Germán y Paret

¿Quién gana en mis simpatías? ¿Quién, en mi admiración o mis nostalgias?

Cada vez que me preguntan cuál sería mi shortstop en un equipo de todas las Series Nacionales, siempre asisto al debate entre cerebro y corazón. Es decir, este último me susurra “Germán Mesa”; la razón me sugiere que “Eduardo Paret”.

La controversia para determinar cuál fue mejor podría ser tan larga y chispeante como aquellas que mi abuela –la barbilla metida en una mano, el televisor a unas pulgadas de los ojos– veía cada domingo entre Adolfo Alfonso y Justo Vega. ¿Quién fue mejor? ¿El “11” de la capital, poeta en escenario de prosistas, o el “2” villaclareño, ese todoterreno inagotable?

Germán llevaba el número de Luis “El Grande” Aparicio, pero no era otra cosa que la prolongación en el tiempo de Ozzie “El Mago” Smith. Lo vi hacer fildeos brillantes en cada dirección del campo: hacia atrás, con el guante saliendo de la espalda; para el hueco, tirando sin mirar a la inicial; hacia delante, barriendo más con arte que con automatismo; y rumbo a la intermedia, para pasarle inesperadamente la pelota a su eterno compinche Juan Padilla.

Nadie significó jamás un desafío tan mayúsculo a la ley de gravitación universal: el famélico negrito era capaz de hacer disparos a las bases desde posiciones cuasi absurdas, increíbles, inhumanas. Encima, podía sacar la esférica del guante a una velocidad inusitada, acaso aquella misma con la que Mohamed Alí –el fanfarrón honesto del boxeo– decía irse a la cama tras apagar la luz del cuarto de dormir.

No era buen bateador –para mi gusto se empeñaba demasiado en ‘halar’ todos los envíos, error craso cuando solo se pesan unos 60 kilogramos–, pero volaba el circuito con las sempiternas ‘boticas’ que tanto protegieron sus frágiles tobillos. Lo recuerdo, en contubernio con Tony González, anotando desde segunda con un elemental toque de bola. O deslizándose con una destreza diferente, suya, como de bailarín enajenado. Parecía, ya lo dijo Arsene Wenger de Messi, un jugador de Play Station.

Sus detractores podrán decir lo que les venga en ganas, pero hubo un tiempo en Cuba en que la gente –la gente del Latino, pero también del Guillermón y del Sandino y el Capitán San Luis y el Mártires y el Labra y el Victoria…– iba al estadio para ver a Germán Mesa, el artista mayor de esta pelota, con perdón de Javier Méndez.

Mientras Germán vistió la camiseta del team Cuba, Paret hizo una escala en el dugout para luego heredar trono, corona y respetabilidad. En su espalda tenía el número de Jeter, el Dios Derek, y lo supo lucir con jerarquía por el mundo.

Alguna vez, una llamada telefónica que ni siquiera recibió pudo costarle su carrera. La llamada venía del más allá –en voz de Rolando Arrojo– y Paret acabó sancionado por la rígida mentalidad de finales de los años noventa. Afortunadamente, a diferencia de lo que aconteció con Cheíto Rodríguez, ese no fue su fin en los diamantes.

Dicen las estadísticas que era más integral que su par capitalino, y lo suscribo. Bateaba con llamativa solidez –que le pregunten a Daisuke Matsuzaka–, cometía poquísimos errores en lances sencillos y estafó cerca de 500 bases. Además, del hombro diestro le salía aquel Kalashnikov insuperable…

Paret no era el tipo de la chistera y los conejos, pero mucho cuidado con tacharlo de obrero del infield. ¿Acaso nos podríamos olvidar de su “jugada-marca-de-la-casa”, buscando un rolling en la hierba con el ‘bastón’ más celebrado de las Series Nacionales? ¿Quién que vea pelota no se acuerda de su perfecta sincronía en el pivoteo?

Pelotero de la gorra a los spikes, el naranja representa uno de los mejores hombres proa que han pasado por el béisbol insular. Frío como un inglés, inteligente como los buenos torpederos, exprimía a los pitchers hasta encontrar el lanzamiento en zona o el boleto. Una vez instalado en alguna almohadilla, estaba claro que el despegue sería casi inmediato, y con un elevado por ciento de efectividad.

Al final de la historia, Germán es el short, y Paret, el stop.

MI VOTO: Siempre he aceptado que Paret es ligeramente superior, pero yo me crié con Germán en la retina, desafiando a la física con un uniformito azul y haciendo trucos que jamás nadie pudo descifrar, pese a las gradas llenas, los reflectores del estadio y la televisión.

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