Poner las manos al fuego

Ni regalos de cumpleaños ni elogios desmedidos: la muestra más elevada de amistad se sintetiza en la frase que da título a este espacio. En medio de circunstancias turbulentas, cuando alguien dice que pondría las manos al fuego por otro, hay que atender al gesto y valorarlo.

Es algo así como un certificado de garantía. La demostración inigualable de que existe una confianza plena en la persona en cuestión, hasta el punto de que puede empeñarse la palabra o inclusive arriesgar la integridad física.

Hay quienes dicen que este dicho deriva de las “pruebas del fuego” habituales en el Medioevo, empleadas para hacer probar a alguien su inocencia (si el infeliz pasaba la prueba sin abrasarse, cabía interpretar que estaba protegido por la Providencia y era inocente de la acusación).

No obstante, tal parece que todo proviene del año 510 antes de Cristo, cuando el caudillo etrusco Porsenna sitió a Roma con tanta vehemencia que la ciudad quedó sin alimentos.

Entonces, un joven llamado Mucio se autopropuso para infiltrarse en las tropas invasoras y aniquilar a Porsenna. El muchacho salió de noche de las murallas, cruzó a nado el río, se disfrazó de soldado etrusco y se metió en el campamento. Sin embargo, confundió a su objetivo con otro y terminó siendo apresado.

Conducido ante el caudillo, éste ordenó torturarlo a hierro y fuego. Valeroso como un toro de lidia, Mucio improvisó un discurso memorable:

“Puedes torturarme, abrasarme y matarme, y no temo al fuego ni a la muerte, pues tú vas a morir. En Roma somos trescientos los jóvenes conjurados, adiestrados para afrontar el fuego y la muerte, y para nosotros el más alto honor es matarte. Después de mí vendrán trescientos, uno tras otro, y siempre habrá un puñal oculto para ti que al final te matará. Igual que yo, ni temerán al fuego ni a la muerte. Mira”, dijo finalmente, y puso su mano derecha sobre las llamas de un altar hasta dejarla consumirse sin emitir un solo gemido.

Porsenna vio la escena con total admiración, y temiendo que enfrentaba a un pueblo lleno de gente feroz y suicida, perdonó la vida al joven, levantó su campamento y puso fin al sitio.

De manera que todo empezó ese día -y no en el Medioevo-, justo cuando el bravo Mucio colocó su mano en el fuego por un grupo de romanos conjurados que, a fin de cuentas, ni siquiera existían.

Ni chicha ni limoná

La primera vez que escuché este modismo fue en una canción de Víctor Jara, aquel tipo tremendo de Te recuerdo, Amanda. Me parece recordar que en este otro tema, el malogrado poeta decía algo como “usted no es ná, / ni chicha ni limoná, / se la pasa manoseando / caramba zamba su dignidad”.

Por deducción elemental, entendí que ‘ni chicha ni limoná’ significaba no tener valor, ser una especie de “por gusto” en la asamblea de la existencia. Pero no fue hasta muchísimo después, al interesarme en la universidad por el origen de las frases populares, que entendí su sentido verdadero.

Ocurre que la chicha es una bebida alcohólica que resulta de la fermentación del maíz en agua con azúcar, y por supuesto, no hace falta que le explique lo que es la limonada. Pues bien, en ciertos festejos de Latinoamérica, el dicho se comenzó a utilizar para advertir a los presentes que no quedaban bebidas alcohólicas ni refrescantes.

A la postre, la expresión es legítima para referirnos a algo que no es una cosa ni otra, o un suceso o personaje que ni nos ha gustado ni disgustado. Que ni embriaga, como la chicha, mas tampoco refresca, como el jugo de limón.

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