Regresa la muerte. O reaparece. Porque siempre ha estado, está y seguirá estando. En vano pretendemos camuflarla tras el tumulto de todos los días, todos los años: elecciones, protestas y fiestas paganas o sacras, las comidas familiares, las tardes y las noches marcadas para una u otra celebración. Igual, sigue la muerte alargándose, obligándonos a reparar en ella y volver a prestar atención a las cifras: los infestados, la admisión en los hospitales, los que no pueden combatir más, cesan de resistir, terminan vencidos por el virus.
Segunda ola, le llaman, y muy bien sabíamos que nos atraparía. Sólo quisimos hacernos los desentendidos y aprovechamos como pudimos la tímida libertad durante el verano y las primeras semanas del otoño. Mas no hay ya más escapatorias. Toca encerrarse de nuevo.
Ahora, por lo menos, contamos con un poco de experiencia y lo tomamos con menos aspaviento. Creo que aún no se han agotado ni el papel sanitario ni el desinfectante en el supermercado y, sabiendo lo que nos espera, hemos salido más este fin de semana; como para despedirnos de las calles, del café y el restaurante preferidos, para sonreír y agradecer, tras la máscara, escasas horas antes de que vuelva a imponerse el confinamiento sobre la ciudad.
Volverán los días silenciosos.
El espacio será nuevamente recuperado por la naturaleza. Afuera, pero adentro también.
Mi pelo descansará otra vez del hollín despedido por guaguas y camiones, de las filosas ráfagas arremetiendo inclementes al cruzar los puentes sobre el Schuylkill. Como las tortugas y los cormoranes al borde del río, los venados, los tejones y hasta las osadas ardillas, para quienes nuestro confinamiento es una bendición; mi pelo retoma fuerzas durante el encierro.
Cuando ya no siento en el cráneo los halones de las miradas recriminatorias o curiosas, mi pelo solamente crece. Nadie lo ve hacerlo y no importa porque es eso crecer. En silencio y lejos tanto de los reflectores como de la calumnia.
Crece como la maleza si nadie la pisa.
Es natural.
Quisiera poder decir que empecé a dejarme el pelo natural por conciencia antirracista, pero no lo haré; porque no es cierto. Al contrario, muy previsible resultó mi transición. Acababa de salir de una poco memorable cadena de relaciones y, como suele decirse que cuando un amor de cualquier intensidad termina una cambia de color el cabello o decide cortárselo, fue algo así lo que hice: siguiendo la letra de la memorable canción, lavé a aquel hombre fuera de mí permitiéndole que tranquilamente siguiera su camino. Así, ante el espejo, una noche, en lugar de hacerme los rolos metí la cabeza bajo el agua para que se fuera todo: el alisado apenas hecho par de días atrás con peine caliente y el recuerdo del amante. Luego me hice unas trenzas y ese fue el comienzo de mi afro. Desde aquel momento han pasado quizás diez o quince años (tendría que revisar mi archivo de fotos en Facebook para recordar con precisión); lo que importa es que a partir de entonces empecé a amar mi pelo natural, y que fue ese el final de toda una vida haciéndome desrizar el pelo.
Desde los cinco años, cada dos semanas religiosamente acudiendo a la peluquería del hotel Habana Libre. No exactamente. O sí. Más o menos: se trataba de un cuartico escondido, al fondo de la peluquería con su lujosa decoración años 50, aquellos enormes espejos ante los cuales las mujeres blancas eran peinadas, a la vista de todos. Al final, allí, en el cuartico de no más de veinte metros cuadrados, amontonadas, las negras pasábamos horas bajo las manos de Ana Esther y Juanita. El aire acondicionado podría estar al máximo, pero casi no se notaba; envueltas como estábamos por el calor desprendiéndose de las hornillas eléctricas, sobre las que se recalentaban los peines de hierro que empuñados con destreza nos metamorfoseaban: el pelo afro alisado, de natural a lacio, de nosotras a lo que se esperaba de nosotras.
En aquel cuartico al que acudía de la mano de mi madre, fui “adoptada” por una cofradía de majestuosas mujeres negras ante quienes, por supuesto, me estaba permitido solo escuchar pero nunca hablar. De ellas, Nisia Agüero, Rosa Marquetti, y otras tantas, doctoras, bailarinas, abogadas, intelectuales, todas bellas e infatigables, aprendí mucho y bastante he olvidado también. Han quedado sin embargo todas incrustadas en la memoria y con frecuencia reaparecen en mi día a día, en cualquier ciudad, grande o pequeña, pueblo de campo o suburbano en que me ha tocado vivir. Suelen sorprenderme sus risas y secreteos, los suspiros de aquella, la tristeza de la otra, la alegría compartida cuando alguna alcanzaba sus metas, la resignación ante lo que sea que sentían aquellas mujeres que les cortaba el paso; pero siempre de alguna manera llegaba una voluntad guerrera más fuerte que todas nosotras, ancestral, impulsándonos. Sólo ahora, que he alcanzado y sobrepaso la edad que ellas tenían cuando las conocí en el cuartico de las grandes transformaciones, creo comprender el sentido de la risa, el suspiro, sus miradas y el silencio, detrás de la mueca si sentíamos demasiado cerca del cráneo los dientes candentes del peine de metal. “Estáte quieta”, impaciente repetía Ana Esther, el humeante peine en alto, “que si te sigues moviendo entonces sí te voy a quemar”. Al final, tras las sonrisas aprobatorias de las peinadoras y el resto de la clientela, listas salían aquellas “cabezas”. Llevar el pelo liso era su elección —por aquella época, otras negras, como Sara Gómez, Belkis Ayón o Nancy Morejón, prefirieron el afro. Para las unas y las otras, con el cabello natural o desrizado, era esa su manera de afrontar el mundo orgullosas. Reinas, pues, se sabían aquellas que salían del barracón al que habían sido relegadas por la administración de la peluquería, al posarse en el lobby del hotel; a veces atravesando las puertas acristaladas, desafiando erguidas el calor o la ventolera entonces abatiéndose sobre La Rampa; otras, subiendo la escalinata rumbo al bar Las Cañitas a disfrutarse un cubalibre o un daiquirí.
En 1993, el hotel que antes de Libre había sido Hilton pasó de Libre a manos de la compañía hotelera española Guitart. Sus nuevos gerentes desaparecieron el cuartico y, con él, el servicio para mujeres negras. A juzgar por la composición racial del personal contratado entonces para trabajar en el hotel, no es difícil barruntar que, para los amos catalanes, las negras no habían de aventurarse más allá de la cocina (si es que llegaban a ella).
Por un tiempo, continué visitando a Ana Esther en otro cuartico, pero este ya sin aire acondicionado ni grandes espejos ni potente iluminación; lejos de La Rampa, en la Habana Vieja, un oscuro solar en una calle poco transitada entonces por los turistas, hasta donde no llegó el ímpetu remodelador del finado Eusebio Leal. Luego volvióse insoportable la penuria y la dispersión y yo acabé aterrizando en París, donde conocí otra manera de descubrir mi piel y mi pelo y mi sexo y mi deseo.
Han pasado muchos años. He cambiado yo. La Habana ha cambiado. Las negras habaneras han cambiado a su vez; y es así como, siempre que me es dado regresar a la ciudad, noto que somos cada vez más en dejarnos el pelo natural y proliferan las peluquerías dedicadas al cuidado del cabello afro. En torno a estos espacios, se reaniman comunidades. Incluso si seguimos careciendo de aquellas sociedades de color que antes de 1959 facilitaron la asociación y ayuda mutua entre cubanos negros y mestizos —sociedades que, contrariamente a las dedicadas a las diversas comunidades ibéricas y a sus descendientes cubanos que se multiplicaron a partir de los años 1990s, permanecen clausuradas—; informalmente, surgen nuevos intentos comunitarios.
Como aquella cofradía reunida en el cuartico del Habana Libre, vuelven las negras habaneras a reunirse y apoyarse las unas a las otras, mientras se tornan más bellas. “Lo llevamos rizo” es el proyecto sociocultural surgido a raíz del concurso de belleza homónimo, que Susana Pilar Delahante Matienzo organizó en la XII Bienal de la Habana, en el 2015. Fue también durante esta bienal que la artista presentó su performance “El tanque”, donde el público asistía al doloroso y peligroso proceso del desrizado de su pelo —escuchando el ruido como de fritura del peine caliente al deslizarse sobre el cabello engrasado, el olor de la hebra de pelo chamuscado. Al final, una vez terminado el proceso, Susana Pilar se levantaba y vertía un cubo de agua sobre el pelo recién alisado, deshaciendo todo el trabajo, devolviéndolo a su estado natural. “El tanque” fue presentado en el Pabellón Cuba, donde también se celebró el concurso “Lo llevamos rizo”. Ha sido esta la primera ocasión en que la belleza de la mujer negra es pública y expresamente elogiada, de la suerte marcando una pauta en la cultura y la sociedad cubanas, una experiencia inusitada tanto como necesaria. Desde entonces, el proyecto “Lo llevamos rizo” ha conseguido mantener la promoción del uso cabello afro y el orgullo afrodescendiente entre las negras y los negros de Cuba.
Susana Pilar Delahante Matienzo, “El tanque”, La Habana, 2015. Foto: Cortesía de la artista.
Ese orgullo, que “Lo llevamos rizo” insiste en fomentar desde la infancia, corre ya por las calles de La Habana. Al tropezármelo, no puedo más que recordar a aquellas negras tremendas que conocí en la peluquería del Habana Libre, cimarronas que de la misma manera en que nosotras hoy portamos nuestro afro como esplendentes coronas, símbolo de nuestro poder, entonces lucían el pelo desrizado como muestra del dominio de sí mismas, de su cuerpo y su imagen.
Brindo esta noche por ellas y por nosotras, cimarronas de entonces y de ahora, a punto ya de esconderme nuevamente, en este esfuerzo tan 2020 de protegernos y proteger a nuestros conciudadanos. He preparado ya el buen mojito y recuperado un video de “Lo material”, en la voz de otra habitué del Habana Libre, Elena Burke, la cantante preferida de mi abuela. Va siendo hora entonces de sentarme ante el espejo a tejer, trenza tras trenza, despacio y cuidadosa, venerando mi pelo, que ya saldrá al aire en algún momento, cuando todo esto haya pasado y brillemos y seamos, otra vez.