Ante la bandera

Alguien, en alguna parte de Centro Habana, el Vedado, Marianao, Santo Suárez, está arriando ahora mismo una bandera de barras y estrellas –seguramente, en forma de lycra voluptuosa- y está a punto de entrar a cierto lugar desconocido o cotidiano que ustedes ya se imaginan.

El hecho en sí mismo, si no fuera porque el simbolismo nos excita, resultaría trivial. (Es una suerte que el sexo sea a la vez lo más trivial y lo más grande del mundo). En todo caso, lo que me interesa aquí es señalar esa experiencia -cada vez más extendida, según puede deducirse al recorrer La Habana- que consiste en desnudar a una mujer vestida con “la bandera americana” y, digámoslo así, darle su merecido.

Al parecer cada vez hay más cubanos que, con mayor frecuencia, deben enfrentarse al estandarte de Estados Unidos para acceder a la gloria en la intimidad. El macho enardecido lo mira con lujuria, con amor-odio; lo arranca de un zarpazo; lo tira a un lado, al suelo, mancillado… La escena se torna una metáfora sicalíptica del destino nacional proyectado en las últimas décadas: un hijo de obrero o campesino que derrota, bajo este sol perpendicular, al imperialismo y lo expulsa a un rincón de la Historia, como un trapo, para asaltar al fin el Paraíso.

Pero también es muy probable que ustedes estén rumiando, desolados o con un gesto socarrón en los labios, todo lo contrario. Y ahora la imagen –misógina, aceptémoslo– evoca otro de los caminos recientes de la nación: hay que pagar el impuesto de los símbolos, romper de una vez con la tradición dictada y repetida como un salmo desde la escuela y a través de los altavoces, partir hacia lo que guardan esas barras y anuncian esas estrellas, lidiar con la dialéctica de lo seco y lo mojado (que siempre acosa al isleño), descubrir el éxtasis mundano de esa otra tierra prometida. Oh, yeah…

Siempre resultan excitantes las variaciones y alguien demasiado iconoclasta pudiera imaginar a un Yarini, militante y martiano, que en el último instante proclama: “Porque si está la bandera, no sé, yo no puedo entrar…”. O, por el contrario, a ese otro personaje que regresa al barrio y le dice a los socios mientras guiña un ojo, sonríe a medias y se acomoda un medallón de oro en el pecho: “Viví en el monstruo (porque esa mujer era, sin dudas, una bestia) y le conozco las entrañas…”.

De un modo esquemático, estas secuencias míticas –basadas en el no menos mítico, aunque real, machismo isleño– hablan de nuestra perpetua encrucijada. Todo está dicho ahí. Porque, en cierto sentido, Cuba encontrará siempre su definición exacta en el vínculo con Estados Unidos: ya sea David frente a Goliat, ya sea la fruta madura supuestamente a punto de caer.

En una crónica de otros años, ya lejanos, cuando el terremoto de la Revolución remozaba el horizonte espiritual de la isla, Silvio Rodríguez le tomaba el pulso a los tiempos cantándole a una muchachita que volvía a recortar su saya. El trovador aseguraba que era importante “hasta el largo de un vestido”.

Entonces algo más o menos sustancial estará diciéndonos acerca de nosotros mismos y de nuestra época esa plaga de banderas estadounidenses -sobre todo estadounidenses- que uno encuentra, cuando sale a la ciudad, sobre los cuerpos de mujeres y hombres, y en los cristales de los autos.

La canción de Silvio también dice: “Yo te convido a creerme cuando digo futuro…”. Y nosotros, casualmente, vivimos en el futuro de la canción de Silvio.

Si ustedes, lectores avispados, encuentran una veta de (amarga) ironía en la frase anterior, les advierto que la ironía es, en realidad, por lo menos doble: porque ahora mismo muchos cubanos comienzan a hilar una nueva teoría del futuro animados, precisamente, porque en un par de semanas se estará izando de manera oficial la bandera de Estados Unidos –como la nuestra en Washington- en su rediviva embajada de La Habana.

Al borde, lo sé, de la estupidez o la locura, aprovecharé este momento para tomar riesgos y declarar que todavía hay oportunidad de hacer coincidir (conciliar) una buena porción del porvenir que invocaba Silvio con el futuro que improvisan los cubanos de hoy. Aunque aquellos versos no estén de moda, yo sí creo en la poesía, en las posibilidades que alumbra esa mirada extraña sobre los días y las cosas, en los gestos que surgen de ese barro, tanto como aborrezco al burócrata que secuestra un pedazo de vida y lo mete en un informe, al censor que detecta y chilla con cualquier metal que no sea alambre dulce, a quien no cree, de un lado o de otro, que yo tenga derecho a decir esto que digo.

Si nos fijamos bien, veremos que la gente que desde mucho antes de 17D saca a pasear las insignias norteamericanas por La Habana está haciendo también su propia, silenciosa, ensordecedora, declaración de derechos: “Me visto así… porque me da la gana”.

Nadie, creo, está publicando sobre su cuerpo un panfleto anexionista.

Y no solo dicen OK al deshielo, welcome a la nueva era de distensión, sería magnífico tratarnos, desde ahora, como vecinos…

Sin proponérselo demasiado, la gente le dice A Quien Pueda Interesar: WTF???

Cualquiera sea el caso, yo espero que este sarampión de barras y estrellas, que esta enfermedad de la piel por falta de vitaminas se nos cure pronto.

Salir de la versión móvil