas ya la otra teta estaba también al garete, que todo se aclaró: “Este no es mi Uber”, dijo la dueña de la teta. Más tarde supe que se llamaba Latisha, cuando tuve que firmar la queja policial.
Si, porque en ese se apareció la policía. Hubo que llenar una queja. Uber obliga a reportar estos incidentes. El policía, William, llamó al reporte “the tit incident’. Nadie fue preso. Yo me quedé sin cliente, porque a estas alturas quien me llamó no se apareció, pero fue una bienvenida pintoresca al Uber nocturno de Miami. Pero me quedé sin resolver el problema del pezón.
Podía haber sido peor porque en Miami la policía suele disparar primero y preguntar después. Y en medio del tiroteo, en este caso en un barrio problemático, a uno no le queda otra que tirarse bajo el carro, me han contado otros colegas.
Hace dos años en Miami Beach, un individuo iba manejando por Ocean Drive y decidió sacar por la ventana su brazo con una pipa en la mano. Una mujer policía que estaba en la esquina de la calle 12 vio en ello una pistola y comenzó a disparar. Estalló la balacera, duró 10 minutos, y al día siguiente la oficina del forense reveló que al infeliz lo cosieron con 100 balazos. No 99 o 101. Fueron 100 exactamente. En medio de la carnicería queda por saber cuál de todas lo mató. No murió nadie más de puro milagro. Como sucede todavía estamos esperando el resultado de la investigación. La pipa quedó intacta en el suelo. Sobrevivió.
Miami Beach es una ciudad interesante. Rascacielos por doquier, bares por todos lados, arena a todo lo largo de sus tres islas. Pero últimamente se ha vuelto una especie de lejano oeste. El viernes pasado una mujer descubrió a su marido con otra y no le pidió explicaciones. Le dio un tiro. El pobre hombre no murió. Pero la Playa, como le dicen, estuvo cerrada dos horas.
En el Uber no pudimos hacer nada. Los pocos clientes que aparecieron lo que querían era escapar de la zona e irse a tierra firme. Me tocó una rusa, interesante ella, que lo único que decía era, “shot, they shot”. Yo intenté explicarle que ya todo había pasado pero ella insistía en repetir la escena con esa morbosidad ratera a que los muñequitos soviéticos habituaron a los niños cubanos durante décadas. ¿Se acuerdan? Las escenas de violencia repetidas al infinito, golpe tras golpe del león con la zorra. Así fue la bola aquella hasta que la dejé en Aventura, al norte de Miami Beach.
Estando precisamente en Aventura me entró otro cliente. Lo conocí al momento. Un conocido político caído en desgracia. Todavía no había llegado a la esquina cuando me dice al mejor estilo mafiosi, pero con acento oriental, de Banes para ser más preciso: “Yo a ti te conoco”.
(continuará)