Leyendo los resultados de la pasada conferencia La Nación y la Emigración me vino a la mente una contradicción política de nuestra transición socialista en curso: la del diálogo nacional hacia adentro y hacia afuera, y su interrelación.
Hace poco más de un año, uno de los participantes de ese encuentro era blanco de calificativos como contrarrevolucionario y plattista, comparable con un personaje maléfico de El señor de los anillos. Para hacerlo, se argumentaba que era bueno “abrirse al debate, pero no dejarle abierta la puerta” a estas criaturas demoníacas, con el argumento de que “una cosa es la agenda del Estado cubano en la escena diplomática y otra cosa es la política interna y la función de nuestros medios en la actualización del consenso por el socialismo cubano”. En otras palabras, está bien que el diálogo y el debate hacia afuera se diversifiquen, flexibilicen, expandan; mientras que hacia adentro debe evitarse, pues confunde y debilita.
Esta contradicción no refleja nada más un punto de vista, un matiz del discurso, una libérrima opinión, o una manifestación folklórica de retórica sectaria entre algunos, sino una cuestión política conceptual de fondo.
Lo primero que salta a la vista es la peculiar noción de lo que se califica como diálogo y debate. Estos se perciben restringidos a un intercambio entre aquellos que piensan básicamente igual. Como si darle entrada a una posición antagónica fuera a debilitarlos; como si el sentido político de un debate no fuera enfrentar las ideas de los que se oponen, refutarlas con argumentos, vencerlas en su campo específico, con las reglas de una competencia.
Es como si, digamos, en una serie de pelota con los Orioles, cuando se desarrollara en Baltimore, aplicáramos las normas universales del juego; y cuando tocara en el Latino, pusiéramos otras, más convenientes para las virtudes y debilidades de nuestro equipo.
Eso que parece tan obvio, no lo es para quienes siguen pensando con una cabeza vieja, que concibe el debate ideológico constreñido a fronteras territoriales, con atavismos de una etapa anterior a la extensión y uso de Internet entre nosotros. Pero, sobre todo, anterior a un nuevo momento histórico caracterizado por una cultura política cambiada, espacio en disputa, que no se identifica con trinchera territorial, en aula o parque, sino localizado en las cabezas de la gente.
Por otro lado, si diálogo y debate no significa compartir un coro; si los líderes de la Revolución han puesto una y otra vez el unanimismo en la picota; si el propio Fidel Castro demostró muchísimas veces sus dotes para alternar con quienes no se identificaban con sus ideas políticas, siempre que fuera un diálogo, ¿en qué tradición socialista se sostiene la idea de que un debate nos debilita?
Quizá se origina en el enfrentamiento a un orden asimétrico, donde el acceso a los medios de comunicación más poderosos está en manos del anticomunismo de siempre, lo que les abre las puertas del Washington Post o El País a los enemigos del socialismo cubano, y jamás a quienes lo defienden o lo critican desde adentro. Ahora bien, ¿es esa una buena razón para imitarlos, y pretender refutarlos mediante monólogos de signo contrario? ¿Resulta eficaz enfrentar al adversario ideológico como si se peleara con una sombra, con un espantapájaros, al que se le atribuyen argumentos banales, simplones, fácilmente rebatibles, como si se temiera dejar que se muestre con su lógica y elementos de juicio?
Es como si al salir a lidiar con el toro, el diestro pidiera que se lo mostraran en un video o metido en una jaula, en vez de dejar que dé vueltas por el ruedo y muestre sus fuerzas reales y el filo de sus cuernos. ¿Alguien quiere ver una corrida así? ¿Puede llevarse el triunfo el torero que no se arriesga a meterse en el mismo ruedo con el toro, para lidiarlo y clavarle el estoque con la inteligencia y pericia del oficio? ¿Le va a ganar pidiéndole al público que se ponga de su parte de entrada, por solidaridad con su causa, y por simple oposición justiciera a la especie que tiene más músculos y mejores cuernos?
Si el campo de la Revolución pierde adeptos, no es porque se vayan del país ni menos aún que se alineen en contra, sino porque dejan de sentirse parte de su política. Quienes creen defender ese campo hoy con banderas, consignas y toques de trompeta, llamando a preservar sus conquistas sociales, pero ignorando ese consenso diferenciado en la sociedad real, no parecen advertir que esa postura implica, de hecho, batirse en retirada.
No es extraño que los apóstoles de la “unidad dura”, reacios a discutir de frente con quienes, sin aliarse con EE. UU., se oponen o discrepan honesta y abiertamente, también sean renuentes a sentarse con otros que no piensan el socialismo como ellos, ni a compartir una misma mesa de debate.
Estas divergencias se despliegan sobre el propio legado político de Fidel Castro. La susodicha unidad de acero lo invoca precisamente a él, quien fuera el artífice de un campo político no demarcado con cercas de púas, sino labrado y abierto para todos los cubanos de buena voluntad y que, en momentos tan críticos como 1961, supo decirle a una minoría revolucionaria que era necesario escuchar y dialogar con una mayoría que no lo era, para propiciar que se mantuviera adentro, y evitar que se pusiera en contra. La confrontación dura, en cambio, la reservó para los que atacaban a la Revolución con todos los medios a su alcance, de manera activa y consciente, y con los que se aliaban con el enemigo principal. Hacer esa distinción estuvo siempre en su visión estratégica, y por lo general, no confundió a esos enemigos con quienes discrepaban.
En vez de contribuir a un clima político de participación y diálogo, similar al que caracterizó aquellos años decisivos de arquitectura del consenso, lo recargan de preceptos ideológicos y grandes citas, olvidando la lección de construir unidad en la heterogeneidad, y no a la brava.
Por otra parte, paradójicamente, este credo se aproxima más al extremo de disidentes y medios de oposición, que en vez de informar y dar espacio a quienes piensan distinto a ellos, se dedican a estigmatizarlos, descalificarlos, ponerles nombretes, y expulsarlos de entrada de ese reino de pluralidad republicana que vienen anunciando.
Lidiando con estos actores enfrente, o al lado, se vuelve cuesta arriba defender y mantener el diálogo, hacerlo realidad, más que como una consigna que se acata, pero no se cumple.
No soy un teórico y menos un doctrinario de la política. Lo poco que sé de diálogo y debate lo he aprendido por la vía experimental, como otros hacen en laboratorios de física o psicología. Contando con muchos abajo, y la comprensión de otros arriba, hemos podido mantener y defender un espacio de debate abierto durante más de veinte años. En ese laboratorio hemos comprobado cómo incluso los de enfrente pueden aparecer, pedir la palabra, decir lo que piensan o preguntar, escuchar respuestas y argumentos en contra. En vez de “tomar” ese espacio, de convertirlo en su tribuna, o de recibir la cálida acogida que otros, por sus propias razones, les dispensan en otros foros, han afrontado razones opuestas, refutaciones, cuestionamientos, y respuestas. Para comprobarlo, basta revisar esos debates, que han sido publicados, y no ha pasado nada.
La medida de su utilidad no radica, desde luego, en haberse ganado el respeto de algunos adversarios, ni pretender darles lecciones a las instituciones, los políticos o los ideólogos. Sino apenas en cultivar, en un vivero experimental, otro estilo de diálogo dentro de la diversa familia socialista, que contribuya a renovar una cultura política sustentada en el ejercicio de las libertades cívicas, la participación ciudadana, la democracia, de que tanto se habla. Es decir, en prácticas de participación reales, donde quienes pueden saber más y menos aprenden juntos, sin jerarquías preestablecidas ni didactismo.
Me parecen más productivos esos intercambios, que incluso pueden transmitirse en vivo, que los que pululan en las redes sociales, donde los antagonistas se atrincheran, lapidan valerosamente a sus adversarios, y se enzarzan en interminables, estériles broncas, que nada tienen que ver con un debate genuino, y menos con un diálogo.
No soy un enemigo ni un fiscal de las redes. Tan improductivo es satanizarlas como no advertir sus insuficiencias. Con esta aclaración, reitero que, si de diálogo y debate se trata, el clima prevaleciente en las nuestras, aquí y ahora, no está contribuyendo al diálogo político, sino a la polarización y la diatriba. Con todo respeto, desde luego, para quienes creen que en ellas se decide la suerte del diálogo.
En efecto, algunos amigos que así piensan me han dicho que desde el universo virtual se convoca, se modifican o reafirman actitudes, se configuran representaciones sociales, se despliegan guerras ideológicas y cognitivas. Esos amigos se preocupan hoy porque el Gobierno cubano vaya a bloquearlas. También me dicen que esa bronca son inevitables, y aunque las redes facilitan los enfrentamientos y exacerban la polarización, también expresan las tensiones, las contradicciones y la pluralidad político-ideológica existentes, sin que podamos achacarles el origen de tales problemas.
Agregan que las redes sociales ayudan a liberar presión como escape catártico. Y que debemos usarlas para el diálogo porque, queramos o no, allí también está ocurriendo, y continuará haciéndolo. Afirman que son un espacio de interacción humana, de asociación, de construcción colectiva del conocimiento; y que serán lo que hagamos de ellas, lo que construyamos colectivamente allí. Etcétera.
Comparto en cierta medida sus reflexiones, especialmente en el reino del deber ser. Sin embargo, ignorar lo que está pasando y el efecto de las dinámicas en estas plataformas sobre el diálogo aquí y ahora resulta ilusorio y políticamente contraproducente.
En 2015, en su discurso de investidura como doctor honoris causa en comunicación social y cultura de los medios por la Universidad de Turín, unos meses antes de morir, el gran Umberto Eco sentenciaba: “Las redes sociales son un fenómeno positivo, pero dan el derecho de palabra también a legiones de tontos que una vez hablaban solo en el bar después de dos o tres copas de vino, sin dañar a la sociedad. Ahora estos tontos tienen el mismo derecho de palabra que los Premios Nobel”.
El epifenómeno apuntado por Eco hace ocho años, lejos de haberse superado por una mayor educación y cultura en el manejo de los medios digitales, sigue en su apogeo, pues su papel de reproductoras ampliadas del sentido común y la estupidez, en lugar de moderarse, se acrecienta. Si la primera regla de un código de conducta en las redes sociales, como leí una vez, fuera no decir nada que uno no se atreva a sostener cara a cara, tendríamos ahí una medida de cómo la discusión en ellas alimentan la arrogancia, la tiradera de piedras, y la guapería más alejadas de una cultura cívica y los valores de los que tanto hablamos.
Si de política se trata, lo más costoso, sin embargo, no es la diferenciación entre imbéciles y premios nobel, porque al fin y al cabo ambos extremos son ostensibles, como se distinguen —diría un guajiro— las especies de pájaros por sus deposiciones. Me preocupan más quienes, en el afán de mantener una perfecta esterilidad en el espacio político atribuido como parcela al socialismo, igual que otros embisten al Gobierno y al Partido igual que el toro ante el trapo rojo, contribuyen, intoxican ese espacio público en el que el diálogo debe crecer y multiplicarse, como cuestión de sobrevivencia.
Un amigo mío, que siempre pronuncia la última palabra, me diría seguramente, citando al guajiro: con esos bueyes hay que arar.