La Habana contiene todavía mi cifra, eso he descubierto en mi más reciente viaje; porque a pesar de haber hecho también mías otras ciudades, es en La Habana donde el sentimiento de pertenencia alcanza su más álgida intensidad. En La Habana, aun sabiendo que no es por sus calles donde se juega día a día mi destino, percibo que entre mi cuerpo y el de los demás circulan energías que no detecto nunca en otro lugar. Un sentido de comunidad diferente, naturalmente inconsciente, se impone desafiando las circunstancias, mis pensamientos, las convicciones de unos y otros.
No es que siempre sienta que se me recibe de buen grado en la ciudad. Sobre mis últimas horas en ella pesaron las agresiones de M., aquel guardián que en Fábrica de Arte empecinado me negaba entrar. ¡Cómo olvidarlo! Y antes de aquella aciaga noche, hubo otras tantas señales restrictivas: el rótulo a las puertas de algún edificio gubernamental, los ladridos de un perro entrenado contra la presencia de “extraños” en esas calles donde las casas tienen plantas generadoras de electricidad, la mirada despectiva de la muchachita que recibe a los clientes a la entrada del restaurante de lujo, o el casi imperceptible ademán de alerta del policía de la esquina. Señales transmitiendo el rechazo y la sospecha ante mi cuerpo, que a veces se pasea por sitios donde no es bienvenido.
Sucede en cualquier esquina del planeta. Pero, que me nieguen en La Habana es distinto; activa un detonante recordándome y reforzando mi pertenencia a esta ciudad. Que se me niegue o restrinja el paso allí, alguna que otra vez, despierta una rebelión más fuerte que cuando lo mismo ocurre en otros espacios. Me sé legítimamente habanera. Más importante aún, lo siente mi cuerpo. Nadie ni nada, ninguna arbitrariedad u odio por ácido que este sea, pueden vencer esa sensación.
Soy habanera. Siento como habanera.
Lo he definitivamente comprendido al caminar por sus calles, sin audífonos, dejándome invadir por los ruidos, gritos, susurros, el reggaetón y el canto de los pájaros —sí, si queremos, podemos escucharlos, por detrás de las estridencias citadinas. Iba este viaje recorriendo la ciudad con mayor lentitud que otras veces. Doblando cada mañana por la misma esquina, preguntando en vano en la misma panadería si contaban al fin con ingredientes para hacer pasteles, viendo que, con el paso de los días, de tanta inactividad, terminaba por cerrar un comercio, cómo se pudría el pescado de un ebbó a las puertas de un ministerio, siempre la misma cola de viejos ante la farmacia. Compartí con la gente la desilusión y el dolor que tras las protestas populares de julio del 2021 no nos abandona a ningún cubano que, vivamos donde vivamos, reconocemos nuestra carne todavía vibrando en compás insular. Me cubrió y me cubre también el luto que dejara la catástrofe en el hotel Saratoga; y que continúa despuntando cuando menos lo esperamos, con sólo enterarnos de un nuevo derrumbe o descubrir en mitad del deambular cotidiano un balcón, una columna, un techo en peligroso desequilibrio. Siento, como todos, la mezcla de tristeza —por los que quedan, contando vacíos y lamentando soledades —y de ilusión— por los que al abandonar la isla, saludables logran alcanzar otras tierras y ser recibidos en ellas. Se vacía un país y la hemorragia debería preocuparnos a todos. ¿Qué futuro puede imaginarse para una Cuba exangüe? ¿Quedará alguien para apagar El Morro?
Tuve en este viaje, el más largo de todos los que he hecho desde que emigrara en 1995, con tiempo suficiente para experimentar la ciudad con pausa, dedicándole una atención que en ocasiones anteriores no pude ofrecerle. Estuve ahora en mi calle en mitad de la efervescencia mañanera, la gente apurada intentando procurarse un transporte, llegar a tiempo al trabajo o la escuela, esperando resolver al fin una gestión que puede lo mismo ser urgentísima o no. Palpé también la desesperación o el hastío de la misma gente horas después, de regreso a sus casas; en los rostros la sombra de la preocupación: ¿Cómo llegarían? ¿Cuándo? ¿Qué podrían preparar en la noche para cenar? ¿Tendrían electricidad? ¿Y al día siguiente? El día siguiente puede parecer tan remoto para tantos cubanos que no puedo recordar haber sorprendido esta pregunta en la mirada de muchos. El día siguiente… Ya con sobrevivir el hoy es suficiente… Pero conocí también mi calle desierta en los domingos; dormida en la alta noche; o transformada en punto de partida para organizados grupos que bajaban portando banderitas hacia la Plaza de la Revolución el Primero de Mayo, confundiéndose aquella madrugada con los que medio borrachitos volvíamos de alguna fiesta. Mi calle fue muchas calles y yo era la misma siempre tomándole el pulso.
Es curioso que diga mi calle, que me vea siendo la misma. No soy la misma, no es mi calle; todo lo que ha sucedido es que La Habana me fue devuelta tanto como yo volví a ella. Sólo, claro, para abandonarla nuevamente. Pero a poco de hacerlo, dejo apenas un par de tips para habaneros empedernidos. Para aquellos que, a pesar del cansancio, la penuria, la rabia y la desazón, la nostalgia y la errancia, siguen sintiendo su carne respondiendo aún de manera única a las pulsaciones de la ciudad en que nacieron o crecieron, que hoy habitan o de la que alguna vez salieran al mundo, con esperanza, temor, resignación.
Uno: Busca el mar, siempre el mar, otra vez el mar.
Lo digo, y recuerdo aquella novela de Reinaldo Arenas, guajiro holguinero tanto como fue habanero y neoyorquino también: Otra vez el mar, en mi opinión el más angustioso volumen de su Pentagonía1, tiene como escenario principal un balneario marítimo al oeste de La Habana, en los años setenta. Los protagonistas son un hombre y una mujer que apenas consiguen respirar, atormentados por agobiantes interrogantes éticas, sexuales, ideológicas, económicas. Conscientes de llevar una vida sin sentido, buscan una salida que, a cada uno, por separado, les alivie la asfixia. Pero bajo el calor y la luz de un sol implacable, la mediocridad impera, devorando las horas y el sueño. Sólo a veces, como alternativa a la profunda crisis existencial, aparece el océano:
“A un costado de la carretera se ve el mar; del otro, un gran cartel con letras inmensas. ESTÁ USTED ENTRANDO EN EL PLAN MONUMENTAL DEL CORDÓN DE LA HABANA. A un costado de la carretera, el mar; al otro, una valla gigantesca. ¡OCHENTA MIL HABANERAS AL COGOLLO! A un costado de la carretera, el mar; al otro, un cartel. ¡YA LLEGAMOS A LAS CIEN MIL POSTURAS DE CAFÉ!
[…] Pero oye, pero oye, pero mira, pero atiéndeme. A un costado de la carretera se sigue viendo el mar, el mar, terso. El mar fluyendo sin tiempo; el mar deslizándose bajo un grupo de gaviotas que planean muy quietas. El mar, claro en la costa (casi transparente), verde después, azul luego, añil más lejos. Negro, centelleante, allá, donde es imposible precisar su anchura. El mar, el mar. Óyeme, atiéndeme: blanco, verde, azul, sonoro, profundo, negro, quieto, transparente, incesante, fijo, inmenso. El mar…”
El mismo mar de Arenas sigue ahí, recordando con el invariable cántico de sus mareas que cierta infinitud es posible. Es ese el mar que también me acogiera años atrás cuando aún no había emigrado y como tantos cubanos de ayer y de hoy anhelaba hacerlo. Salva siempre llegar al muro del malecón a cualquier hora, sola o con amigos, en silencio o charlando o cantando. Con una botella de ron o de agua. Con o sin patrullas policiales recorriendo despacio la avenida y trovadores desafinados y jóvenes prostitutas y vendedores de maní. Con teléfono para conectarnos por WhatsApp e Instagram; o sin él, para evitar atraer la atención de potenciales ladronzuelos. ¡Ay!, es que andamos en La Habana ahora demasiado alertas, incluso junto al agua, cuando me arrullan las olas y no escucho más los carros a toda velocidad correr.
Vuelvo entonces al mar rodeándonos, abrazándonos, ahorcándonos; porque reconozco, con Reinaldo Arenas y su maestro, Virgilio Piñera, que lo que puede hoy para mí funcionar como medicina de habanera ausente, por mucho tiempo me resultó, y sigue siendo para muchos que permanecen en la isla, una “maldita circunstancia.”
Dos: No esperar de la ciudad más de lo que puedas tú ofrecerte a ti mismo o a ti misma en cualquier lugar en que estés.
Entiendo que es difícil, cuando toda la realidad con que se cuenta es la insular, intentar procurarse aliento en detalles de la vida cotidiana, varados en la misma acera en que se hace esa cola interminable, a la hora precisa en que más duele el sol sobre los hombros, el sudor se vuelve insoportable, aúllan de hambre las tripas. Puedo comprender que es mucho más fácil hacerlo para quienes, como yo, regresamos siempre a otro hogar, conocemos otros dolores y placeres, problemas a veces tan insolubles como los de la isla, pero, simplemente, diferentes. Aun así, dejo caer por aquí estos pensamientos.
No cambiarán el día a día, pero tal vez ayuden a que cada uno de nosotros logremos encontrar nuestras coordenadas dentro del caos. Una vez devolviéndonos a nosotros mismos nuestra humanidad, el respeto hacia nuestros cuerpos y sensaciones, podemos enfrentar lo que sea que nos depara la realidad. Si de algo no cesaremos nunca de ser los únicos propietarios, es de nuestros cuerpos, que son siempre libres -y es esa verdad que también propugnaban desde sus escritos Arenas y Piñera: cuerpos retorcidos, aplastados bajo la luz y el calor del verano, pero siempre sintiendo, y con ello propiciando la verdadera comunicación entre unos y otros. “Un cuerpo comunica con el otro ya que está hecho de lo mismo”, escribía Piñera, “un cuerpo no espera del otro que lo comprenda, sino que lo sienta”.
Soy consciente de que intentando controlar nuestros cuerpos hay demasiados cancerberos como M., el guardián de Fábrica de Arte, esos pequeños dictadores que en la posibilidad de humillar al cubano o la cubana que les parezca vulnerable ven su revancha: el ejercicio de un ralo, efímero poder. Sé también que, desafortunadamente, se repiten situaciones así con demasiada frecuencia en espacios de todo tipo. No tengo ni idea de qué ocurrió tras mi columna de hace dos semanas atrás. Sólo deseo, mera voluntad sin expectativas, que haya servido para que a sean cada vez menos los cubanos que sufran esas experiencias.
Más allá de aquel incidente, quisiera que, sobre todos los actos de autocracia, sobre la insensibilidad, el abuso y el egoísmo, prevalezcan la solidaridad y el reconocimiento de la humanidad compartida por todos.
Por eso, desandando ya mi cuerpo las calles de otra ciudad, a unos dos mil kilómetros de distancia, regreso todavía a La Habana que dejé, a la familia, amigos y vecinos, a los desconocidos con los que alguna vez me tropecé y aquellos que nunca alcancé o llegaré a encontrar. A todos y todas dedico estos pensamientos con los que aspiro contribuir a que, aun mínimamente, les sea más llevadera la existencia en la ciudad. Sólo empatía, entendimiento y amor puedo otorgar. Ojalá les llegue.
Notas:
1 Integran la Pentagonía las novelas Celestino antes del alba, El palacio de las blanquísimas mofetas, Otra vez el mar, El color del verano o nuevo jardín de las delicias y El asalto.
Gracias por la empatía, un saludo desde los 2000 km, desde la Habana