Boleto para Cuba atardeciendo

Descartemos a los que vienen en safari de put@s, a los que solo quieren pasar una semana dentro de un cartel publicitario, fumándose y bebiéndose la isla mientras alguna mulata invencible revolotea a su alrededor, a los esqueletos espasmódicos que se apuntan con antelación en una escuela de salsa y rumba, a esos corpachones nórdicos que ahora mismo se cocinan en los cayos porque el Paraíso es justo ese lugar donde uno siente al fin cómo se derriten los témpanos de sus articulaciones, donde uno comprende (sin haber leído jamás a Eliseo Diego) que la luz, ciertamente, puede ser mucho más que el tiempo.

Por un rato, descartemos lo indescartable. Al visitante arquetípico atrapado en las redes del lugar común que también somos: al occidental flácidamente concupiscente y al japonés que se desplaza acoplado a su camarita.

Hecho esto, pensemos en la moda Cuba desatada (hasta ahora apenas con categoría uno en la escala Saffir-Simpson) tras el 17D y en los estrictos móviles humanos que hay detrás de la arribazón reciente de turistas, y del oleaje que presumiblemente se levante a medida que –según la conocida fórmula papal– la isla se abra (más) al mundo y viceversa.

Un finlandés (que tomaba ron como agua en una estrecha casa de rentas en Centro Habana) me confirmó lo que han sugerido algunos medios de prensa internacionales: él vino ahora porque quería conocer Cuba antes de que llegue McDonalds.

No es solo que el deshielo entre Washington y La Habana haya dado más espacio a este país en los noticieros y en los diarios, ni que Cuba tenga ahora, en alguna medida, mejor prensa gracias al pulgar enhiesto de Obama, ni que decenas de empresarios estén moviendo sus fichas para entrar en un mercado con cierto potencial… Detrás del efecto Cuba hay, al parecer, una inesperada posibilidad existencial y, en el otro extremo, una oportunidad única para husmear en los alrededores de la Historia.

Se trata de un paquete con todo incluido. Pero, ante todo, se trata, una vez más, de nuestra proverbial capacidad para ser exóticos (a los ojos, entiéndase, de ellos).

Quienes se apuran a desembarcar en la isla antes de que las trasnacionales estadounidenses se planten a lo largo del Malecón (tal como predijo Conan en su show especial from Havana), vienen en busca de una experiencia límite controlada. Durante 10 días con sus noches participan en visitas guiadas o caminan al azar bajo el sol de una ciudad que pertenece levemente a otro mundo. Escapan así a la trampa casi inexpugnable que es la vida normal del hombre común en los tiempos modernos.

Milan Kundera explicó en alguna parte esa insoportable cuestión: “nacemos sin haberlo pedido, encerrados en un cuerpo que no hemos elegido y destinados a morir. En compensación, el espacio del mundo ofrecía una permanente posibilidad de evasión. Un soldado podía desertar del ejército y comenzar otra vida en un país vecino. En nuestro siglo, de pronto, el mundo se estrecha a nuestro alrededor”.

O sea, que la globalización primero amplió pero luego ha encogido los mapas a tal extremo que cualquiera en Roma, o Lyon, o Moscú, o Edimburgo, o Vancouver, o Cincinnati, se entusiasmaría sobremanera con la perspectiva de escaparse a una isla como esta: con sol, playa, reggaeton y todas las otras virtudes cardinales del evangelio caribeño, pero que además, en buena medida, pertenece a otro mundo. O eso creen algunos.

Por otro lado, la gente que viene, creo, está convencida de que asiste en términos históricos a un cambio de época: Starbucks y Pizza Hut están por llegar, y hay que apresurarse si uno quiere viajar en un descapotable de los años 50, porque los cubanos más temprano que tarde convertirán sus “almendrones” en chatarra para producir en alguna planta de las afueras de La Habana camionetas Chevrolet todoterreno y el último modelo de Ford.

La máquina del tiempo –diría cualquier turoperador– no solo te lleva a un Parque Jurásico donde todavía ruedan todos esos espléndidos dinosaurios de la General Motors y donde se levantan –justo en una ubicación inmejorable para un mall o un parking– magníficas edificaciones eclécticas embadurnadas de hollín o carcomidas de salitre. Hoy, Cuba le ofrece al visitante, sobre todo, la oportunidad de vivir una experiencia turístico-histórica inédita, dado que el socialismo europeo se cayó de modo tan intempestivo. Cuando se abrieron de par en par las puertas del Este, los viajeros encontraron que ya la Coca Cola estaba esperándolos.

De manera que aquí las cosas resultan, presuntamente, más hermosas y románticas, como un atardecer en el Trópico. Una vez más, sin prisa pero sin pausa.

Y todo parece bajo control. El sentido común del recién llegado ni siquiera sufre un impacto demasiado grande porque confía en que –luego de muchos años, cierto– aquí también se irá cumpliendo el “orden natural de las cosas” y llegará también el publicitado “fin de la historia” para un país detenido hasta hace poco en el tiempo.

Todo eso piensan, quizá, mientras nos miran. Mientras recolectan en las calles indicios que confirman su creencia.

Nadie sabe si ellos aciertan o se equivocan. Uno dice: Ojalá no acierten, pero que no se equivoquen; todo depende… Nadie sabe.

Seamos sinceros. El turista que viene a Cuba como quien asiste al museo de la vida en el Socialismo o a un parque temático de la Utopía, ya va cambiando con su misma presencia el panorama y –si fuera lícito decirlo así– va (re)colonizando en cierta medida la isla, va integrándola a un mundo que volverá a estrecharse, para ellos, tras la momentánea y diminuta ampliación decretada el 17D.

Por supuesto, el fenómeno tiene variantes más pragmáticas. Los empresarios, por ejemplo, solo atinan a ver una tierra virgen donde eventualmente habrá mucho que construir y restaurar, muchos servicios y mucha infraestructura que establecer y optimizar, un mercado pequeño pero con hambre, un enclave a solo 90 millas de la mayor garganta de consumo en el planeta.

También hay notas ligeras, de color…

Rihanna, por ejemplo, diagnostica una excelente coyuntura para salir en licra por La Habana y fotografiarse –abrigada solo por la pobreza folclórica del socialismo real-maravilloso– en la ciudad del momento. Nosotros la miramos, y nos miramos a nosotros, y no lo podemos creer… Wow!!!… Rihanna…, en La Habana,… ñooj… Ufff… Wjhvsf ñlkbjecrtj…

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