Driulis y Ana Fidelia

¿Quién gana en mis simpatías? ¿Quién, en mi admiración o mis nostalgias?

Antes de que las feministas salten, les informo que la frase no es de mi autoría, sino de una mujer en toda la extensión de la palabra. No importa su nombre (que por demás es harto conocido en el medio periodístico). Lo que importa es que un día, mientras hablábamos de Driulis González y Ana Fidelia Quirot, me dijo: “¡Qué cojones tienen esas cubanas!”.

Más allá de la cruda metáfora, mi colega había alcanzado a resumir su gratitud en fracciones de segundo, y yo no pude menos que asentir, sin posibilidad de corregir la frase. A fin de cuentas, en el castellano de Cuba no hay término mejor para hacer referencia al coraje de alguien. Por ejemplo, piense en Maceo, el gran Antonio, y enseguida le viene a la mente el sustantivo enfático y viril. ¿O no?

De Santiago de Cuba, Fidelia ganó un par de medallas en Juegos Olímpicos, tres en Campeonatos del Mundo y seis en Panamericanos. Driulis, de Guantánamo, se alzó con cuatro premios en lides estivales, siete en certámenes del orbe y once en justas de nivel continental. En su momento, ambas fueron las mejores del mundo. En su momento, las dos debieron enfrentar la adversidad y derrotarla.

(A esta altura del texto, usted preguntará: ¿Se volvió loco este tipo? ¿Pretende comparar a una judoca y una corredora? Pues le juro que sí. Recuerde que esta columna no evalúa al atleta atendiendo a la frialdad del resultado, sino a su peso real en mis admiraciones y nostalgias).

Driulis era letal. Tenía músculo bastante y técnica exquisita, pero su flecha envenenada iba en un carácter que mezclaba la vocación guerrera de los espartanos y el “no-rendirse-nunca” típico del futbolista alemán. Parecía querer ganarlo todo. Casi lo hizo.

Tanto brillo le exprimió a los tatamis que está considerada la judoca más excelsa de América y entre las más completas del universo en cualquier época. Es más: únicamente una inmortal, Ryoko Tani Tamura, obtuvo más preseas que ella combatiendo bajo los cinco aros. Y eso que de pequeña prefería el atletismo…

Cruza por mi recuerdo ahora la voz grave y perfecta del difunto Héctor Rodríguez. “¡Una proeza!”, grita El Cojo, y aquella morena brinca emocionada, lágrimas por docenas y un país aplaudiendo su triunfo en los Olímpicos de Atlanta, de los cuales estuvo a punto de ausentarse.

Por muy delicioso que suene su happy end, la historia no es ficticia: Driulis tuvo que vencer una severa lesión cervical que apenas le permitió entrenar dos meses antes de la cita en Georgia. Alguien llegó incluso a sugerir su exclusión de la escuadra; sin embargo, se preparó con el collarín puesto, el espíritu por las nubes y los sueños merodeando lo más alto del podio. En la épica final contra la sudcoreana, su medalla de bronce en Barcelona’92 se transmutó en medalla de oro y colgó de aquel cuello herido y valeroso como una recompensa a la perseverancia. Quise decir, un premio a los “cojones”.

Lo mismo mereció Ana Fidelia. No la Fidelia de Juan Clemente Zenea (“yo estoy triste y tú estás muerta”), sino una mujer viva, plena, superior a cualquier clase de aniquilaciones. Ni siquiera las llamas pudieron doblegarla.

La Tormenta –como la bautizó René Navarro- se impuso en más de treinta carreras entre 1987 y 1991. Podía ser implacable en 400 lisos, pero era especialmente cruel en mediofondo, donde se aparecía con un remate inconcebible a partir de los 600 metros de disputa.

Debió ser oro olímpico en Seúl’88, pero Cuba no asistió a esos Juegos aferrada a un extraño concepto de solidaridad, muy diferente al (absolutamente comprensible) que nos alejó en Los Ángeles’84. Cuatro años más tarde, en Cataluña, obtuvo bronce, y muy poco después sobrevino la desgracia…

Un misterioso accidente doméstico llenó de tintes trágicos su carrera cuando sufrió quemaduras de segundo y tercer grado en el 40 por ciento de su cuerpo. Para colmo a la sazón estaba embarazada, y la cesárea de urgencia no pudo evitar la muerte del bebé.

En total, Ana Fidelia fue sometida a 21 operaciones quirúrgicas. Todo el mundo pensaba –con razones sobradas- que su historia en las pistas había concluido. Mas las estrellas están hechas de un material desconocido, y la palmera se agenció el segundo puesto en los Centroamericanos de Ponce’93, todavía en medio de operaciones y tratamientos de recuperación. El que olvide sus brazos casi inmóviles, su rostro contraído de dolor, su esfuerzo sobrehumano, aquella piel terriblemente ajada por el fuego, tiene Alzheimer.

Su revancha contra el destino fue inmediata. En el Mundial de Gotemburgo 1995 alcanzó el oro con soberbio crono de 1:56.11 minutos, y en Atlanta’96 llegó de plata en una competencia donde las rusas la encerraron mientras ella se preocupaba por la amiga adversaria, María Mutola. Luego, en Atenas’97, volvió al trono planetario, y la gente –la gente más incrédula- entendió que sus piernas estaban tejidas con hilo de campeona.

MI VOTO: Más que Mireya Luis y Regla Torres, más que Osleydis Menéndez y Leonor Borrell, más que cualquier deportista cubana –Ana Fidelia incluida-, Driulis González es el alfa y omega de la sed de victorias. Si alguien andaba en busca de ambición, ella tenía para darle.

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