“Cooking is a way of insisting on living (…) When we are hungry for life, we search out spices, aromas, and texture to entice and please those around us.”
Ntozake Shange
“Cocinar es una manera de insistir en vivir”, escribió Ntozake Shange en If I Can Cook/ You Know God Can, pequeño libro, tan delicioso y amargo y dulce como una ensalada de rúcula fresca con trozos de mango y, extraviada entre las hojas, un pedacito de jalapeño. Y la sabiduría de la frase resulta más que pertinente en estos días de finales del 2020, en que para muchos es puesta a prueba nuestra creatividad emocional. Con tanta muerte, celebrar la vida; lejos de la familia, con escasos abrazos, siempre en la incertidumbre.
Crece aún más la incertidumbre hoy, llegándonos el solsticio que inaugura el invierno. El día más corto, la noche más larga; frío y nieve. Nieva y no sabemos cuándo parará de hacerlo mientras sube y sube la acumulación sobre tejados, calles y aceras. ¿Cuándo volverá a ser seguro salir? Porque tras la nevada queda el hielo; un paso en falso y puedes caer. Hay que andar con cuidado, entonces, además de cubrirse bien y encogerse en las esquinas azotadas por alguna ráfaga polar. En estos días, encima, no olvidar la máscara. ¿Cuándo volveremos a estar seguros?
Aunque a estas alturas ya debería haber aprendido que la seguridad no existe; que todo lo que puedo hacer es acercarme con cautela a un puestecito donde vendan plátanos maduros, regresar a casa siempre cuidando de no resbalar con el hielo acechante en las aceras, hacer el arroz, un par de huevos fritos, tal vez, picadillo, y ya está: ¡salvarme! Cuando no puede saberse cuándo dejará de nevar o de multiplicarse los casos de infestados por COVID; si realmente llegue a contener la plaga alguna vacuna o podremos viajar nuevamente a abrazar la madre, el padre, el amante y los amigos, queda el plato de arroz con huevo y plátanos fritos. De ser posible, servidos en un abollado plato de metal esmaltado, tal y como mi abuela me lo servía solamente a mí, algunas tardes al regresar hambrienta de la escuela.
Mi abuela Cecilia era negra pero, si quería, al cocinar podía ser más española que la más española de las cocineras. Higos, garbanzos, tocinos, chorizos, turrones, olivas y jamón serrano: eso es lo que más le agradaba, y mezclaba con su inigualable congrí, el fufú de plátanos y las frituras de malanga. Ya no me extraña entonces cuando, visitando Madrid o Sevilla, me ha alcanzado en mitad de un almuerzo el lejano sabor de la comida que preparaba mi abuela en La Habana de los ochentas. Y es que viajar a España es siempre traerla del brazo. También, aunque de otra manera, la sentí desandando conmigo las calles de Dakar. No eran en África los ingredientes los que me devolvían a su cocina, sino los gestos sorprendidos a alguna cocinera callejera frente al fogón, una mano en la cadera y otra certera removiendo los calderos; tal vez, cierta sazón atomatada, la textura del fufú, pero, sobre todo, la fritura…
¿Qué clase de negra eres?, era esa la pregunta subyacente a la broma ligera de un bahiano al yo preferir voltearme —ojos que no ven, colesterol que no sube— cuando vertía abundante aceite de palma en la olla donde él me preparaba la sabrosa moqueça de camarão. Enseguida la casa se cargaba toda con un atenazante olor, pesando luego en el estómago y obligándonos a la siesta, aunque hubiera decenas de exámenes por leer, libros por revisar y otro por escribir. Pero más mordientes podían ser sus burlas —y las de otros tantos hombres de uno y otro lado del Atlántico que todavía se esfuerzan en entenderme— cuando hasta lágrimas me saca el primer bocado de un curry o un plato de carnero demasiado picante.
“Lo que cocinamos y cómo lo cocinamos es la definitiva implicación de lo que somos”, decía también Ntozake Shange al arrastrarnos, en su libro, de estación en estación, siguiendo los caminos de la afrodiáspora global: de Bluefields y Salvador, a Filadelfia, Brooklyn, La Habana, Oklahoma, Brixton y Port-au-Prince, la pluma de Shange distingue sabores, vertiéndolos al ritmo de cosechas antaño producidas por manos esclavas. Allí, los miedos y victorias nuestros, no tan diferentes a los de nuestros ancestros, y la esperanza, bailando mientras se escurre el tiempo exacto de hervor para que el arroz quede al dente; o en tanto se alcanza la precisa espesura de la salsa barbecue preparada para celebrar Juneteenth; o son leídas las tantísimas maneras de cocinar con acierto el resbaloso quimbombó.
Somos lo que preparamos en nuestras cocinas y degustamos desde la infancia; lo que hoy nos hace agua la boca o los ojos, en dependencia de la tolerancia al picante en unos y otros.
Iguales y diferentes a la vez.
Toda la afrodiáspora en las Américas comparte la misma experiencia iniciática: nuestra existencia marcada por el secuestro de africanos a cargo de europeos y el largo y sistémico proceso de su deshumanización, que nos ha traído hasta el presente. Por lo general se tiende, al pensar en lo que somos, a comenzar por echar mano a la recurrida imagen del barco negrero, como si todo hubiera empezado en aquel horror —tan fácil es volver una y otra vez al tropo de su doliente vientre como el espacio de nuestra creación. Pero somos mucho más desde mucho antes. Poco se quiere reconocer —aun si no es imposible— quiénes pudieron ser nuestros ancestros antes del esclavizamiento organizado por los europeos; pues hacerlo equivaldría a confirmar la humanidad del supuesto instrumento de trabajo, la bestia de carga. Tan distintos entonces, cuando como bulto era cada cuerpo lanzado a las bodegas del barco negrero; tan distintos ahora, cada descendiente de esclavos en estas tierras un sobreviviente, y el resultado triunfante de la supervivencia de nuestros abuelos, nuestros padres.
¿Qué clase de negra soy?
No puedo saberlo.
Solo importa, para mí, ser.
Y comiendo y cocinando, soy.
Sólo treinta años después de haber trabajado con el etnólogo inmerecidamente olvidado Alberto Pedro Díaz, entiendo por qué dedicaba tanto esfuerzo a estudiar las costumbres culinarias del cubano. A su apartamento en Los Sitios acudía, cada domingo, a reunirme con el director de la tesis con la que casi no me gradúo de periodismo en la universidad de La Habana en 1995 —aquellos tiempos en que hablar de raza en Cuba no estaba aún de moda, seguía siendo tabú. Pero, incluso durante los años de la acentuada penuria, para mi infatigable maestro Alberto Pedro era esencial entender el trazado dejado por los componentes étnicos en las experiencias culinaria de los cubanos.
Como el espíritu de mi abuela, el suyo me acompaña también en algunos de mis recorridos. Conmigo estuvo la tarde en que, en una oscura casona del Vedado, pasé la mano sobre el bombín de Raimundo Cabrera, quien no fue sólo conocido abogado y patriarca nacional sino, además, el padre de Lydia Cabrera. Y si aquella tarde de agosto del 2015 yo pude tocar el bombín de su padre, es porque me hallaba entre los vestigios de lo que fuera su vida habanera, dentro de aquella “sabrosa” atmósfera cubana descrita por Lorenzo García Vega ya en el exilio, calcinándose ambos en Playa Albina.
Yo nunca antes había tocado un bombín. Así es que aquello me impresionó; y recuerdo cómo al pasar la mano algo del polvo acumulado sobre el fieltro se me quedaría adherido a los dedos, devolviéndome a la hacienda. O, precisamente, a la plantación, cualquier plantación; allí donde no quiero estar y donde nunca he estado, porque demasiado han luchado los míos para evitarlo. Es tal vez por eso que la peste a melaza me lleva siempre al borde del vómito. Curiosamente, para Lydia Cabrera, según nos cuenta García Vega cuando en vano trataba de asirle el pensamiento, “Cuba era un país bastante dulzón (…) azucaradito.”
La Cuba de Lydia no era la de mis abuelos.
Lydia Cabrera disfrutaba el melao.
Mi abuela aborrecía el ingenio.
Y yo a ambos los sentí, como un chispazo, al rozar el viejo fieltro del bombín; y luego, según repasaban mis manos el resto de los objetos, residuos de la patricia familia habanera: libros, fotos, manuales de cocina.
¡Había tantos! Levanté uno, hojeé el otro, no alcancé sin embargo a abrir la mayoría de las libretas donde se recopilaban en elegante caligrafía centenares de recetas. Azarosamente, sobrevolé el índice de una de las primeras ediciones del Manual del cocinero cubano, de Eugenio de Coloma y Garcés, y en la página 126 del libro que utilizaban los cocineros (muchos de ellos negros) de las ricas familias decimonónicas cubanas, se explicaba cómo hacer el “funche criollo”:
Se pone agua y sal en una cazuela al fuego, se
hecha la harina de maíz y se deja hervir hasta que
esté bien cocida, luego se fríe con manteca de puerco,
unos ajos y se echan dentro de la cazuela en don-
de se halla la harina cocida, se menea esta para que
reciba la manteca, y luego que tome consistencia
de pasta, se echa en una escudilla grande untada en
manteca para que se enfríe y no se pegue y queda
de la figura de un pudin, luego se sirve.
¿Cómo fue a parar una de las comidas con que se mantenía funcionando a las dotaciones de esclavos a la elegante mesa de sus amos?
¿Cómo se juntaron el funche y el bombín?
Mas los pantanosos caminos del funche al bombín y del bombín al funche no parecen haber llamado la atención de la autora de El Monte, Cuentos negros de Cuba y Yemayá y Ochún, entre otros libros que suelen ser catalogados bajo la rúbrica de estudios del folclor de los negros de Cuba. ¡Ay, qué Lydia!
Entonces, ¿quiénes fueron sus negros?
Le contaba Cabrera a García Vega cómo en París, cuando el hastío la lanzó a hilvanar sus Contes nègres, comenzó a recordar que de “chiquita existió una Tata Tula que [la] dormía rascándo[le] la planta del pie” y cómo para escribir su obra se dio a rememorar “lo que oía a los criados en el fondo de la casa.” Hay mucha distancia entre el fondo de la casa, donde se prepara el funche, y la sala, donde descansa el bombín. Lejanía cuyo espesor supo aquilatar García Vega cuando revela el proceso de “recorte” de la realidad de los negros cubanos, que define la escritura de Lydia Cabrera.
Suele repetir la autora “mis negros” y, más frecuentemente, “mis negritos”; quedando inmortalizada incluso la relación con sus informantes y sirvientes, cuando Federico García Lorca dedicara los magníficos versos de “La casada infiel” a “Lydia Cabrera y su negrita.” Carmela Bejarano era su nombre, pero esto parece haber sido un detalle sin importancia para ambos escritores; a sus ojos ella era apenas eso, la negrita de Lydia Cabrera. Frases que se me encajan amargas. Y esa amargura resulta mucho más insistente que la dulzura con que tal vez se deseaba pronunciarlas. Dura punta dentro de la azucarada cubanidad de Lydia Cabrera y su gente.
Supongo que nunca se encontraron Lydia y mi abuela, Cecilia Linares Wilson, a quien no recuerdo que alguien osara llamarla “mi negrita”. Mi abuela no era negrita sino negra. Bien negra. Y a nadie perteneció. Sola levantó mi familia. Así es que a veces me pregunto cómo, de haberla conocido, la hubiera llamado Lydia, de quien se cuenta que al salir ni siquiera cargaba dinero consigo pues de antojársele algo, siempre habría quien manoseara por ella billetes y monedas. Tampoco recuerdo a mi abuela preparando funche.
Mas nos cae el solsticio y espanto todo, el pasado lejano y reciente. Hace demasiado frío. La oscuridad duele y la COVID sigue arrasando. Solitarias serán estas fiestas y ya ni quiero recordar los abrazos. La familia, los amigos, los amores y los amantes están todos muy lejos. Soy una sobreviviente, me repito, como lo fue mi abuela y lo es mi madre. Un solsticio hoy, dentro de unos meses el equinoccio, luego otro solsticio con su correspondiente equinoccio, y así, año tras año. No es en definitiva tan rotunda la incertidumbre. Por eso quedan ahora, sobre el plato esmaltado, este arroz y sus plátanos fritos, ni siquiera picadillo pero sí una rodaja de aguacate, junto a los huevos, bien amarillos y, por supuesto, sunny side up.
¡Felices fiestas!
A matéria é perfeita.
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