Arrurrú mi niño…

Aplacada ya la euforia del alumbramiento, las primeras tandas de perretas nocturnas me van dejando entre exhausto y fundido, pero al menos me han confirmado que mi bebé tiene pulmones pavaróticos y que no me sé suficientes canciones infantiles, o al menos las adecuadas para acallar sus conciertos trasnochados y madrugadores…

Agotados mis “arrurrús” básicos he tenido que recurrir a los clásicos y versionar a los Rolling Stones en tiempo de nana, e improvisar como un repentista con hambre para llenar mis vacíos de letras olvidadas, o que nunca pensé cantar y ahora me veo obligado a hacerlo para una cría que evidentemente heredó mi insaciable apetito de becado viejo.

Supongo que son esos momentos en que los padres –y madres- se preguntan quién demonios nos mandaría a meternos en esto, con lo sabrosa que es la irresponsabilidad responsable, algo que en algún momento todos han pensado pero nadie confiesa jamás, porque lo políticamente correcto ha matado hasta la sinceridad.

Sin embargo, cuando el fiñe se baila sus dos onzas de leche, suelta par de eruticos y hace una mueca que se me antoja sonrisa, todo cobra sentido y siento que he vivido para esto, para dedicarme a este renacuajo que ya va perdiendo sus arrugas de viejo chiquito y que misteriosamente se calma cuando le tarareo el Sympathy for the Devil…

Mientras masacro a Jagger en nombre del reposo paterno, me acuerdo de cuando en Siguaraya City los niños oían canciones de niños y nadie sospechaba que alguna vez los cumpleaños serían a ritmo de reguetón. Y entre nostalgias de Tía Tata, Cúcara Pérez y Tristolino, el adulto que ahora soy se pregunta cómo diablos sobreviví a esa solapada fuente de traumas infantiles que eran las viejas nanas y canciones de cunas.

Nadie sabe cuál fue el origen de tanto engendro disfrazado de arrullo, pero sin dudas la intención era deshidratar de miedo a los nenés, hundiéndoles en el subconsciente ciertas imágenes que aflojan el esfínter por las noches, y luego nadie sabe por qué.

¿Cómo pedirle a un niño que no le huya al baño, si le hemos cantado una tragedia como la del chino que cayó en un pozo, las tripas le hicieron agua, y encima lo tiramos a mondongo con un inescrutable arre pote-pote-pote, arré pote-pote-pá?

¿Cómo cuestionarle a alguien cierta tendencia al sadomasoquismo exhibicionista, si en la infancia oyó de una manzana –fruto prohibido- que se paseaba de la sala al comedor, no me pinches con cuchillo, pínchame con tenedor?

¿Cómo la diáspora siguarayense no va a ser mayor que la judía, si desde pequeños le piden al padre que nos enseñe a navegar, aunque sea en barquito de papel, para recorrer el ancho mar y conocer amigos de aquí, pero sobre todo, de ALLÁ?

Que las lecturas de ciertos mensajes varían con la edad es normal. A estas alturas de mi vida “Vacaciones en Leche Cuajada” me parece pura glasnot en muñequito, pero de chama apenas me quedaba en la tontería de “Soy yo, el cartero Fogón…”, sin buscarle y mucho menos verle las cuatro patas al gato, y no precisamente el de tío Fiodor.

Ahora comprendo que la presunta ingenuidad de las canciones infantiles escondía (esconde) un premeditado y sutil mecanismo para moldear personalidades, imponer credos, sistemas de valores y gustos estéticos, mediante el mangoneo sentimental de la credulidad infantil.

A mi, personalmente, me partía el alma la traición al perrito chino, canjeado al salir de La Habana por un poco de dinero y unas botas de charol. O el despecho al cangrejito rechazado por feo y barrigón, nada menos que por una concha, que va y ni perla tenía. O el sufrimiento de tener la manito quemada, sin huesito ni nada…

También me entristece el drama del espantapájaros, un tipo obligado a reprimir quién es realmente en honor a una imposición social. Si el tipo no quiere espantar pájaros… ¿por qué tiene que sentir el castigo del frío o empaparse con la lluvia? Lo peor es que no parece haber solución para él, que sigue en su closet, digo, en su estaca.

Por otro lado, hay que ver qué patrones de conducta que promueven algunas de estas canciones, más ahora que tanto se critica el individualismo, la desidia, el oportunismo y el culto a lo material. Ahí está el caso de Arroz con Leche, quien se quiere casar con una viudita de la capital, que sepa coser, que sepa bordar, que ponga la aguja en su canevá. Sin mencionar la alusión sexual, es evidente que se trata de un matrimonio por interés, de alguien que se aprovecha del atraso de la viudita para asentarse en Siguaraya City.

Dedique un instante a repasar críticamente su archivo de canciones infantiles y trate de encontrarle segundas lecturas, mensajes ocultos, códigos insinuados… Pito Pito dice que va tan bonito a la acera verdadera, y uno se pregunta… ¿cuál es la falsa? La Pájara Pinta, en el colmo de la sumisión, se arrodilla a los pies de su amante y encima se levanta con fe y constante. Alánimo manda a componer una fuente que lleva sabe Dios cuántos años rotas, sospechosamente porque la reina va a pasar…

Quizás creo demasiado en las teorías conspirativas, quizás soy paranoico, o quizás tengo tremendo sueño viejo. Pero si hay algo oculto pienso que es mi deber denunciarlo, porque peor sería un silencio cómplice, así que yo por si acaso protesto… protesto… y vuelvo a protestar…

 

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