4 de julio. Elsa es la realidad: una tormenta más arremetiendo contra Cuba. Es lo incierto. Pánico. La impotencia.
Pero vivo en Filadelfia y es 4 de julio, insisto. Y es también domingo, día en que se me exacerba la pereza. Desde los ventanales de mi apartamento, puedo ver tranquilamente la mañana soleada trocándose en tarde lluviosa y, en la noche, el espectáculo de los fuegos artificiales. Mas no aguanto la modorra —Elsa u otro arrebato o una gran tristeza que no consigo comprender me lanzan a las calles. Vivo cerca de los lugares “sacros”: la campana de la libertad, la casita donde Betsy Ross cosió la primera bandera, tantos edificios antiguos ante los que se detienen con actitud exaltada los turistas; se me confunden las placas conmemorativas, pierdo el sentido… Suelo pasar junto a la tumba de Benjamin Franklin, camino a una tienda de antigüedades que visito regularmente.
Vivir en Filadelfia es como vivir en Santiago de Cuba, jugueteo a veces. Demasiadas esquinas significativas, estatuas y objetos memorables pueden abrumar la existencia cotidiana. Pero como hoy es 4 de julio, me dejo embriagar por la parafernalia patriótica.
Vagabundeo, pues. Como si este amago de extravío fuera a depararme un destino diferente a todo lo preconcebido. Torcer mi suerte. Siempre lo he intentado; saltando de una orilla a la otra del Atlántico como emigrada que soy. Flâner, se le llama a esta costumbre mía en París, donde sentía la misma incomodidad el día de la fiesta nacional. También en París viví por una época cerca de los sitios de más intenso temblor histórico; era difícil no caer en el epicentro del jubileo, la Bastille, cada 14 de julio.
Siempre julio: 4, 14, 26. Me pregunto en qué consiste el sex appeal del mes de julio para las efemérides libertarias. Aunque la que con mayor brío levanta mis instintos celebratorios no ocurre en julio sino en enero: 1ro de enero de 1804, día en que fue proclamada la independencia de Haití, en que fue instaurada la primera república latinoamericana, por hombres y mujeres negros, esclavizados, que se emanciparon a sí mismos y de un tajo crearon un país propio. Empobrecido, pero propio. Un país negro en medio de Occidente. Entretanto, las otras revoluciones y repúblicas nos relegaron siempre a un espacio subalterno dentro de la democracia planeada, siempre en un escaño inferior, siempre trayéndonos a la escena civil con titubeo y desconfianza. Ya no se esconde más la ambigua posición de Thomas Jefferson, que, mientras aparentemente apoyaba la gradual abolición de la esclavitud, en toda su vida apenas se dignó liberar dos de los más de 600 esclavos que poseyó. Carlos Manuel de Céspedes, por su parte, se abrogaba el derecho de declarar libres a los cimarrones apalencados, siempre y cuando se incorporasen al Ejército libertador, luchando bajo el mando de los líderes independentistas —muchos de ellos, sus antiguos amos. ¿No se nota la paradoja en la propuesta de “liberar” a cimarrones que ya se habían procurado por sí mismos la libertad?
Pero, volviendo a Filadelfia, hoy, en mi deambular, pasé por un costado del Carpenters’ Hall, donde el Congreso Continental firmó la Declaración de Independencia el 4 de julio de 1776. Los guías gritaban y gesticulaban con mayor fervor que de costumbre, seguidos por grupos de turistas más circunspectos que de costumbre. Mis calles de todos los días estaban sin embargo desiertas. Yo había salido de casa con la esperanza de descubrir cómo el pueblo de Filadelfia, festejaba su día nacional; para toparme casi exclusivamente con turistas. Se me hizo fácil imaginar que ya mis vecinos estaban seguramente en la playa o en el campo o abriendo las primeras cervezas a punto de comenzar el barbecue familiar.
A cada cual su barbecue. El mío no es hoy, fue exactamente una semana atrás en un patio berlinés, en casa de mi padre, otro emigrado. Y los emigrados festejamos cuando podemos y como podemos, en julio como en enero… Mi familia y mis amigos andan casi todos desperdigados por el mundo; por lo que a mí no me queda más remedio que perseguirlos, de país en país, mendigando un cariño que dura siempre poco: apenas los días de mi estancia en Berlín, Coímbra, Madrid, París… La Habana. Allí quisiera ahora mismo estar. Llegar antes que Elsa, la atribulada, y correr a abrazar a mi madre. Pero no puedo. Cuando par de meses atrás recibí la segunda dosis de mi vacuna, completando el ciclo de las inmunizaciones contra el coronavirus, me sentí liberada y de inmediato empecé a hacer planes para viajar a La Habana… sólo para que una tras otra mis reservaciones hayan sido canceladas por las aerolíneas. Más de 3500 casos diarios. No escampa. Encima, se acerca Elsa.
En mi horizonte, aun si no es noche completa, comienzan a estallar los fuegos. De vuelta estoy en casa, acomodándome junto a la ventana para verlos mejor. Me pierdo algo de la pirotecnia, sin embargo, pues sigo las noticias que describen otro cielo. Acecho a Elsa, que, según avisa el licenciado Rubiera en la televisión cubana, avanza a estas horas desorganizada, indecisa a las puertas de Cuba. No se sabe qué pueda traer.
Va ya anochecido de veras y los fuegos artificiales arrecian. Sirenas de ambulancia. O la policía. No recuerdo dónde estoy. Soy una inmigrante.
Dicen que llegan vuelos desde Madrid y Moscú, con turistas ávidos de veranear en las playas cubanas, ahora desiertas. Llevan euros, o rublos, monedas aceptadas en la isla. Dicen que viajan también muchos cubanos desesperados. Harán cuarentena antes de poder reunirse con sus familias.
No lo entiendo muy bien. Yo no entiendo más que el dolor. Se mezclan en mi mente los mensajes de los viajes cancelados, con las fotos satelitales de Elsa y las curvas registrando los casos de COVID, con la tasa de cambio de dólares en euros, o rublos o yuanes ¿por qué no? Pienso en el artículo que leí esta mañana sobre la Ruta de la Seda y los festejos por el centenario del Partido comunista chino; pero me interrumpen los fuegos. Grandiosos, hipnóticos, incluso para alguien como yo, que nunca ha conseguido entender la dinámica emocional de los fuegos artificiales.
Es 4 de Julio, ¿cómo olvidarlo?
Mucho antes de establecerse en Miami en el 2001, repatriarse a La Habana en el 2013, para luego regresar a los Estados Unidos, Manolín “El Médico de la Salsa” lanzó un tema cuya pegajosa frase “te fuiste, y si te fuiste perdiste; yo no, yo me quedé”, se escuchaba en todas las discotecas cubanas. Probablemente hasta sonaba en las bocinas del aeropuerto José Martí cuando en 1995 me marché a París. En ocasiones, de agarrarme la sensiblería aritmética, descubro que llevo más años viviendo fuera de la isla que adentro. También, perfectamente recuerdo cuándo decidí marcharme, en pleno Período especial. Fue durante una tarde de apagón en 1993, casi de noche, mientras hacía cola en la carnicería para comprar algo llamado pasta de oca —tenía que ser así, pues sin electricidad para hacer funcionar los frigoríficos y mantener fría la mercancía, había que despacharla en el momento mismo en que la descargaba el camión. Yo me preguntaba si no debía estar entonces preparándome para un examen que tenía al día siguiente, en vano me torturaba imaginando cómo hubiera sido mi día de estudiante de estar en otro país. Pero mi pregunta carecía de sentido, porque yo vivía sola con mi abuela, que andaba además enferma por aquellos días; y todo lo que tenía que hacer era permanecer de pie en la cola, hasta que llegara mi turno para comprar la cantidad que me había sido asignado consumir de la misteriosa pasta de oca. La pregunta sólo tenía en realidad una respuesta, concretada dos años después según me convertía en emigrada.
Ahora, si me es permitido, doy viajes de una esquina a otra del planeta recuperando retazos, procurando recomponer lo roto. Y callejeo mientras pienso y espero. Son demasiados meses pendientes de mi madre a través de mensajes y llamadas. No me canso de repetirlo: no importa la edad, necesitamos siempre la madre. No importa cómo sea su estilo de maternidad, iremos a ella, la buscamos bajo cualquier circunstancia.
Termino por cerrar las ventanas y correr las cortinas. Afuera siguen los fuegos. Tal vez, el próximo mes, suspiro, dejen de cancelarme los vuelos. El olor de la carne de mi madre no ha de llegarme nunca por WhatsApp.
aunque quisiera,no puedo darle el pesame….me suena a falso ese sentimentalismo suyo…..coja una balsa y vaya para cuba….ese viaje lo han hecho miles y miles de cubanos,al reves,claro.Mientras tanto y,a pesar de sus lamentos,creo usted esta viviendo su vida !!!!!
En Argentina 9 de julio , día de a Independencia (1816)
Firma: Otra cubana emigrada