A punto de cerrar el año me siento ante la ventana que recibe todo el sol de la ciudad —el sol que es el mismo para todos, dondequiera que estemos— para que pegue directo en mi rostro, obligándome a bajar los párpados y volver a emprender el viaje hacia mí. Cerrando los ojos al mundo entro en mi realidad. La de afuera espanta. Siento miedo.
El miedo no es cosa mala. El terror, sí. El miedo nos pone en estado de alerta. El terror nos paraliza. Por eso dejo que el sol cierre mis ojos, pero no por mucho tiempo. Sonrío —creo— y los abro porque no quiero dejar de estar presente para el atardecer. Llevamos días recibiendo el regalo de crepúsculos memorables. He intentado no perderme ninguno. Hay que saber merecer los regalos. Si los dejas escapar, puede que no vuelvan más. Es también la filosofía subyacente a esa canción navideña, tan rara, tan hermosa y sutilmente triste a la vez, “Give Yourself A Merry Little Christmas”. Compuesta por Hugh Martin and Ralph Blain en 1943 para que Judy Garland la interpretase en el film Meet Me in St. Louis, la primera versión de la pieza, considerada demasiado lúgubre, tuvo que ser modificada. Es así que versiones más alegres son las que solemos oír. Conté sin embargo con la suerte de escuchar el original hace una semana en un concierto de Cécile McLorin Salvant. Al anunciar el tema la jazzista explicó que no encontraríamos esa versión grabada; lo que considero una lástima, pues yo salí del teatro llorando y casi valseándome a mí misma, a pesar del frío, repitiéndome:
Have yourself a merry little Christmas. [Tenga pequeñas felices navidades]
It may be your last. [Puede que sean sus últimas]
Next year we may all be living in the past. [El próximo año puede que todos estemos viviendo en el pasado]
Have yourself a merry little Christmas. [Tenga pequeñas felices navidades]
Pop that champagne cork. [Descorche ese champagne]
Next year we may all be living in New York. [El próximo año puede que estemos todos viviendo en New York]
Extraña es pues una canción que incita a hacerse bien a una misma en navidades que no tienen que ser grandiosas, basta con que sean propias, enteramente vividas. Que han de ser felices sin que por ello dejemos de reconocer lo impredecible y precario de nuestra existencia: que hay que disfrutar lo que tenemos hoy porque no es para siempre, que debemos aceptar humildemente nuestra mortalidad, lo efímero de la felicidad. Vivir el presente a plenitud, pase lo que pase.
El 2021 ha sido tanto o más extraño aún que el anterior, el 2020 que consideré el año en que tal vez habíamos aprendido a vivir de otra manera. Me inventé entonces un playlist en Spotify, buscando sonreír para sobrevivir, donde repetía la canción “Smile” en incontables versiones. Es esa otra canción rara, no del todo alegre, ni triste. Sólo nos exhorta a ser lo mejor que podemos con lo que hay, nuestra imperfecta y poco duradera humanidad. Sonreír en toda circunstancia, incluso —o especialmente— cuando más se sufre.
Este 2021, ¡cuánto dolor! En marejadas, desde la Isla, entre los míos: ha habido hambre y frustración y la muerte en su ronda llevándose a muchos y más hambre y más desesperación y la gente en las calles sin miedo ya y el poder, ah, el poder, tan sordo y ciego. Unos contra otros. ¿Cómo seguir?
Pocas esperanzas de un futuro mejor en el país en que nací y también en este otro país en que ahora vivo. Por doquier, en realidad, la muerte ha estado demasiado diligente siguiendo a la enfermedad, que le prepara el camino. ¿Adónde se han marchado los dioses?
Harto difícil resulta asirse a la esperanza; crecer se ha convertido en esfuerzo titánico. ¿Cómo hacerlo en tiempos en que es casi mejor no mirar hacia el futuro ni de reojo. Intento acercarme al hijo trabajosamente arrastrándose hacia la adultez y el dolor es una tenaza que me alcanza y me tumba y me retuerce el vientre al que a veces desearía hacerlo volver, donde estaba protegido y yo podía aún hacerle menos penosa la existencia. Mi dolor corroyendo adentro. Dolor del hijo, del amor que ilusionada quería hacer perdurar por un hombre a quien, al final, tuve que dejar partir.
En espíritu y en la carne, el dolor. Transcurrió el año por mi cuerpo demorándose en músculos y huesos descolocados, comprimidos, heridas abiertas, la carne a la intemperie.
Una tarde servía un té, se rompió la tetera, el agua hirviente cayó sobre mis muslos y grité y grité y acudió un vecino y seguí gritando mientras me llevaba al hospital y mientras me curaban y esperaba y me examinaban y por horas y días, unas cuantas semanas gritando y llorando y observando lo que normalmente esconde la piel. Hay todo un universo bajo la piel que sólo se nos revela tras un sufrimiento inconmensurable: la quemada que obliga a abandonar el mundo y mantenerme quieta, sola yo con mi dolor, lentamente reptando de una pieza a otra de la casa, cuidando de mí y reconociéndome. Atenta hube entonces de estar a todo lo que ocurría en el trozo de cuerpo quemado donde tejidos y fluidos funcionaban siguiendo leyes que los humanos, aun dependiendo de ellas, desconocemos o pretendemos desconocer; sólo porque no las hemos dictado nosotros. Y esa arrogante ignorancia de los mecanismos que nos mantienen en pie es lo que nos aleja de todo: de nuestro cuerpo, nuestra carne, del universo.
“Es preciso entrar en sí mismo, ya que el secreto no es salir, sino entrar”, decía esa inmensa negra peruana que fue Victoria Santa Cruz, en un librito que por aquellos días de arrastrarme lentamente releía. La piel que en segundos había deshecho el agua hirviente, al desaparecer me abrió a mi interior, donde, también decía Victoria, se libran las batallas reales. Escuché mi propio ritmo, me rendí a él, sobreviví.
Sí, en el 2021 he vivido noches de insomnio y dolor y días en consultas médicas, quirófanos y salas de urgencia. Creí que se me agotaban las reservas de tolerancia al dolor y a la soledad, pero siempre se puede más. Mientras haya vida, sufriremos, es cierto, pero también aprenderemos a estar dispuestos a la felicidad con mayor rapidez y sin tanto melindre. Porque nuestro miedo a perderlo todo —y todo tiene que ser siempre la vida y nada más que la vida— ha sido durante estos meses y sigue siéndolo hoy, real.
Pero creo también que es este el primer año en que escucho sin una semisonrisa irónica canciones navideñas —tal vez, a causa de mi descubrimiento de la primera versión de “Have Yourself A Merry Little Christmas”—, y me entusiasmo con la alegría que se esparce por las calles de Philadelphia. El futuro pinta tenebroso, pero la gente quiere conservar y compartir un poco de fe, aunque nada ofrezca indicios de que lo bueno esté por llegar. Todos podemos ser ángeles así es que escoja su mejor sonrisa, ubíquese bajo el spotlight y hágase un selfie angelical. No espere a mañana, que entonces podrá nevar o llover, o que el poste o la luz o las alas o usted mismo ya no estén.
Hay que asirse a lo que haya ahora mismo. Aunque sea un poste con un par de alas blancas pegadas.
Yo me agarro al sol poniéndose. Mañana volverá y quiero estar aquí para él. Y para mi hijo, a quien ya no puedo proteger pero siempre acoger. Para mi madre, cuyo olor preciso volver a respirar. Para los amigos y vecinos en mi calle y mi ciudad y en las calles y ciudades en que he vivido antes y, sobre todo, en la isla en que nací. Para los hombres que amé y he de amar. Todo vuelve. No solo las pandemias. Omicron caracolea, se infiltra, fulmina, quiere que regresemos a los peores tiempos de esta pandemia que no cesa. Tanto tiempo. No quiero contar los meses, los años ya. Prefiero no escuchar las cifras ni prestar atención a los gráficos en los periódicos. Cierro los ojos. Todo vuelve. También el miedo. Me pregunto cómo haremos para sobrevivir una ola más. Y otra. Y otra… Como mantengo cerrados los ojos, si pienso en olas me alcanza la visión de otras olas, las del mar. Puedo escucharlas y acoplo mi respiración a su ir y venir desde lejos hasta mi orilla, hasta la planta de mis pies. El frío contacto de mi piel nueva con océanos imaginarios me decide a reabrir los ojos y volver a mirar hacia el horizonte del que ya el sol ha desaparecido. Queda sin embargo el resplandor, que es promesa de lo que volverá. No sé cómo haremos mañana para respirar, pero respiro ahora. Vuelvo a sonreír. Smile!, que ha sido el 2020-escribí hace un año. No sabía entonces nada del futuro. No lo sé tampoco ahora. De cualquier manera, me preparo en este instante a salir y abrazar y besar a los que amo, aquí y allá y en regiones que aún no conozco en un futuro que no vale la pena imaginar porque, como sea, imaginado o no, sucederá.