Devastadora ha sido y continúa siendo en muchas partes del mundo esta pandemia. Compensaciones mínimas nos trajo, sin embargo. Así, incluso si de tanto usarlo hayamos terminado aborreciendo Zoom, es gracias a plataformas como esta que algunos continuamos trabajando, asistimos a cumpleaños y happy hour virtuales, amistades y matrimonios perseveran o languidecen, dimos amor a nuestros padres y regañamos a los hijos, asistimos a sesiones de terapia y yoga. Hemos visto mucho cine también.
Algunos de estos momentos reconfortantes llegaron entre febrero y mayo, cuando el colega César Salgado organizó en la universidad de Texas, en Austin, el ciclo virtual de proyección y discusión de documentales “Screening Scribes: Four Films on Cuban Writers” (Escribas en pantalla). Con José Lezama Lima: Soltar la lengua y Letters to Eloísa, realizados en el 2018 por Ernesto Fundora y en el 2020 por Adriana Bosch, homenaje se rindió a la vida y la obra de Lezama Lima. No puedo en tal sentido más que felicitar a sus realizadores, y regocijarme por la existencia de estos materiales que, apasionada y exhaustivamente, no sólo documentan la experiencia lezamiana sino que, además, se extienden sobre la intelectualidad y las políticas culturales implementadas en diferentes momentos de la historia cubana.
En ambos documentales resalta la voluntad de retrasar el perfil de una figura fantasmagórica —según dirían algunos—, intentando desentrañar su misterio, afirmarían otros. En general, se parte al rescate de un Lezama plural, cuyo retrato es completado con intervenciones de intelectuales de dentro y fuera de la Isla, pertenecientes a generaciones distintas, y expresándose desde múltiples perspectivas estéticas, ideológicas y políticas. Un Lezama de todos los cubanos, se insiste.
¿También de lo negros cubanos?
Noté en los dos documentales un persistente gesto común: para recrear el sufrimiento del poeta que, dentro de un asfixiante apartamento en Trocadero #162, escribió una de las obras cimeras de la lengua hispana, con frecuencia se yuxtapone la sofisticada complejidad de su sistema poético a las características del popular barrio Colón, donde residía. Al referirse a la forma de vida de los vecinos del poeta, los cineastas hacen suceder impactantes imágenes de cubanos negros. De tal suerte, cuando en Soltar la lengua Enrico Mario Santí describe la cultura contemporánea utilizando términos como “vulgaridad degradante”, sus palabras son escoltadas por la foto del voluminoso trasero de una mujer negra.
El uso en estos documentales de tales imágenes parece sugerir la existencia de una Habana negra erigida en oposición a la inmensidad literaria y ética de Lezama. El universo del principal poeta del grupo Orígenes, es en contraste mostrado en su más perseverante blanquitud, a través de fotos y recreaciones de refinadas cenas con familiares y amigos, tertulias y paseos que remiten a un mundo segregado de aquella habanidad de piel oscura. Aplastante es sin dudas el poder de las imágenes.
Se vislumbra también cierta asociación de esa Habana supuestamente negra y callejera, con la experiencia de acoso, censura y amedrentamiento sufrida por Lezama en los años 1960s y 70s.
Negra o mestiza aparenta ser la maestra que parece enseñar la literatura nacional de la cual fue borrado el nombre de Lezama. Es también el policía negro o mestizo; como lo son los niños en chivichana, vendedores ambulantes, las prostitutas, bailarinas y pordioseros cuyas fotos pretenden ilustrar el bullanguero ambiente que circundaba el proceso creativo lezamiano.
Era aquella la misma Habana recorrida por el cineasta Nicolás Guillén Landrián. Mas, bajo su mirada negra, estas calles —tan empobrecidas y dominadas por el mismo sentimiento de abandono y hastío, el sonar de tambores y el baile desenfrenado, como las reproducidas en estos documentales sobre La Habana de Lezama Lima— no destilan la imagen de un mundo ajeno. Los personajes del barrio no aparentan amenazar proyecto cultural alguno, ni siquiera aquel que defendería la “eticidad resistente de los hispánico”, que según Lezama consolidara la añorada síntesis entre los diferentes elementos constitutivos de la nación, aportándole solidez y eternidad.1
En el corto En un barrio viejo (1963), por ejemplo, al canto del guaguancó le sigue el paso marcial de un batallón de milicianos marchando en la calle, la cámara se detiene sobre la mirada de los niños pobres, pero recoge también el bochorno del empleado de cine y el ajetreo de la clientela diversa que se junta a beber café ante una barra cualquiera. Trasmite melancolía el rostro de una muchacha y preocupación el de otra; un toque de tambores acompaña el seductor andar de las mujeres en la calle. Bajo la edición de Guillén Landrián, no tienen por qué ser negras las cubanas cuyos traseros persigue la cámara. Ni lo es el pordiosero al que una familia blanca da unas monedas. En cuanto a los negros, bailan, sí, y se les muestra —junto con practicantes blancos— en el frenesí de una ceremonia religiosa, pero aparecen también absortos en su trabajo: sorprendido nos mira aquel que por un instante interrumpe el accionar de la máquina de coser.
La visión de Guillén Landrián sobre la vida popular habanera, como la de Sara Gómez, dista mucho de la que se nos ofrece en los documentales “Lezama Lima: Soltar la lengua” y “Letters to Eloísa”, donde es la propuesta origenista celebrada por su cubanía, a la vez que se insiste en su distinción, su alejamiento de otras expresiones de lo cubano.
Los entrevistados son casi todos hombres blancos, con algunas excepciones: las poetas Fina García Marruz y Belkis Cuzá Malé, la ensayista Margarita Mateo Palmer o la historiadora Lillian Guerra. Curioso resulta asimismo que no se incluyan las opiniones de intelectuales negros que han producido valiosos análisis sobre la obra de Lezama, como Víctor Fowler2 o Nancy Morejón. Quizás se interpone la política. Aun así, ¿no es acaso Lezama de todos?
La injusta censura impuesta por las instituciones culturales a Lezama es debidamente recordada en estos documentales. Cuando se alude a la tardía recuperación de su figura, suele recurrirse como caso ejemplar a la película Fresa y chocolate, presentada 17 años después de su muerte. Nadie parece recordar cómo en 1970, estando todavía vivo el poeta, Nancy Morejón publicara el artículo “A propósito de José Lezama Lima” en La Gaceta de Cuba. Afirma también Morejón haberlo invitado, con un grupo de estudiantes, a ofrecer una charla en la facultad de Artes y Letras de la Universidad de La Habana en 1962; y sostenido amistad y “diálogo intelectual” con él, especialmente tras haber este integrado el jurado Julián del Casal, que en 1966 premió su poemario Richard trajo su flauta. Yo me pregunto: ¿cómo serán los recuerdos que de Lezama guarda Morejón, poeta negra nacida y criada en el también popular barrio de Los Sitios?
La perspectiva elitista y eurocéntrica de estos documentales ilustra el posicionamiento adoptado en la mayoría de los acercamientos a la cultura y la historia del grupo Orígenes. Aun si es una cubanía fundacional y cohesiva la que reconoce en Lezama y sus acólitos, una ética que defiende como propuesta de futuridad nacional, la presunta comunidad letrada se sigue deseando y viendo a sí misma esencialmente pro-hispánica y sólo proclive a la aceptación de escogidos matices antillanos —aquellos cuyo depurado acceso se ocupara ya Antonio Benítez Rojo de posibilitar. Permanece pues el grupo de pálidos “letrados” cubanos produciendo sus autorretratos en las penumbras de la sala colonial, al abrigo de los ruidos callejeros. Afuera, ¡ah, esos negros!
Atendiendo a la casi nula presencia negra en esos círculos donde se estudia, ensalza y recupera la pasión origenista —o al menos en aquellos de mayor divulgación mediática— podría pensarse que los intelectuales negros no nos referimos a estos temas. Tal vez se dude que alcancemos a leer e interpretar a Lezama. Mas es muy distinta la explicación de nuestra ausencia, y otras hipótesis podrían adelantarse: por ejemplo, que raramente se nos ofrece un sitio a la mesa de los banquetes lezamianos, y a otros ágapes culturales de similar inclinación. En alguna que otra oportunidad puede que se nos acerque con reticencia una silla; pero es bajo una condición: hacerse eco de agendas previamente establecidas por estos grupos de “letrados”, tan adustos, tan frescos y serenos dentro de sus bien planchadas guayaberas. Una foto de familia que se reproduce de una generación a otra.
Y, sí, es cierto, hay un Lezama de todos. También nuestro; y de las negras y los negros y las prostitutas y los pregoneros y bongoseros y la gente abatida y luchadora y con todos los colores posibles que vive en la Habana del Centro, gente de todas las Habanas. La gente en las películas de Guillén Landrián y Sara Gómez. Por eso, seguiremos los negros leyendo y escribiendo sobre Lezama y Piñera y Carpentier y Sarduy y Arenas y Eliseo Diego y todos, absolutamente todos los escritores que han, por su parte, descrito y reinventado a los cubanos. Es posible que lo que digamos no resulte del agrado de los anfitriones. No importa. Hablamos, sin parar. Y es que va quizás siendo hora ya de componer nuestro propio almuerzo, para que en la sobremesa puedan ser discutidas otras visiones de la cultura cubana. Rasgar la foto de familia. O ampliarla, de una vez.
Notas:
1 Lezama Lima, José. “Recuerdos: Guy Pérez de Cisneros”, en Leonel Capote (ed.), La visualidad infinita, La Habana: Letras cubanas, 1994, p. 282.
2 Además de José Lezama Lima. Diccionario de citas (2000), que publica con Carmen Berenguer, Fowler es autor de múltiples ensayos sobre Lezama, algunos incluidos en sus volúmenes La maldición, historia del placer como conquista y Rupturas y homenajes (ambos publicados en 1998, en Letras cubanas y Ediciones Unión) e Historias del cuerpo (Letras cubanas, 2001).
Hermoso y muy bien dicho!
Qué texto mas sabroso , hermanita, te quedó de rechupete !