África es sin dudas un sitio especial para quienes descendemos de esclavizados y cimarrones. En alguna de sus ciudades, aldeas, bosques, sabanas o desiertos, en algún paraje que el rapto y traslado forzoso cubre de irreparable incertidumbre, habrán nacido nuestros antepasados. Poco más sabemos. En el mejor de los casos, contamos con nebulosos porcentajes. 74 % del África occidental —Mali, Benín y Nigeria—, el 18%, europeos de tres regiones diferentes y el resto de por ahí: más o menos eso dicen que dice mi ADN y yo, a falta de mi propia historia, me dejo llevar por lo que dicen que dice mi saliva.
Pero la ecuación no se resuelve tan fácilmente. Ese 74%, ¿qué significa en realidad? Hay un mito que viene y va con los años, y que de tan edulcorado a punto está ya de volverse empalagosa melcocha: el del regreso a África; comprensible, sin discusión alguna, en un grupo humano a quienes ha sido sistemáticamente negada la plena ciudadanía y el sentido de pertenencia en las Américas. Tentadora es así la idea de vivir en un lugar donde ser negro no implique persecución, rechazo o desconfianza. Por eso, la posibilidad de no levantarse cada mañana y caer dormidos cada noche encadenados a la constante tiranía de la significación social que en Occidente guarda el color de la piel, no podía sino servir de soporte al garveyismo entre las décadas del 1910 y 1920, o a la négritude impulsada por el martiniqués Aimé Césaire, el senegalés Léopold Sédar Senghor y el guyanés Léon Damas en los años 1930. África era la matriz, a África debía volver el afrodescendiente sea física —como exhortaba Garvey— o intelectual y espiritualmente —según Césaire. Retorno este, sin embargo, sólo a un África mítica, pues no hay retorno posible a dónde nunca antes se ha vivido.
¿Acaso hemos vivido ya en aquel continente los descendientes de africanos esclavizados? Sí y no. Y a la vez, no, pero sí.
La paradójica complejidad del a un tiempo posible e imposible retorno a África, fue algo que muy bien comprendió la escritora guadalupeña Maryse Condé, quien además se ocupó de hacérnoslo saber, de un modo u otro, a través de unas quince novelas publicadas. Aunque consideraba la négritude de Césaire como punto de partida de su pensamiento, por experiencia pronto supo que para la autodefinición identitaria del caribeño no era indispensable pasar, sobre todo físicamente, por África.1 Recién casada con el actor guineano Mamadou Condé, en 1959 Maryse emigró a Guinea, que se estrenaba entonces como república independiente. Ha confirmado la escritura que realizaba aquel primer viaje ansiando ingenuamente encontrar en África las verdaderas raíces que sostendrían su identidad. Sin embargo, bajo el gobierno de Sékou Touré, rápidamente se desilusiona de la política poscolonial africana, mientras las desavenencias con su esposo la llevan a alejarse de él sólo un año después de casados. Descubre que África no es el sitio soñado; aun si reconoce que, a través de sus dolorosas experiencias en el continente, encontró el camino hacia sí misma:
“Cuando vivía en África, era una caribeña francesa viviendo en la madre patria. Pero descubrí que África no era mi patria. África me ayudó a descubrir que yo no era africana. (…) Comprendí que no pertenecía a África, que yo era caribeña y pertenecía al Caribe. África me ayudó a ver quién soy exactamente.”2
Para mí, cobran total sentido las palabras de Maryse Condé cuando me devuelve el recuerdo mis viajes a África.
Sólo dos veces me ha sucedido; y las dos veces han jugado conmigo sus fuerzas demasiado rudas, triturando toda ilusión, devolviéndome a mis más ocultas verdades; a ese casi tocar, casi lamer, casi oler quién en verdad soy. Una experiencia cuanto menos perturbadora. Dolorosa siempre y en algún que otro momento hasta peligrosa, que en nada se parece a la prometedora imagen de un liberador regreso a los orígenes. Más bien, se ha tratado de una corrección histórica, o tal vez natural; como el paciente trabajo de aquellas hormigas carnívoras, que en el cuento “La miel silvestre”, de Horacio Quiroga, se almorzaban el cuerpo del incauto citadino que, adentrándose en la selva, pretendía reconectar con una presunta humanidad genésica.
Eso han sido mis viajes a África, una experiencia correctora.
La primera, veinte años atrás, permanecí apenas al umbral del continente: el manojo de islas de Cabo Verde. Son diez, pero la mayor parte de la estancia fue en Mindelo, capital de São Vicente, que por histórico buen puerto es la ciudad más entretenida del archipiélago —en sus bares pulieron la voz los más famosos cantantes caboverdianos, Césaria Évora, la más reconocida.
En Mindelo decidimos entonces, el que era por aquella época mi esposo y yo, quedarnos por unos diez días. Demasiados. No había mucho que hacer. Una playa ruda, porfiadamente oceánica, de olas potentes; el viento siempre golpeando, amenazando con convertirse en huracán hostigador de otras islas, en el Caribe; hasta el sol parecía calentar como al descuido pero con fuerza, groseramente; por doquier, rocas, polvo. Ni a los elementos parecían importarle las islas de Cabo Verde, reputadas por su aridez y escasos recursos naturales.
No fueron paridas por volcanes con la intención de que fuesen habitadas. Desiertas las hallaron los portugueses cuando en 1462 iniciaron la colonización de las islas, decidiendo luego construir en ellas almacenes para africanos capturados en el continente, 570 kilómetros al este. Con el fin de La Trata, en siglo XIX, los africanos que estaban en la isla allí quedaron. Mezclados con los traficantes, comerciantes y piratas europeos, fue forjándose la población caboverdiana.
Nada pues que hacer en Mindelo, tan en medio de la nada.
Sólo dejarse aplastar por la noche y el viento. Sólo sucumbir al grogue, el aguardiente local, tan árido al recorrer la garganta como lo es la existencia en aquellas islas. Devastadora. En el parque, al atardecer, en las noches, todo lo que puede hacerse es dar la vuelta indefinidamente: ronda que llaman “hacer el grogue.”
Fui a veces con Katrina, la amante de Patrick, que hablaba perfectamente el francés porque antes había vivido un marsellés ya desaparecido de São Vicente. Katrina apenas tenía 17 años, pero aparentaba el doble y contaba con mucha más experiencia que yo en los asuntos vitales, los que verdaderamente cuentan en las islas. También Patrick había vivido con otras muchachas antes de invitar a Katrina a lo alto de la colina, donde construyen sus casas los blancos y mulatos ricos de Mindelo. Todas hermosas, jóvenes, sonrientes. Todas en verdad una copia de Elza, la primera, la que ya no estaba esperándolo en casa al regreso de uno de los viajes a Besançon que su madre lo obligaba a dar cada navidad. Dicen que Elza se marchó a Coimbra tras el padre de su hijo, un legionario inculpado de homicidio que por mucho tiempo había permanecido escondido en Cabo Verde, hasta que finalmente se entregó a la justicia para recuperar su persona civil y poder darle un apellido a su hijo de tres años. Cuando pudo, mandó a buscarlo; Elza escapó de Mindelo y otras mujeres ocuparon su puesto junto a Patrick, hasta llegar a Katrina.
Nos parecíamos Katrina y yo: la misma altura y tono de piel, de ojos y pelo. Podríamos pasar por hermanas; quizás hasta fuésemos remotamente parientes, pues, en nuestra circunstancia residual de África, todo es posible. La única diferencia entre nosotras parecía ser que Katrina lograba ser muy dulce y callada; yo no. Pero esos son meros detalles. La verdadera diferencia entre las dos estaba en la historia: los suyos fueron abandonados en medio de la travesía; los míos, arrastrados hasta su destino esclavo en las Américas.
¿Qué hubiera sucedido si…?
No hay que hacerse ese tipo de preguntas. En África, más conviene a las negras que como yo tenemos nuestra casa de este lado del Atlántico, no utilizar el condicional ni el subjuntivo.
Mejor, hacer el grogue3 en el parque, o beberlo, o escuchar morna.
La noche en que por primera vez me encontré frente a frente con la morna lo entendí todo, como décadas antes le había sucedido a Maryse Condé en Guinea. Comprendí, según me llegaba la voz resignada de la cantante, cargada del cansancio de ser que le venía de su madre, su abuela, de padres desconocidos o conocidos, qué había pasado en aquellas islas, qué eran aquellas islas, qué hacía yo en aquellas islas: sufrirme, deshacerme para empezar a descubrir de qué material estaba hecha. Esa noche, en un oscuro bar de playa donde apenas conseguían escucharse las palabras de la cantante por encima del bramido del océano, comenzó a roerme las vísceras un desasosiego hasta entonces desconocido. Era la corrección, que avanzaba marcial desde la dolida cadencia de la morna, mezclada con el oleaje y el adormecimiento que causaba en mí y en todos alrededor el grogue rebalando adentro. Venía de la noche sin luna ni estrellas, noche podrida, de vieja esperma sobre sangre olvidada.
Fue entonces que lo supe. Que a Cabo Verde había llegado para perder la ilusión de aún amar a mi marido, que por primera vez se me hizo demasiado francés, tan sólo un europeo más en aquellas tierras de mercenarios y contrabandistas. En la negra playa, intuía verdades: yo era el destino de mis ancestros y ellos, los que a merced de las olas del tiempo quedaron varados en mitad del océano, eran lo que restaba de mis ancestros.
Distantes de sí mismos, me estaban enseñando a reconocer mi abandono y con él a cuestas seguir dando vueltas, ya sin vaso de grogue en la mano, ya sin morna, más allá, detrás del Atlántico, dentro del mundo.
https://www.youtube.com/watch?v=uR7HKOP55AQ
Notas:
1 Jacquey, Marie-Clotilde y Monique Hugon, « L’Afrique, un continent difficile. Entretien avec Maryse Condé », Notre librairie, 1984, No. 74, 21-25, p. 22.
2 Condé, Maryse, “An Interview with Maryse Condé and Rita Dove,” Callaloo 14:2 (spring 1991), 355-56.
3 Grogue, también conocido como grogu o grogo (derivado del inglés grog), es una bebida alcohólica de Cabo Verde, un aguardiente hecho de caña de azúcar. Su producción es fundamentalmente artesanal, y casi toda la caña de azúcar se utiliza en su elaboración.
Mindelo es una ciudad encantadora y con unos carnavales espectaculares. El caboverdiano es acogedor y tranquilo.