“En Pogolotti, a pocas puertas del hogar de Juan Valdés y su esposa Daisy, una familia entera se dio a la tarea de construir una balsa dentro de su propia casa. Laborando día y noche, fijando tablas de pino a cámaras de tractor, confeccionaron una embarcación que ocupó toda su modesta sala. Hicieron remos de bates de pelota y de trapeadores, y una vela a partir de una vieja sábana, y hallaron una solución creativa cuando descubrieron que no iban a poder sacar la balsa por la puerta.
Cuando la llevaron a la costa, acompañados por jóvenes y viejos vecinos del barrio, todos iban ofreciéndoles consejos sobre el viaje o los ayudaban a llevar los santos del altar, que la madre de la familia tenía en la habitación trasera de la casa. Particular atención se les prodigaba a Yemayá, diosa del mar, y a Elegguá, el que abre los caminos. Lanzaron al mar la balsa, que sintió el peso del número de pasajeros y las provisiones que habían juntado para la peligrosa travesía. Instantáneamente, se hundió. Luego de rescatar a los santos, la familia y quienes los apoyaban retornaron a Pogolotti y se dedicaron a construir un nuevo bote.”
Así empezaba, en The History of Havana, un libro nuestro de hace quince años, el relato sobre la crisis de los balseros de 1994.
De la misma manera que Camarioca y el Mariel, este acontecimiento no había sido un relámpago en un cielo despejado. Antes hubo dos rondas de acuerdos migratorios con EEUU que no funcionaron, decenas de miles de cubanos que aspiraban a irse y no encontraban cómo, otra vuelta de tuerca al bloqueo llamada Ley Torricelli y diversas medidas adicionales, numerosos secuestros de embarcaciones, asaltos a embajadas, e incluso protestas y enfrentamientos callejeros violentos, de los que no se tenía memoria desde 1960.
Pero sobre todo, el momento estuvo marcado por la caída libre en el hueco negro llamado Periodo especial, una crisis muchísimo peor que ninguna experimentada desde entonces, como quiera que se mida: decrecimiento del PIB, consumo familiar, transporte, apagones, inflación, desabastecimiento de alimentos, falta de combustible, etc. Así fue, aunque a veces algunos que lo vivieron parezcan haberlo olvidado, como si apartaran el mal recuerdo de aquel oscuro 1993, tormenta del siglo incluida.
Según el acuerdo migratorio de 1987, EEUU iba a otorgar 20,000 visas anuales. Sin embargo, en los siete años hasta 1994, en vez de 140 mil, solo se habían emitido 11, 222. El flamante presidente Clinton había declarado, en el mismo 1993 cuando se convirtió en presidente, que la política de “puertas abiertas” a los cubanos no iba a “hacerle el juego a la dictadura cubana para exportar a la oposición” y para usar la emigración como “válvula de escape” en medio de una crisis económica (el Periodo especial) que reflejaba “el fracaso del régimen de La Habana.” Etc.
Así que, de manera creciente, la vía indocumentada se fue convirtiendo en la modalidad elegida para salir de Cuba y especialmente para lograr entrar en EEUU. En 1985-94, 82 500 cubanos intentaron o lograron llegar a territorio de EEUU. De ellos, más de 60 000 lo hicieron entre 1991-1994, contando a los balseros del verano del 94.
Una vez más, EEUU aplicaba a Cuba una política inmigratoria especialmente diseñada. Como apunta Siro del Castillo,1 en contraste con esa política, casi todos los 22 mil haitianos interceptados por los Guardacostas entre 1981 y 1991, habían sido forzados a regresar a Haití, incluso aquellos cuyas vidas corrían peligro por la violencia reinante. Solo en 1991-1992, más de 36 mil corrieron la misma suerte. No fue hasta tres meses antes de la crisis de los balseros cubanos, en mayo de 1994, cuando la presión interna estadunidenses en torno a la crisis haitiana empujó a Clinton a responder, en el clima tenso de un año electoral, mediante una operación naval dirigida a “acoger y proteger” a los haitianos, confinándolos en Guantánamo. Más de veintiún mil de ellos estaban allí en agosto de 1994, cuando llegaron los cubanos.
En un texto anterior, he comentado en detalle el contexto de la crisis de los balseros, y su connotación de seguridad nacional para ambos países. Apunté que ningún análisis macroeconómico basta para explicar las causas socioeconómicas y políticas de una crisis. Como en Camarioca y el Mariel, el gobierno cubano advirtió en público a EEUU sobre el peligro de aquella escalada de violencia.
Como botón de muestra, evoco el caso de la lancha Baraguá, que cubría la travesía entre Regla y La Habana, secuestrada a punta de pistola dos veces en el lapso de unos meses. O los desvíos violentos de aviones y embarcaciones, que incluyeron asesinatos, sin que las autoridades de EEUU tomaran ninguna medida contra los secuestradores.
Una vez más, como en la crónica de una muerte anunciada, estas advertencias inútiles terminaron en una apertura migratoria, consistente en la suspensión de las regulaciones y requisitos para la salida legal del país.
Hubo, sin embargo, numerosas diferencias entre Camarioca y el Mariel, de una parte, y la crisis de los balseros de 1994, de otra, tanto en su contexto específico, como en su desarrollo y consecuencias.
La primera de todas es que los balseros no estaban esperando que los vinieran a buscar de Miami, ni tenían prefijado un punto de partida. Podían lanzarse al mar en cualquier parte a lo largo de una línea costera de 48 kilómetros a ambos lados de La Habana. Y nadie se metía con ellos.
En efecto, una diferencia principal entre esta emigración y las anteriores fue la actitud de los que se quedaban respecto a los que se iban. Como se refleja en la anécdota de la familia de Pogolotti que me contaba Juan, la solidaridad y la compasión prevalecían. A diferencia del Mariel, cuyos traumas y rudezas suelen citarse como típicos de la salida del país, en 1994 no hubo actos de repudio, coerción o presiones sobre grupos para que se fueran, ni de parte de los organismos encargados de la ley y el orden, ni de las organizaciones, ni de la comunidad.
No obstante, aquello no fue precisamente un paseo. De hecho, la recepción del otro lado fue menos buena que en ocasiones anteriores, para decirlo suavemente.
A diferencia de 1965 y 1980, los guardacostas de EEUU no los escoltaron a buen puerto en Florida, sino que los detuvieron, y los metieron a la fuerza en la base naval de Guantánamo. Allí los internaron en un campamento de tiendas de campaña armadas sobre antiguas pistas de aterrizaje, bajo el sol azotador propio de esa parte de la isla, que compartían con aquel montón de haitianos ya confinados en la base. En un área sin condiciones ni para guardar ganado, con una infraestructura prevista para un total de 5000 personas, consistentes en marines, sus familiares y empleados de servicios, se amontonaron más de 35 000 balseros, rodeados por rollos dobles de alambre de púas, sin agua corriente y con escasas letrinas, durante casi un año, hasta que EEUU decidiera qué hacer con ellos.
Aquella situación, y las promesas de EEUU sobre las bondades del mecanismo migratorio normal, llevaron a más de cien balseros a regresar al país, caminando a través del campo minado junto al perímetro de la base, en las propias balsas, o pidiéndoselo a las autoridades norteamericanas.
Para congraciarse con los exaltados de Miami, insultados por el trato a los cubanos como si fueran haitianos, Clinton aplicó la receta contraproducente de disparar desde la cintura contra todo lo que se movía: bloqueó las remesas, restringió envíos de paquetes familiares, suspendió los vuelos charter, anunció que aviones militares apoyarían la transmisión de radio y TV Martí, exigió a cubanoamericanos y académicos solicitar licencias específicas para visitar la Isla. Habiendo recluido a los balseros en la base apenas 72 horas después del estallido de la anticipada crisis, le tomó solo 11 días más recapacitar y proponer la búsqueda de un acuerdo migratorio con Cuba que parara aquella flotilla.
En ese primer acuerdo, se establecía que ellos iban a garantizar, usando las categorías migratorias que fueran necesarias, 20 mil ingresos como inmigrantes a cubanos residentes en la isla. Que no iban a dejar entrar a nadie que no cumpliera ese trámite legal; así que interceptarían a todos los que intentaran hacerlo en botes, y lo devolverían a Cuba, entregándolos a las autoridades. O sea, que iban a dejar de tratarlos como perseguidos, reprimidos, merecedores de refugio o asilo político, disidentes, etc. Que Cuba iba a cooperar en esa vigilancia de sus costas, aceptaría a todos los que EEUU interceptara, y no iba a sancionar ni adoptar ninguna medida de castigo o limitación de derechos con los que regresaran. En contraste con Camarioca, y sobre todo, con el prolongadísimo puente marítimo del Mariel, ahí mismo acabó la crisis de los balseros: apenas 25 días.
A partir de la firma de un segundo acuerdo, el 2 de mayo de 1995, EEUU iría sacando a los más de 30 mil encerrados en la base de Guantánamo, y a dejarlos entrar en EEUU, como parte del acuerdo de 20 mil establecido en septiembre de 1994. Cuando al fin desembarcaron en Miami, los últimos en enero de 1996, no les llamaron exiliados, luchadores por la libertad, ni opositores al comunismo, sino simplemente “balseros.”
¿Quiénes eran estos recién llegados? Según la investigación de campo2 emprendida por un equipo de académicos cubanos en 1993-94 acerca de la composición y motivaciones de los balseros cubanos, más del 50% atribuía su decisión a razones relativas a la familia: reunificación, aliviar su situación económica, poder reclamar su salida desde fuera, así como a las difíciles circunstancias de aquel momento para mantenerla.
Buscaban resolver condiciones materiales de que carecían, como la vivienda, además de realización profesional y libertad personal. Todos enfatizaban la motivación laboral como su horizonte de vida futura.
Esta investigación demostró que en el flujo de balseros había muy pocas mujeres, negros o mestizos, así como gente de campo; y que predominaban los menores de 30. Su nivel educacional se parecía al de la sociedad cubana. La mayoría tenía la expectativa de contar con familiares y amigos que los apoyaran; y estaba convencida de que esa era la vía “más rápida y con alta probabilidad de éxito,” en cuanto pudieran llegar a Estados Unidos.
La eficacia posterior de los acuerdos de 1994-95 se puede medir con el número de embarcaciones cubanas interceptadas por el Servicio de Guardacostas de EEUU (USCG). Solo entre 1995 y 2014, antes de iniciarse la corta primavera de Obama con Cuba, el USCG había capturado y devuelto poco más de 26 mil cubanos. En términos comparativos, esta cifra resultaba significativamente inferior a los 31 mil dominicanos y 27 mil haitianos interceptados en el mismo periodo.3
Como apunté, los balseros del Periodo especial no serían despedidos con actos de repudio, sino con gestos de solidaridad y fraternidad, abrazos y oraciones. La sociedad cubana había cambiado; y la política también. En lo adelante, la emigración iba a significar, cada vez más, parte de una estrategia de sobrevivencia familiar. En esa lógica, la mayoría no dejó de mirar atrás ni rompió con su vida cubana, mucho antes de que aparecieran Facebook o Whastapp, y los vuelos regulares de las aerolíneas comerciales.
En contraste con la Cuba anterior a la crisis de los 90, cincuenta o cien dólares enviados o traídos cada mes a parientes y amigos llegaron a significar, para muchas familias sin otros ingresos en dólares, una manera de mantener la nariz por encima del agua. Pronto el total de dichas remesas, enviadas por Western Union o traídas por viajeros, alcanzó cifras de cientos de millones en toda la isla. La mayoría llegó a cubanos blancos residentes en la capital, o las principales zonas urbanas, y terminó en una creciente red de tiendas de dólares y casas de cambio de divisas. Al lado de muchos mercados agropecuarios legalizados en ese mismo año de los balseros, se ubicó una CADECA (casa de cambio), de modo que las remesas en monedas extranjeras pudieran ser cambiadas por pesos cubanos para comprar vegetales, frutas, carne de puerco. Aunque las bodegas de la esquina siguieron distribuyendo raciones venidas a menos de algunos alimentos esenciales, las tiendas en divisas se convirtieron en suministradoras de aceite, enlatados, lácteos, cerveza, jabón, detergente, y otros productos primordiales.
La última medida de aquel año de los balseros colmado de acontecimientos fue la aprobación del peso convertible, en lugar del dólar. Desde entonces, el CUC se hizo parte de nuestra vida cotidiana y de una más esperanzadora economía doméstica, atada a la recaudación de divisas. Y así se mantendría, por un tiempo más largo de lo que se pensaba, cuando la tasa de crecimiento migratorio dejaría de crecer, a pesar de los altibajos de la economía.
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1 Siro del Castillo, “La crisis de los balseros: una mirada al tema migratorio veinte años después,” Catalejo, blog de Temas, 2014. http://tinyurl.com/otxsjd9.
2 Colectivo de autores (1996): Los balseros cubanos. Editorial Ciencias Sociales. Premio Pinos Nuevos.
3 Siro del Castillo, loc. cit., basado en fuentes de U.S. Coast Guard Maritime Migrant Interdiction current statistics–July 28, 2014, y el Yearbook of Immigrant Statistics, Homeland Security, 2012.