Camión (Aguafuerte)

Foto: vagamundeando.com/

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Este domingo estaba yo rodeado de unos 70 rostros bovinos cuyos cuerpos humanoides se alineaban y apretujaban, como frascos de botica, en cuatro largos y estrechos bancos de madera o metal. Aquellas reses y yo (becerro que escribe esto) viajábamos en un camión americano adaptado a las exigencias del transporte público interprovincial; o sea, sobrevivíamos ese paréntesis de sofisticado martirio existencial que supone trasladarse entre Pinar del Río y La Habana, parando cada minuto y medio, dentro de un cajón de hierro chirriante e incendiado por el sol de la una de la tarde.

La gente –porque éramos gente al fin y al cabo– miraba fija y vacunamente hacia ninguna parte y cerraba los ojos a intervalos, como si rezaran o se miraran por dentro o se cagaran en sus madres. Nadie hablaba con nadie; a veces alguien le mugía algo a su vecino, por encima del ruido del motor y las estremecidas planchas de lata. Cada poco tiempo alguien despertaba y se bajaba en un puente de la autopista y subía entonces otra vaca sudorosa o un buey cansa’o, con sombrero y saco de viandas, que iba a ocupar el pedazo de banco vacío hasta que le tocara apearse más adelante o hasta que llegáramos a la remota Habana.

Contrario a lo que piensa todo el mundo, estos camiones (de Malaysia Roadlines) no siempre se vuelcan. Así que la mayoría de las veces lo peor que te puede ocurrir es que el chofer sea medio hijo de puta y antes de salir ofrezca un buen adelanto del agobio que te espera. El tipo arranca el camión, que ya está lleno, y se baja para ir a la esquina a tomar café o a merendarse una pizza y un refresco o, quizá, simplemente, a recrearse a la sombra mientras piensa en esos jodidos del vagón que ahora mismo se están derritiendo en el calor y en el turbio olor de sus propios cuerpos.

Es en ese momento cuando se enciende un gordo con cabeza de berenjena (los parietales estrechos que se abren en unos cachetes bien rellenos de guata). Y esta es la única conversación audible en las próximas tres horas. Solo que el gordo habla más bien consigo mismo, y su destinatario, mareado, se limita a mover el cuello en un sentido u otro, lo justo para darle al gordo alguna señal de vida. Como no podía ser de otro modo en aquella caja metálica estacionada bajo el sol de Cuba, el gordo –que es orgulloso dueño de una escuálida Carpathia– habla sin descanso de motos de alto cubicaje, de Valentino Rossi y Jorge Lorenzo, y de una Ducati original de 900 cc que descubrió el otro día en las calles de Pinar del Río. Queda claro por lo que dice que una Ducati de 900 cc recorriendo las calles de Pinar del Río es como una mancha en el sol pero exactamente lo contrario. El gordo no para de sudar y hablar porque evidentemente se desayunó un radio. Solo dejo de escucharlo cuando el chofer regresa y nos pone en marcha.

Por alguna razón, no puedo lograr el stand by aconsejable en estos casos –para no reparar en la lentitud de la travesía, en el dolor de espalda, en la cara obscenamente vacuna de la gente– y me impongo pensar en alguna cosa mientras el camión avanza y se detiene, corcovea y se estremece y sigue en lo suyo, invencible.

Pienso, por ejemplo, en todo lo que callaré luego cuando llegue a La Habana y asista a un panel –donde encontraré a mis amigos y a colegas y profesores notables– sobre periodismo hoy en Cuba. Pienso lo obvio. Que el sistema nacional de prensa es un armatoste de cartón y tablas que no sirve ni como escenografía caricaturesca de nuestra enmarañada realidad y que no es efectivo ya, como solía, siquiera como artilugio de control social e higienización de conciencias; que mientras todos los hilos los mueva un tipo “sabio” desde la parte de atrás de su barriga y su buró todo irá cada vez peor, incluso para ese tipo; que la información y su libre flujo debía ser un derecho como respirar o abordar camiones y que solo sobre esa tierra firme podría entonces legitimarse cualquier batalla ideológica o moral; que acaso resolveríamos todo con un poco de valor y la escasa munición de tres o cuatro verdades repetidas una y otra vez; que también haría falta una mínima revolución estética para desajustar nuestros automatismos verbales (incluido el belicismo de la línea anterior); que no deberíamos permitir y menos aplaudir a un alto y venturoso dirigente cuando se aventura a decirnos, en tierno regaño, que es urgente poner límite a la creciente indisciplina social en el transporte público que con tanto esfuerzo se pone a disposición del pueblo…

En el camión, nosotros mantenemos la compostura. Vamos zombificados. Dos viejos que antes dormían parecen descubrirse ahora y conversan entre ellos, en un inesperado y sordo contrapunteo cubano entre el pulóver a rayas y la camisa a cuadros. Una niña se come una pizza fría a mordidas microscópicas y luego se duerme y luego se despierta y enseguida llora y se revuelve sobre la madre y se jala las motonetas y se sube en el cuello del padre y le pega la suela del zapato en la cara a la mujer. Los dos adultos, al borde de la agresión física, reprimen sus impulsos y ponen cara de circunstancias y nos miran suplicantes. Cada media hora más o menos, cinco o seis pares de ojos coinciden en un punto: la frontera entre los muslos y las nalgas de una muchacha trigueña en short extracorto que se levanta un instante para desentumirse un poco y para sacudirse sin lograrlo las diminutas y pegajosas virutas de pintura que suelta el banco de hierro en que está sentada.

Los viajeros, si piensan en algo, piensan como yo, cada quien en su particular, inalienable debate sobre la malanga. Yo sospecho que están maldiciendo a alguien porque el malestar y la incomodidad y hasta la insoportable levedad del ser van siempre a traducirse en un nombre y un rostro específicos sobre los que hacemos metódica deyección de nuestras heces. A veces es solo una mujer que no nos quiso, pero puede ser cualquiera.

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