El Relámpago y Bolt

“Quién gana en mis simpatías? ¿Quién, en mi admiración o mis afectos?”

Si alguna vez hubo o habrá otro Michael Jordan –o sea, otro atleta que se divierta con sus adversarios como si fueran juguetitos a los que tira y saca del cajón según sus ganas-, ese es Usain Bolt. Con él tampoco hay que votar al final de la crónica: desde hace algunos años, es el eterno, inamovible presidente de la velocidad mundial.

La sonrisa más amplia de la pista, y las piernas más veloces. Tal parece que fuera un gamo de 196 centímetros, aunque su condición humana la delata el bigote más ridículo de los deportes. Las cámaras lo buscan sin cesar, y Bolt responde con una sucesión de gestos infantiles que denotan las intenciones lúdicas de su quehacer.

Dicen que vio la luz sin sombras de pobreza, y que desde pequeño creció vertiginosamente al tiempo que la escoliosis le minaba la columna. Pero eso no impidió que con solo 15 años deviniera el campeón juvenil más joven de la historia en los 200 metros. Cuentan también que era reacio a entrenar fuerte, y que escapaba de la preparación para jugar críquet y básquet. Aseguran que fue Asafa Powell el que, viendo sus maravillosas cualidades de sprinter, lo convenció de apartarse de las fiestas y ponerle seriedad a las carreras.

(Ya se sabe: en Jamaica la vida se concentra en reggae, marihuana y atletismo de velocidad: tanto es así, que cualquier competencia escolar puede reunir a más de 20 mil espectadores. Entrenan sobre hierba y sin zapatos, mas allí saben el modo de vencer al Padre Tiempo. ¿Y cómo lo consiguen? Según varios estudios, el secreto es genético y se explica en que los jamaicanos presentan inusuales cantidades de actinen A, una sustancia que constriñe las fibras musculares de contracción rápida).

Nunca ha tenido el biotipo de los últimos grandes velocistas, tan repletos de músculos que simulan cordilleras. Lo suyo es pura fibra, pura potencia oculta que aparece en escena una vez que se escuchan los disparos de arrancada. En ese instante, él es la bala.

Al principio de todo, su entrenador Glen Mills se empeñó en alejarlo del hectómetro para centrarlo en los 200 metros, habida cuenta de que despegaba de los tacos con relativa lentitud. Sin embargo, Bolt se dejó llevar por la ambición y al poco rato, en mayo de 2008, ya había rebajado el récord de los 100 al parar los relojes en 9.72 segundos. Nacía entonces –o mejor, se consagraba- una estrella que aún no ha encontrado un verdadero opositor. Ni siquiera Tyson Gay o Yohan Blake.

Nadie ha gozado tanto su trabajo. Sus éxitos se cuentan por salidas, y en las inmediaciones de los 30 abriles todavía la gente espera que la premie con milagros. Por ejemplo, hay quienes le reclaman que se despida en Río 2016 con 9.4 en los 100 metros y 19 segundos en 200. La verdad, luce difícil, pero seguramente pocos arriesgarían un criterio con aroma de límite para las piernas del moreno caribeño.

Usain Bolt se ha servido hasta hartarse en toda mesa de la pista universal. Ha sido plusmarquista de cuanto ha podido serlo, tiene seis oros olímpicos y ocho de categoría planetaria. El arquero con que celebra sus victorias es tan famoso a estas alturas como la Torre Eiffel.

“Para mí lo más importante es que he hecho lo que vine a hacer –ha declarado. Me he destacado de todos los demás, de todos los deportistas, y le he demostrado al mundo que he conseguido hacer algo que nadie había conseguido antes, así que personalmente creo que soy una leyenda. Y hay mucha gente que también piensa que soy una leyenda, así que al final no me importa lo que piensen algunas personas”.

Verlo correr representa una de las mayores oportunidades que conceden estos tiempos. Vuela, devora el tramo como un soldado en pánico, y encima se da el lujo de pensar en las tribunas y saludarlas a las puertas de la meta. No es un acto soberbio, aunque los mojigatos así lo consideren. Es un acto sublime, si se pueden hacer actos de ese tipo en solo 41 pasos y dos golpes en el pecho.

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