Décadas llevo leyéndolo, escribiéndolo e impartiendo clases sobre el Caribe. Hasta conozco —de memoria— párrafos y estrofas de algunos de sus escritores y poetas. Bailo de semana en semana siguiendo sus ritmos, o repito sin desentonar la letra de los más dramáticos boleros. Mas no creo que pudiera definir en qué consiste, qué significa ser caribeña.
En busca de significados se acude a los libros. Reviso títulos y nombres en sus lomos y hasta me detengo y acaricio alguno. Lo extraigo de su anaquel y puede que lo hojee; pero en vano será porque, aunque hayan tratado, ni siquiera los más arriesgados o ilustrados poetas y filósofos en mi biblioteca han alcanzado a descifrar el enigma.
¿Qué es ser caribeño?
Podría argüir que releer unas líneas de Jamaica Kincaid me devuelven la inquietud cada vez que se regresa a la isla, la que sea a la que nos haya tocado pertenecer. Una extraña combinación de añoranza cumplida, de alivio, de dolor; se es presa por igual de la angustia y el sentido de privilegio.
En Small Place (Pequeño lugar) describe Kincaid el arribo a su isla natal, Antigua: el paraíso que apacible recibe hordas de turistas y es al mismo tiempo el implacable infierno que la autora —desde 1966 emigrada a los Estados Unidos— aún sabe catar: “en todas partes, el nativo vive una vida de insoportable y aplastante banalidad y aburrimiento, desesperada y deprimente, y cada acción, buena o mala, es un intento por olvidar esto. Todo nativo quisiera encontrar una forma de huir (…) pero algunos nativos —la mayoría de los nativos del mundo— no pueden hacerlo. Son pobres. Y los pobres no pueden irse a ningún sitio. Son demasiado pobres para escapar la realidad en que viven y demasiado pobres para vivir adecuadamente en el lugar donde viven.”
Y se lanzan al Caribe en yolas, balsas, neumáticos de camiones. Rezan a santos, orishas y loas, esperando alcanzar alguna orilla, donde nadie quiere recibirlos. De operarse el milagro y, sorteando tiburones y huracanes, llegarán a acostar en el continente; cuando tras cruzar desiertos y pasar el río ya se creen salvados, puede aparecérseles un mayoral, reencarnado en guardia fronterizo, que desde su caballo reparte con saña latigazos sobre las oscuras espaldas mojadas, como sucedió hace pocos días en Texas. Los cuerpos azotados por el guardaplantaciones llegaban de Haití, la primera nación independiente de América Latina, la primera república negra, el primer y único territorio donde los negros esclavizados consiguieron ser victoriosos, logrando emanciparse por sí mismos. Los azotes seguían el mismo ritmo con que cayeron los machetazos del ejército dominicano, al que el dictador Rafael Leónidas Trujillo ordenó en 1937 la masacre de cuanto haitiano se les apareciera en el camino. La misma cadencia, cargada de rabia, con la que Francia exigió el pago de una indemnización millonaria que frenó el desarrollo de su antigua colonia, con la que el mundo titubeó en reconocer diplomáticamente a Haití como república soberana, y aún le da la espalda.
Son entonces privilegiados los caribeños que han conseguido escapar. Aunque nunca se logre del todo el alejamiento ni el privilegio sea tan rotundo como pudiera parecer. Queda la nostalgia, que es un padecimiento real y no meramente poético; que horada, enferma. Queda, todavía más abrumador, el peso del Caribe infiltrado para siempre como plomo en la sangre, recorriendo cada resquicio de nuestro cuerpo y contaminando los territorios que transitamos, de un rincón a otro del planeta.
¿Qué es ser caribeña?
Interrogo a mi memoria, mas se me confunden los momentos y las emociones.
Siempre me he sabido e, incluso más importante, sentido caribeña. Pero esa certeza es informulable; sólo puedo decir que se me impuso inapelable apenas recientemente, cuando estos últimos veinte meses lejos de Cuba me han llevado a experimentar la misma sensación que debe aquejar a los peces fuera del mar: el no estar en el cuerpo, cierta asfixia, el detenimiento o la torpeza de los movimientos. Una quiere entonces creer que la desazón puede disolverse durante una sesión de yoga, una noche de copas con amigas, el buen sexo, la mejor cena. Una aspira que sumergiéndose bajo montañas de trabajo o preparando potajes y natillas se despojará el cuerpo de la modorra instigada por la ausencia del Caribe, su mar tan complaciente con los turistas como mortífero es con sus balseros. Hay incluso tratamientos más o menos eficaces, se piensa: largarse a Positano, Dakar, Stykkishólmur o el Algarve portugués. Pero nos sorprende siempre ese momento en que el éxtasis ante el fiero azul del Mediterráneo, el bramido atlántico, la inconmensurabilidad de los mares helados, es interrumpido por una leve, casi imperceptible comparación con las playas dejadas allá: que si la temperatura del agua, el olor del salitre, las palmas.
Sin palmas una playa no es playa, sentencia una amiga con quien acostumbro reunirme en islas lejanas, caribeñas o no. Ella nació en Puerto Rico, la “isla del encanto.” O del espanto, como, luciendo su reputado sentido del humor y vivaz inteligencia, suele referirse a su isla. Así, cuando al salir al parqueo un coche bloquea la salida del suyo, cuando en un restaurant le sirven lo que no pidió o intenta explicarse cualquier absurdo local, suspira y comenta risueña, “¡Ah, Puerto Rico is for lovers!” —como si el slogan turístico recogiese todas las respuestas. De sus ocurrencias reímos, pero en el fondo sabemos que tiene razón. Caribeños de una u otra isla, por mucho que sintamos nostalgia por nuestro espacio, estamos conscientes del siempre subyacente espanto.
Nada, sin embargo, en el Caribe vaticina la hecatombe, porque esta va muy dentro en las entrañas de nuestra historia. Somos, repitamos con el Piñera de “La isla en peso”, “la cagada ilustre” dejada por el europeo de paso, “a lo sumo, quinientos años”; y recordemos que el mal genésico fue iniciado por los verdaderos criminales, al decir de Jamaica Kincaid, aquellos que nunca debieron salir de Europa, hogar inolvidable que tanto amaban y, por eso, dondequiera que llegaron intentaron replicar.
El veneno recorre nuestras sociedades colonizadas desde entonces, y puede permanecer escondido entre las minúsculas hojitas del sargazo, tras las mismísimas palmeras y en el fondo de las cristalinas aguas que fascinan al turista, dentro de la masa de las croquetas y el aceite de la fritura. O, si se inspecciona con atención una flor de marpacífico, en la sutilidad del rojo, en la espera de sus lagartijas y el zumbido de los mosquitos, en lo más dulce de la carne de un mango maduro que se chupa sentada en la arena, ante el mar; ahí y en todas partes está el horror. Lo vio y rindió la martiniquesa Suzanne Césaire a sus lectores, quien cerrara el último número de la revista Tropiques en septiembre de 1945 con las exactas palabras: “Si mis Antillas son tan hermosas, es porque el gran juego al escondite ha sido exitoso, es que ese día ha sido demasiado brillante para, realmente, ver.”
“Le grand camouflage” (El gran camuflaje) fue el título escogido por Suzanne para su ensayo; porque si acaso hubiere una esencia caribeña, de eso se trataría: el Caribe corroyendo, como salitre, irrespetuoso de toda materia, todo concepto; y su nocturnidad es inapresable bajo lógica alguna producida en nuestras universidades y cónclaves de intelectuales. No se le entiende bajo la epistemología hegemónica que hoy compartimos, la perversa herencia que a Calibán legara Próspero, nuestro modo de pensar en Occidente. Pues la visión de Suzanne Césaire del intrínseco desequilibrio antillano sólo puede ser comprendida si se le siente en los huesos con la misma precisión con que aterran los misterios encerrados tras el cañaveral, la falsa “Jungla” de Lam. Manigua impenetrable que nos escudriña mientras invita y repele. “¿Quién se tiene a sí mismo cuando las claves chocan?/ ¿Quién desdeña ahogarse en la indefinible llamarada del/ flamboyán?”, preguntaba también Piñera.
Así, reconociendo y desafiando el espejismo en nuestros montes y mares, avanza también la prosa de Suzanne Césaire —la esposa de Aimé que insisten en olvidar críticos e historiadores, ocultándola, aunque parece que era unos centímetros más alta que él— detrás de la imagen de quien es considerado pilar de la négritude caribeña. Por su belleza fue celebrada en su tiempo por André Breton y sus acólitos; como “musa” antillana y madre abnegada se le cantó, pero rara vez fue con justeza calibrada su sagacidad intelectual, ni se le reconoció como el verdadero motor detrás de Tropiques o como la principal instigadora de la amistad y colaboración entre el Papa del surrealismo y el Padre de la négritude.
Suzanne, camuflada… Fue tal vez esa condición preterida la que la hizo particularmente sensible al siniestro juego del escondite que define la experiencia caribeña. Ella examinó el inasible espanto de nuestras islas mejor que muchos otros, venerados escritores. Es cierto que no escribió las grandes novelas ni los grandes poemas que hoy se incluyen dentro del canon caribeño, pero tampoco se dejó maravillar como Carpentier, ni pretendió ver una cantidad hechizada como Lezama, ni siquiera parecía coincidir con su esposo Césaire en aquello de que la salvación podría llegarnos con sólo abrazar la africanía que sin duda somos. Mencionó en cambio el mestizaje, pero no era este la síntesis jubilosa que cantaba Nicolás Guillén.
No sorprende, sin embargo, el prolongado silenciamiento de Suzanne Césaire. Sucede a menudo con las escritoras, más si vienen del sur, más si son negras. Nadie las ve, o nadie las quiere ver. A ellas, el camuflaje. Pero, como en ese camuflaje antillano revelado por Suzanne, sus fuerzas escondidas actúan y terminan por volcarse sobre el paisaje aparentemente inofensivo, desgajando el sueño. La realidad negada, el pensamiento escondido, la voz silenciada acaban siempre por afluir como magma, y queman y limpian y avanzan. Y nada puede hacerse contra ello. Son la realidad.