“Viajé varias veces a La Habana a fines de 1979 e inicios de 1980. Sin un acuerdo migratorio desde 1973, el Gobierno cubano estaba preocupado por los secuestros de aviones y barcos, y los asaltos a embajadas. Fidel lo advirtió, antes de que se desencadenara la crisis. Yo compartía su preocupación. El Mariel se hubiera podido evitar”.
Así me contaba Peter Tarnoff, Asistente especial de los dos secretarios de Estado que tuvo la Administración de Jimmy Carter (1977-1981). Habían pasado más de dos décadas desde entonces, pero su interés en las cosas cubanas seguía vivo, y me preguntaba qué estaba pasando aquí, mientras hacíamos planes para enseñar relaciones EE. UU.-Cuba en un curso a cuatro manos.
Los años del acercamiento
Así como no se entiende el giro de timón de Obama el 17 de diciembre de 2014 sin los antecedentes y el contexto en que tuvo lugar, tampoco el acercamiento de la Administración Carter con Cuba puede explicarse como un relámpago en un cielo despejado. Hacerlo requiere ir más allá de documentos desclasificados, para examinar el teatro real de la política, donde las intenciones y voluntades de los personajes, como en las tragedias griegas, tienen que navegar con vientos encontrados.
Entre 1970 Y 1974, Chile, Perú, Jamaica, Trinidad-Tobago, Barbados, Guyana, Argentina, Panamá y Venezuela fueron restableciendo relaciones diplomáticas y comerciales con Cuba. En 1975 lo haría Colombia; y la OEA, sin resistencia de EE. UU., dejaría a cada Estado la libertad de normalizar relaciones con la isla. El aislamiento hemisférico total mantenido durante seis años, con la sola excepción de México y Canadá, se desmoronó.
Esta actitud hacia Cuba evidenciaba que, si EE. UU. se proponía una política renovada hacia la región, un cambio en las relaciones con la isla era imprescindible.
El comité selecto que había recorrido la región en 1974, y que patrocinaba el Informe Linowitz, lo ratificaría: Cuba y la soberanía del Canal de Panamá eran los test-cases para medir una nueva política estadounidense, según decían los propios Gobiernos.
En el marco del llamado “nuevo diálogo” para América Latina, que promovía Henry Kissinger, ciertas conversaciones secretas se habían iniciado con Cuba en 1974. El presidente Ford autorizaría a subsidiarias norteamericanas en Suramérica a que comerciaran con la isla. En el terreno diplomático se avanzaba por un camino que parecía conducir al acercamiento.
Desde 1971, en el propio Congreso de los Estados Unidos se habían presentado iniciativas para acabar con el embargo y normalizar las relaciones. Senadores como Fulbright, Kennedy, Javitts, McGovern y Pell, y representantes como Solarz y Whalen, habían viajado como embajadores congresionales ante La Habana.
Al mismo tiempo, y a pesar de la firma de un acuerdo sobre secuestro de aviones en 1973, las acciones de piratería y terrorismo se recrudecieron. El virus de la fiebre porcina devastaría la masa ganadera cubana en 1971. Una ola de atentados contra embajadas y barcos pesqueros experimentaría un auge en 1974. Por su parte, el Congreso había rechazado, en 1975, la resolución para levantar el bloqueo propuesta por el representante Bingham.
La virulencia de la oposición a un cambio de política hacia Cuba seguía viva.
Cuando, en diciembre de 1975, tropas cubanas cruzaron el Atlántico para defender el recién estrenado Gobierno del MPLA en Angola ante la invasión sudafricana por el sur y el ataque de Zaire por el norte, la reacción norteamericana fue congelar el diálogo con Cuba. Así y todo, en los primeros meses de 1976, Fidel Castro declararía que “estaríamos dispuestos a mantener relaciones normales con los Estados Unidos sobre la base del respeto mutuo y la igualdad soberana, sin renunciar a uno solo de nuestros principios, y sin dejar de luchar para que en la esfera internacional las normas de convivencia pacífica se apliquen”.
Para la Organización para la Unidad Africana (OUA), y para figuras que desempeñarían un papel destacado en la diplomacia de la próxima Administración Carter, como Andrew Young, aquella colaboración militar era un factor de estabilidad y paz en el África subsahariana.
En el último año de la Administración Ford-Kissinger, repuntarían los actos de terrorismo, que alcanzaron su clímax con el atentado contra el avión de Cubana en Barbados. Cuba denunciaría el acuerdo sobre secuestros de aviones, alegando que EE. UU. era responsable de los sabotajes ejecutados por terroristas residentes en su territorio y vinculados históricamente a la CIA. No por casualidad esas operaciones se hacían sentir en países que habían restablecido relaciones con la isla en los años recientes.
Aunque Angola y el terrorismo desaceleraron el diálogo, los factores a favor se mantuvieron. Además del intento por renovar la relación con América Latina, el postrauma de la derrota de EE. UU. en el sudeste de Asia impulsó la búsqueda de una proyección política renovada. Eran los años del síndrome de Vietnam y la distensión con la URSS. Ese clima favoreció el triunfo de Jimmy Carter en las elecciones de 1976.
En el primer año de la nueva Administración se acordaron sendas oficinas diplomáticas con rango de secciones de intereses en La Habana y Washington y se firmó un acuerdo sobre pesca y límites marítimos, vigente todavía. Por primera vez Cuba y los Estados Unidos colaboraban en la prevención del terrorismo. Desapareció la prohibición de visitar la isla impresa en el pasaporte estadounidense, se redujo la aplicación de las regulaciones del bloqueo, se permitió el gasto de dólares y se autorizó determinadas ventas de alimentos. Aunque la trama de restricciones económicas se mantuvo, grupos de hombres de negocios visitaron la isla, llegando a sumar más de doscientas corporaciones interesadas en explorar las posibilidades de un comercio bilateral.
Según la lista de Kirby Jones, directivo de Alamar Associates, estas incluían compañías mineras y químico-energéticas, como Amax y Engelhardt; de transporte aeroespacial, como Boeing y Mc Donnell-Douglas; vinculadas al sector agroindustrial, como Caterpillar e International Harvester; de equipos electrónicos y computación, como General Electric, RCA, Xerox y HoneyWell; de alimentos, como Coca-Cola y Uncle Ben’s Food; de entretenimiento, como CBS Records y los New York Yankees; e instituciones financieras, como Prudential Insurance:, Security Pacific, First Natíonal Bank of Chicago y American Express. Algunas de ellas habían sido nacionalizadas en 1960, pero estaban interesadas en explorar nuevos negocios con una Cuba post bloqueo.
A pesar del plan de normalización hacia Cuba con que Carter inició su mandato, los factores adversos no se desvanecieron. En los primeros cien días de la nueva Administración, la invasión a la provincia zairense de Shaba por parte de un grupo de rebeldes katangueses dio lugar a un incidente premonitorio, que determinaría una serie incesante de contingencias —nunca del todo aclaradas— que contribuyeron a enturbiar las relaciones a cada rato.
Desde mediados de 1978, junto a un segundo incidente —también insustancial— acerca de Shaba, aparecerían unos sorpresivos “MIG 23 cubanos”, con capacidad de “alcance estratégico”, que sirvieron para justificar la decisión de reanudar los vuelos de inteligencia militar sobre la isla.
A pesar de las tendencias negativas, las fuerzas que impulsaban el diálogo siguieron avanzando. Este año se firmaba un acuerdo sobre guardacostas —que incluía la prevención del narcotráfico y el terrorismo— y se mantuvieron encuentros diplomáticos a alto nivel.
Cuba tomó la decisión unilateral de liberar 3 mil presos (algunos condenados desde los años de la guerra en el Escambray), así como permitir visitas de la comunidad cubana, en el marco de un diálogo iniciado con un amplio sector de los emigrados, en noviembre de 1978.
Fidel Castro declararía, el primero de enero de 1979: “Cuba no se opone a las relaciones comerciales e incluso diplomáticas normales con los Estados Unidos. Creemos sinceramente en la necesidad de paz y coexistencia entre regímenes sociales diferentes”.
Del lado cubano, el principal obstáculo en las relaciones con los Estados Unidos era el bloqueo. Para EE. UU., en aquel segundo año de la Administración Carter (1978), no era ni la alianza cubana con la URSS ni las guerrillas en América Latina (Colombia, Nicaragua, Guatemala), sino la colaboración militar en África. Ese año, el envío de tropas cubanas a Etiopía, para repeler el ataque somalí sobre el territorio de Ogaden, reanimaba la preocupación.
En 1979 aparecerían nuevos problemas. Estos tomaron la apariencia de submarinos soviéticos en Cienfuegos y de una “brigada soviética de combate” cerca de La Habana, donde estaba a punto de inaugurarse la VI Cumbre de Países No Alineados.
A pesar de que ninguno de los incidentes arrojó nada concreto (la “brigada soviética” estaba aquí desde 1962), Carter dictaba la Directiva 52, que aumentaba la vigilancia sobre Cuba, establecía la Caribbean Joint Task Force en Cayo Hueso, incrementaba las maniobras militares en la región y elevaba el número de las fuerzas en la base naval de Guantánamo.
A esas alturas, sin embargo, no era la presencia de asesores militares soviéticos en la isla o las tropas cubanas en África lo que marcaba el derrotero de las preocupaciones de EE. UU. en el hemisferio directamente relacionadas con la Directiva 52. Se trataba de eventos que transcurrían en la Cuenca del Caribe, en dos países bastante más pequeños que Cuba: Nicaragua y Granada.
El presidente Carter había identificado un nuevo “asunto contencioso” en torno a Nicaragua tan temprano como febrero de 1979, cuando el FSLN no había derrocado todavía a Anastasio Somoza, pero emergía el escenario de una plausible “intervención cubana”. Apenas un mes después, en marzo, el movimiento de la New Jewel, dirigido por Maurice Bishop, había derrocado el régimen de Gairy en la isla de Granada.
Estos acontecimientos puntuales tuvieron la virtud de encender aquel viejo bombillo, del que nadie se acordaba: “otras Cubas” en el patio de EE. UU.
Fidel castro declararía: “No seguimos una política deliberada de enfrentamiento con los Estados Unidos. No nos negamos, incluso, a conversar y no nos negamos a un esfuerzo de mejoramiento de relaciones si eso en cierta forma ayuda a un clima de paz en este hemisferio o en la arena internacional”.
Sin embargo, como ocurriría tantas veces —antes y después—, los factores que suelen determinar la política norteamericana, al margen de lo que estuviera pasando en Cuba o en otra parte, habían desencadenado su propia dinámica.
El Mariel sería el último episodio de aquel collision course ya en marcha. Más que una causa, fue consecuencia de la cadena de factores adversos que darían al traste con el acercamiento entre EE. UU. y Cuba. En aquel entonces no había una crisis económica como hoy; pero sí presión migratoria, incentivada por la propia política de diálogo con la emigración iniciada por Cuba en 1978.
En su discurso el Día de la Mujer, 8 de marzo, Fidel declaraba que los Estados Unidos “estimulan las salidas ilegales del país, los secuestros de embarcaciones, poco menos que recibiendo como héroes al que secuestre una embarcación […] Les hemos pedido, les hemos exigido que tomen medidas y que desalienten ese tipo de actividades…”. Cuarenta y tres días después, se abría el puerto de Mariel.
Durante tres semanas, el presidente Carter recibió a los marielitos con “el corazón y los brazos abiertos”, según sus propias palabras. Aquella crisis, una vez más, se le escaparía de las manos al Gobierno norteamericano y sería aprovechada por los republicanos para aderezar su mesa en la coyuntura del año electoral. Los últimos meses de la Administración demócrata transcurrieron bajo una fuerte campaña anticubana en torno a Centroamérica.
A pesar de todo, Carter le hizo saber al Gobierno cubano que, si ganaba las elecciones, persistiría en su propósito de diálogo y normalización.
El examen en extenso de los años de Ford y Carter permite apreciar que los factores decisivos en la erosión del diálogo no fueron bilaterales (casi nunca lo han sido). A pesar del síndrome de Vietnam, la distensión con la URSS y el replanteo de la política hacia América Latina, Cuba se mantuvo como una cuestión “doméstica” en los Estados Unidos.
“Doméstico” no quería decir entonces, como ahora, la derecha cubanoamericana de Miami, sino el forcejeo electoral entre demócratas y republicanos, presente en la política hacia Cuba desde 1960.
En esa lectura, la política cubana en África se descifraba como una jugada soviética en el tablero de ese continente, lo mismo que las revoluciones en Nicaragua y Granada, el auge de la lucha de liberación nacional en El Salvador y Guatemala, de manera que la “amenaza cubana” retornaría a la agenda latinoamericana de los Estados Unidos. El camino estaba preparado para un nuevo ciclo de hostilidad centrado en las guerras centroamericanas, que coparía la década de los 80.
Un epílogo abierto
Veinte años después, me encontré con Bob Pastor en La Habana, encargado de América Latina en el National Security Council de la Administración Carter. Hablamos un par de horas en torno a cosas cubanas, que escuché después tratadas en el discurso de Carter el 14 de mayo de 2002, en la Universidad de La Habana, durante la primera visita de un ex presidente de EE. UU. a Cuba.
Escuchándolo en el Aula Magna estaba Fidel Castro. Sus palabras se transmitieron en vivo, por radio y televisión, a todo el país. Al día siguiente, se reprodujeron íntegras en el Granma.
Carter abogó por una convivencia pacífica y armónica, reclamó el levantamiento del bloqueo y la prohibición de viajar a la isla. Además, por el avance de los derechos humanos, una bandera principal de su política exterior en sus años en la Casa Blanca, y reconoció que en EE. UU. no eran “perfectos”.
Defendió la idea de una Cuba integrada a América Latina, reincorporada a la OEA, partícipe en las Cumbres de las Américas; una Cuba en la que pudiera discreparse del Gobierno, los cubanos viajaran libremente, se propiciara un intercambio entre cubanos de adentro y de afuera. Pidió que se aplicaran los preceptos de la Constitución que consagran la democracia y la libertad, para que Cuba pudiera unirse otra vez a “la comunidad de las democracias”. Afirmó que EE. UU. debería tomar la iniciativa. Y que para la mayoría de los estadounidenses, incluido él mismo, los cambios económicos y políticos debían decidirse solo por los cubanos.
En 2002 la Administración Bush no estaba muy de acuerdo con aquella visita a La Habana. Más bien la aprovechó para inventar que Cuba estaba produciendo armas de destrucción masiva, haciendo uso de sus instalaciones biotecnológicas. Carter se limitó a responder que en ninguna de las informaciones que le compartieron las agencias de seguridad de EE. UU. antes de su viaje estaba esa “amenaza cubana”.
El lector adivinará sobre qué puntos de aquel discurso en el Aula Magna Pastor y yo habíamos debatido, incluida la cuestión de los actores principales en un cambio político interno, la reinserción en América Latina y el Caribe, y en el sistema internacional.
Releyendo el discurso ahora, encuentro, sin embargo, que las cosas han cambiado bastante más del lado de los deseos de Carter y de Pastor de lo que muchos pensaron entonces o piensan ahora. Lo que menos se ha movido es la parte de aquellos deseos acerca de la política de EE. UU.
La esperanza de que esas ideas puedan prevalecer es suficiente para reconocer sus méritos, así como aprender que acordar nuestros desacuerdos es un paso en ese camino.