¿Quién gana en mis simpatías? ¿Quién, en mi admiración o mis nostalgias?
Maradona o Pelé: he aquí a la madre de todas las disyuntivas del deporte. Una especie de encrucijada en la cual, según el camino que escojas, podrán encasillarte como demonio o ángel, indigno o respetable, golfo o marioneta.
Porque nada tienen que ver, como no sean sus orígenes (Tres Coraçoes quiere decir Villa Fiorito en otro idioma) y aquellos dones exclusivos para domesticar la esférica, zafarse de la marca y dirigir el coro de la histeria en las tribunas. ¿Algo más en común? Ah sí, una plaza en el altar.
Pelé llegó primero. Con 17 años hizo lo que Leónidas no había podido antes: conducir a Brasil hasta la gloria. Se lesionó después en el 62, lo cosieron a patadas en la Copa de Inglaterra, pero en México volvió a vestirse de James Cagney (¿lo recuerda?: “I’m on top of the world”) y fue locura. Había llegado a tricampeón del universo. Lo que nadie.
Era un atleta en toda la extensión de la palabra. El precursor de Cristiano Ronaldo en versión negra y superior. Un tipo con despliegue físico de miura, habilidad de loro, hambre de león, rapidez de guepardo y longevidad de cisne. Un fenómeno que anotó casi 1300 goles, le puso dos sombreros y un golazo a Suecia en la final, engañó al uruguayo Mazurkiewicz con un loco regate sin balón –el mejor gol que nunca entró- y ensayó un globo desde el medio del campo que infartó a aquel país, Checoslovaquia. Su foto consumando una chilena es el manual de estilo para todos los acróbatas del mundo.
Solo Pelé pudo llevar tantos galones para galopar por todo el campo, a diestra y a siniestra, sin brújula ni mapa, en un equipo lleno de jugadores “10”. Rivelino, tirado a la izquierda; Gerson, a la derecha; Tostao y Jairzinho, un poco más adelantados… Con la anuencia del Lobo Zagallo, él vagaba por donde decidía, y decidía sobre el resto, y el resto lo escoltaba. “¿Cómo se puede marcar a Pelé?”, le preguntaron cierta vez a Menotti. “Con una tiza”, dijo El Flaco.
Parafraseando a Borges, Edson Arantes do Nascimento es menos un hombre que una dilatada y compleja aventura futbolística. De sus rivales, ninguno lo definió como Tarcisio Burgnich, su infortunado defensor en el choque decisivo de 1970. Dijo el italiano: “Yo había pensado para darme ánimos: Pelé es de carne y hueso, como yo. Estaba equivocado”. Y también: “Saltamos juntos. Pero cuando yo volví a la tierra, él seguía en el aire”. Ya lo dijo el Sunday Times: “¿Cómo se deletrea Pelé? D-I-O-S”.
Maradona sonaba diferente. Donde antes tronaba una jazz band made in Brazil, el Pelusa emergió con un solo de violín. Algo de triste había en sus notas, aunque también de reivindicativo y kamikaze, de enano en rebeldía, de poeta condenado al olvido por el poder de las editoriales.
Uno tiene que ser exagerada, casi asquerosamente bueno, para que su candidatura no se venga abajo tras una sucesión de actos infames. Maradona pecó de drogadicto, de hablantín, a ratos de antipático, pero aún así conserva muchos votos en las elecciones al mejor futbolista de la historia. Por mucho que esnifara, por más que despotrique o se solace en su hipócrita culto a la humildad, el argentino de a pie se resiste a separarlo de Gardel, Evita y Che Guevara.
Gambeteaba con la ductilidad del bandoneón y recorría el césped con el arte de un bailarín de tango. Cabría decir, flotaba, y en su zurda –la octava maravilla de este mundo- ocultaba la piedra de toque del deporte. Maradona acariciaba el cuero con la mano de la madre primeriza. Era El Artista.
Su paso por las canchas fue, como su vida, irregular. Fracasó en unos sitios, brilló en otros, tal vez en los menos propicios para hacerlo. Por ejemplo, en el sureño, oscuro, menospreciado Nápoles, donde la gente lo comparó con San Jenaro, patrón de la ciudad. Y es que da la impresión de que Diego nació para jugar en equipos pequeños, de esos que necesitan probar algo ante los ojos del escepticismo.
Quizás por eso alcanzó el clímax con la precaria albiceleste del 86, esa que él transportó a los cielos de los cielos con una jefatura que ignoró toda zancadilla, todo agarrón de camiseta, todo inglés en la ruta (pobres de Raid y Beardsley y Butcher y pobrecitos Sansom, Fenwick, Hoddle y el veterano Shilton) de la jugada eterna que le sacó el poema a Víctor Hugo:
“…la va a tocar para Diego, ahí la tiene Maradona, lo marcan dos, pisa la pelota Maradona, arranca por la derecha el genio del fútbol mundial, y deja el tendal y va a tocar para Burruchaga… ¡Siempre Maradona! ¡Genio! ¡Genio! ¡Genio! Ta-ta-ta-ta-ta-ta… Goooooool… Gooooool… ¡Quiero llorar! ¡Dios santo, viva el fútbol! ¡Golaaaaaaazooooooo! ¡Diegooooooool! ¡Maradona! Es para llorar, perdónenme… Maradona, en corrida memorable, en la jugada de todos los tiempos… barrilete cósmico… ¿de qué planeta viniste para dejar en el camino a tanto inglés, para que el país sea un puño apretado, gritando por Argentina?… Argentina 2 – Inglaterra 0… Diegol, Diegol, Diego Armando Maradona… Gracias Dios, por el fútbol, por Maradona, por estas lágrimas, por este Argentina 2 – Inglaterra 0…”.
MI VOTO: Maradona. Yo tenía 13 años, la justa edad de la emoción, cuando el hijo de Dalma y Diego dio 44 pasos en 10.6 segundos para devolverle las Islas Malvinas a su país. Nunca, ni antes ni después, vi nada igual, y pecaría de ingrato si lo olvido: ese día lloré con desvergüenza.