Entre los medios de comunicación política en la Francia prerrevolucionaria, por encima de los libros y discursos de los filósofos de la Ilustración, las obras de teatro ambulante y las letras de las baladas populares, estaban unas papelitos que podían leerse en la palma de la mano, y por eso mismo llamados palme-feuillets (en inglés, pamphlet y de ahí a panfleto, en español), que circulaban fuera del control oficial, más instantáneos y accesibles que los libros y los libelos.
Cuba entre las revoluciones desencadenadas en 1930 y en 1953 tenía la radio como principal medio de comunicación política. El programa de Eduardo Chibás, líder de la Ortodoxia, en CMQ Radio capturaba cada domingo por la noche la audiencia de prácticamente todos los cubanos. Cuba tenía entonces más aparatos de radio que Argentina o Brasil, países infinitamente mayores y más poblados que la isla. Chibás había anunciado que pronto llevaría el espacio a la televisión, que ya se iniciaba en Cuba por entonces. No puedo imaginar lo que habría sido su impactante suicidio, transmitido en aquel mismo programa radial de los domingos, si hubiera ocurrido en vivo ante las cámaras.
Cuando Fidel Castro empezó a hablar por televisión, no replicaba lo que otros políticos hacían en programas como Ante la prensa; en descargas oficialistas como la de Otto Meruelos, vocero del régimen de Batista; o en cruzadas humanitarias, como la del padre Ismael Testé. Más cerca de Chibás, pero con la enorme influencia de un liderazgo que había llegado al poder, Fidel empezó a hacer política por televisión, antes que el propio John F. Kennedy, el primer político de EE. UU. al que se le reconoce haberla aprovechado, desde la campaña electoral de 1960. Sería difícil exagerar el alcance y efecto de ese Fidel, que usaba la TV para ejercer su liderazgo, practicar la educación política, el debate ideológico, la toma de decisiones en público, durante intervenciones que llegaban hasta la madrugada; cuando ilustres figuras que no compartían su plataforma revolucionaria, como Jorge Mañach, escribían admirados por lo que llamaban “el ángel de Fidel” en referencia a esas sesiones televisivas.
Desde luego, la Revolución francesa no fue causada por aquellas octavillas que pasaban de mano en mano; ni el arraigo de una plataforma como “Vergüenza contra dinero”, en medio de la frustración ciudadana y la crisis de credibilidad de los partidos, era obra de aquel programa dominical; ni la Revolución cubana y el liderazgo de Fidel Castro se explican por su manejo eficaz de un medio electrónico traído de los EE. UU. y utilizado para vender cosas.
Salvando las distancias y los distintos momentos históricos, los medios digitales, con toda su significación, no son la clave de los cambios en la transición cubana de hoy. Desde los años 90 la creciente diferenciación y diversidad entre grupos sociales, la heterogeneidad del consenso político, las nuevas actitudes y comportamientos respecto al Estado y sus instituciones, la normalización de expresiones de disentimiento que antes implicaban oposición frontal, el tópico del desencanto en el arte y la literatura, el aumento rampante de la emigración, el relevo generacional en el liderazgo, los debates públicos sobre los documentos y leyes más importantes, los cuestionamientos abiertos a las políticas por parte de la gente, todo eso estaba ahí mucho antes de que Internet se extendiera a los datos móviles.
También estaba ahí, por cierto, el debate sobre la necesidad de que el Gobierno adoptara las nuevas tecnologías de la información y la comunicación, precediendo cada medida adoptada para expandir el correo electrónico, extender Internet más allá de las instituciones, abrir espacios públicos con wifi (el “Internet de contén”), ofrecer el servicio como parte de la telefonía doméstica (Nauta Hogar), avanzar en la colaboración con empresas telefónicas y digitales extranjeras.
No es extraño que ese desarrollo se haya caracterizado por contradicciones, demoras, zigzagueos, y por tener que vencer resistencias asociadas a un medio desconocido, con implicaciones para la seguridad nacional en todo el mundo. Este control no solo afecta el acceso a plataformas como Google, Facebook, X (ex Twitter), Instagram, en países como China y Vietnam; sino determina que en todas partes las agencias de la seguridad vigilan lo que pasa en las redes sociales.
Ese desafío, y las políticas que lo han acompañado, han tenido una evolución a lo largo de esta última década. Para ilustrarlo, me valdré de una conversación con una periodista, publicada en forma de entrevista hace diez años, que me ponía a razonar sobre algunos problemas compartidos en aquella circunstancia nuestra.
Yo empezaba por apuntar el principal cambio político en materia de comunicación, que para mí era la difuminación de la línea divisoria adentro/afuera. Este cambio no dependía de que todo el mundo, o siquiera la mayoría, estuviera conectado a Internet (como ocurre ahora), sino de que los residentes en la isla mantenían montones de vasos capilares con ese “exterior”, salían y entraban, se relacionaban aquí con casi 3 millones de visitantes, tenían parientes y amigos afuera, podían usar el correo-e, que contaba con millones de cuentas. Es decir, que no estaban en una cueva adivinando lo que pasaba afuera como algunos en otras partes creían, y a veces siguen creyendo.
Ya entonces las declaraciones políticas de un músico durante una actuación en vivo alcanzaba un eco instantáneo más allá de las fronteras, lo que reflejaba la nueva extensión y conductividad de la esfera pública. Acontecimientos como aquel tenían un efecto de rebote (afuera y de adentro), cuyo impacto incluía a quienes no estaban viendo la TV en Cuba ni tenían conexión a Internet.
Recordando aquella circunstancia, me viene a la mente que seis años antes, en 2007, un simple intercambio de correos electrónicos entre un grupo de escritores y artistas, llamado luego “la guerrita de los emails”, se había desbordado en cuestión de días, propiciando que las autoridades de la Cultura se apresuraran a organizar una serie de debates que lo ventilaran.
Sin redes ni teléfonos celulares, recuerdo a cientos de interesados que protestaban porque no los dejaban entrar a presenciar aquellas sesiones de debate. Aquella reacción era una clara señal de los nuevos tiempos. Hechos como estos demostraban que la presión de la sociedad, o incluso de una pequeñísima parte de ella, ya era —y sería cada vez más— una causa eficiente de los cambios.
En aquella conversación le decía a mi entrevistadora que todos los “costos” o “peligros” (que la vieja mentalidad atribuía a Internet) ya estaban ahí, cualitativamente hablando, aunque la mayoría de los cubanos no tuvieran conexión en su casa. Y evidenciaban que una política restrictiva sobre el uso de los medios digitales cerraba la posibilidad de que las ventajas reconocibles en esta nueva tecnología de la comunicación llegaran a aprovecharse por la sociedad en su conjunto.
Era obvio desde entonces que si la política no organizaba el espacio público, prevalecerían otros canales, formales e informales, que a la larga eran más costosos políticamente hablando. El principio era el mismo de la propagación de los gases: el vacío es llenado por “otra cosa”.
En mi lectura política de las TICs, de las que me declaraba aprendiz, el principal desafío de los dirigentes cubanos no era sintonizarse con los medios digitales, sino sobre todo con la existencia del nuevo tejido social y cultural que latía en esa esfera pública ampliada. Y en percatarse de que, en las condiciones de ese nuevo tejido, los vibradores ideológicos no se contenían ya, obviamente, en el discurso político de las instituciones y los aparatos ideológicos del Estado, sino se habían diversificado y descentralizado.
Ante las múltiples pistas de la reproducción de la ideología, ese desafío requería tomar conciencia de que la nueva situación no se reducía a una crisis económica ni a la politización de un sector social determinado, que de pronto se convierte en “problemático”. Si hubiera sido así, habría sido una “desviación” fácilmente tratable.
Según mis modestas luces sobre el problema político en juego, los dirigentes no debían limitarse a aceptar Internet como una fatalidad del mundo moderno, una especie de mal necesario; o adoptarlo como una nueva “arma de la lucha ideológica”, sino cambiar su actitud ante el disentimiento, frente a un consenso político que ya era otro, heterogéneo, contradictorio, del que formaba parte como un ingrediente natural, abarcador de los más diversos grupos sociales.
La política cubana se me aparecía conminada a percatarse de que era normal —para decirlo con una metáfora— que las moscas volaran sin un guión preestablecido, y sobre todo, que no era buena idea pretender matarlas a cañonazos. Al fin y al cabo, eran nuestras moscas, no una plaga enviada por el enemigo (caso en que tampoco los cañonazos resultaban muy útiles).
Para finalizar nuestra conversa, diez años ha, recuerdo que la periodista me preguntó la que se caía de la mata: “Según como están planteadas las transformaciones en Cuba a partir del VI Congreso del PCC [2011], ¿crees que exista una comprensión integral sobre la relación información-innovación-comunicación-poder?”.
Intenté responder con una especie de meditación, que bien podría extenderse hasta hoy, como quizá el lector habrá ido coligiendo mientras leía los párrafos anteriores. Habiendo lidiado buena parte de mi vida con instituciones en el Gobierno y el Partido, le dije que acostumbrábamos a referirnos a “los políticos” como un bloque, cuando en verdad eran mucha gente, entre la cual los había con maneras de pensar similares a las de otros ciudadanos, incluyendo una noción más clara de las TICs.
Me lancé a afirmar que en ningún momento anterior habíamos contado con una alta dirigencia capaz de lidiar mejor con la relación información-innovación-comunicación-poder. Sin embargo, la inercia de un estilo político de décadas pesaba muchísimo todavía. Sean cuales fueran sus profesiones, las nuevas generaciones de dirigentes se habían criado en ese estilo, correspondiente con lo que Raúl llamaba la “vieja mentalidad”. O sea, compartían cierta cultura de la política reproducida a lo largo de generaciones.
Los discursos de esa vieja mentalidad —sin importar la edad de los discursantes— no solo reflejaban inmovilismo, sino además poca capacidad para reproducir la hegemonía que había caracterizado al proceso. La gran cuestión —decía yo— no consistía en reparar la hegemonía de un socialismo envejecido, sino en reconstruir su cultura política, con una nueva práctica, que incluyera todos los adelantos tecnológicos.
Aquella conversación que he excavado en la neblina de hace una década, abusando de la paciencia del lector y del espacio de esta columna, me vino a la mente cuando supe que una Ley sobre la Transformación digital del país, y un nuevo portal del Gobierno estarían saliendo del horno en pocos días.
Claro que nada de lo anotado arriba debería entenderse como una subestimación de ese instrumento que la ciencia y la técnica han puesto en nuestras manos, sino todo lo contrario. Las posibilidades del gobierno electrónico, de plataformas como Telegram y otras, dotadas de innumerables recursos para transmitir mensajes, imágenes, videos, datos, registrar acontecimientos en pleno desarrollo, producir noticias e información de uso público, son extraordinarias. Al mismo tiempo, hay que curarse del fetichismo de la tecnología, que, al decir del gran historiador Arnold Toynbee en El Mundo y Occidente, no es sino una larga palabra griega para un saco de herramientas.
Así que manejar los medios digitales para hacer comunicación política no es cosa de publicar tuits, hacerse selfies y grabar streamings, sino de replantear las concepciones estratégicas de la comunicación con un estilo radicalmente nuevo, entendiéndose como interacción, como ida y vuelta, lo que implica aprender a escuchar y a pensar con los otros, tanto de dirigentes como de ciudadanos.
Esa práctica debía rebasar aquella vieja división del trabajo que prescribía a los políticos como los que les tocaba la tarea de representar al pueblo; así como les asignaba a los intelectuales el rol de portadores de la conciencia crítica. El gran desafío para ambos, hace diez años y ahora, es entrenar dirigentes cada vez más dotados intelectualmente y capaces de dialogar; e intelectuales con mayor dominio de los problemas políticos.
De otra manera, seguiríamos reproduciendo la vieja dicotomía, entre el poder y el pensamiento, la cultura y la razón política, que ya había caracterizado Max Weber, y que en nuestros días se traduce en los estereotipos de autoritarios y francotiradores. Esos roles y sus paradigmas poco han aportado a una cultura del socialismo, a la formación de dirigentes y de intelectuales capaces de interactuar entre sí, pero sobre todo con los ciudadanos, y que no crecen por sí solos como el palmiche en las palmas.
La transformación digital requiere, además de superar el predominio del abejeo en las redes, conectar los islotes de las instituciones sociales, culturales, educacionales, científicas, políticas, así como enlazarlos con publicaciones, espacios de reflexión, blogs, ámbitos de la sociedad civil, dentro y fuera, en sentido horizontal, no jerárquico. Si bien hay que aprender a usar los dispositivos, lo más difícil de esta transformación es construir una visión que se imponga sobre el feudalismo sectorial y el verticalismo heredados.
Sin espejismos, con los pies en la tierra, pero con brújula; caminando y corrigiendo el rumbo, porque si es verdad que “no hay una ciencia del socialismo”, hoy más que nunca “el educador necesita ser educado”. Arriba y abajo.