¿Oposición leal?

El fomento de un clima de libertad que aproveche el talento y la creatividad, no está trabado por el bloqueo ni depende de que elijan a un buen vecino allá enfrente.

Foto: Kaloian.

Foto: Kaloian.

¿En qué medida la expresión del disentimiento es necesaria para una política democrática? ¿Es deseable que un sistema socialista dé cabida a una “oposición leal” —definida por su propósito de mejorar el sistema, en vez de liquidarlo?

Hace ahorita diez años que un joven graduado de Periodismo sometiera esta pregunta, junto con un amplio cuestionario, a un grupo de dirigentes políticos, académicos, editores de revistas, intelectuales, representantes del Poder Popular, y publicara sus respuestas, en un simposio titulado “Hacer política socialista”.  

Días antes de lanzarse la revista con el simposio, un medio independiente lo anticipó en su peculiar estilo informativo: “llama especialmente la atención una crónica [sic] sobre cómo hacer política en un país donde no existen partidos y donde la escasa participación ciudadana se circunscribe a temas intrascendentes”. 

Ya que ese medio nunca reseñó el contenido de aquel simposio, que crucificó de antemano, y sobre todo que aquellas respuestas siguen valiendo la pena diez años después, quisiera evocar algunas de ellas, y comentarlas de paso.

“El disentimiento no solo es legítimo, sino necesario”, declaraba una dirigente cultural y diputada. Añadía, sin embargo, que “en nuestras condiciones la ‘oposición leal’ me parece una antinomia. Porque la oposición lo es de verdad si muestra cierto nivel de organización, si constituye una alternativa frente a los poderes establecidos”. 

Razonaba ella entonces que si, por ejemplo, un revolucionario se oponía a la existencia de pequeñas empresas privadas, aduciendo que los cambios en la propiedad “expanden la asimetría en las relaciones entre empleados y patronos”, no se trataba realmente de “un opositor, sino solo de alguien que discrepa”. En otras palabras, esta diferencia era apenas un desacuerdo menor, que no entraba en contradicción con “la esencia del proyecto socialista”.

Vista la oposición leal como una plataforma política que se deslinda orgánicamente, y que desafía la hegemonía de un poder establecido al punto de representar una “alternativa”, es decir, otro poder distinto y otro camino, no se diferenciaba gran cosa de la oposición a secas. 

Esa diferencia sí la establecía una dirigente juvenil, cuando decía que “en Cuba todavía no conocemos esa oposición [leal], porque las personas financiadas por un gobierno extranjero para derrocar la Revolución” no lo eran. 

Marcando esa distinción cualitativa, sin embargo, “no descartaba ninguna fórmula para más socialismo”, admitiendo que podría existir, como parte de “la dialéctica propia del proceso para el perfeccionamiento del sistema”.

Los demás entrevistados abordaban la pregunta empezando por discernir lo que la oposición leal no era. 

Un educador popular trazaba esa línea en los “puntos [que] no entran en negociación” entre una oposición con “visiones y agendas antagónicas”, y una basada en “diferencias conciliables, con metas comunes”. En torno a esas diferencias de medios, conciliables, pero distintos, él ubicaba la “oposición leal”.

“No sería leal una oposición que se alíe con potencias extranjeras dañinas a los intereses nacionales, con vínculos orgánicos con instancias nacionales y extranjeras encargadas de promover la subversión, que no cuide la soberanía del país ni la concordia social”, postulaba el editor de una revista católica. 

En la misma línea, un jurista y profesor universitario establecía como condición de la “oposición leal” el cumplimiento de “la ley de todos, que no pretenda mediante la intolerancia exigir tolerancia al Estado, que no use banderas de ideologías excluyentes e inhumanas, que respete el orden público y las normas que nos hemos dado en democracia”. Por contraste, esta caracterización retrataba en alguna medida a la oposición a secas.

Todos los encuestados identificaban el disenso como una necesidad del socialismo.

“Sin disenso no hay democracia, sin democracia no hay socialismo”, afirmaba el educador popular. “Creo en la legitimidad de las tendencias de opinión, en la diversidad de alternativas para escoger el camino hacia una meta previamente consensuada”, precisaba la diputada. “Un disenso entre revolucionarios es muy necesario como base para el desarrollo. En Cuba pareciera que nunca lo hubo, lo cual no es real”, apuntaba la dirigente juvenil.

Entre los entrevistados, el editor de la revista católica, jurista él mismo, fue quien abogó explícitamente por una “oposición leal” capaz de “agruparse y constituir sus maquinarias políticas particulares, para trabajar a favor de la consecución de sus agendas”. 

Lo que la hacía leal, según él, incluso en un orden multipartidario, eran sus límites políticos particulares, para “mejorar el sistema establecido por consenso y no para liquidarlo, que en el caso de Cuba se define como socialista”. Siempre que la sociedad ratifique “su preferencia por la opción socialista y defina qué socialismo desea construir” de manera democrática, se implicaba que “quienes tengan otras preferencias ideológicas lo acepten con humildad, sin dejar de aportar sus criterios y proyectos, aunque puestos a disposición de los intereses del pueblo. Así podríamos disfrutar de un socialismo que integre la diversidad ideológica”. 

Para el jurista académico, las cosas eran menos simples, pues el disenso tenía muchos rostrosː “en política hay quien disiente desde su lealtad a la historia nacional, a los símbolos de la nacionalidad, a la gente simple, a los valores de la cultura, a un grupo político determinado, a una idea de país, y quien se sienta leal solo a su proyecto”. Desde ese enfoque, la lealtad era posible en un contexto de disenso como “lealtad al Estado de derecho”. 

Como era de esperar, la cuestión de “la-lealtad-a-qué” estaba en el punto de gravedad de estas diversas aproximaciones.  

“Puede entenderse como lealtad a las estructuras de poder, a las instituciones y a quienes las encabezan”, comentaba el educador popular. Sin embargo, la lealtad fundamental, para él, se refería a “los principios de equidad social, dignidad personal y nacional, soberanía, socialización del poder, de la economía y la felicidad; lealtad al poder del pueblo”. La lealtad a las instituciones (“las formas políticas”) solo era válida mientras estas “hicieran valer esos principios”.

Finalmente, quien adoptaba el concepto de “oposición leal” de la manera más decidida e incondicional era un delegado de circunscripción de un barrio pobre de La Habana.  

“Tenemos que darle posibilidades a ese tipo de oposición [leal]; que no está de acuerdo con las cosas mal hechas y que pueda proponer cómo resolverlas… Tiene que haber una contrapartida. Si es con buena fe, oponerse a las cosas que no dan resultado ayuda a mejorar el sistema socialista.  Hoy es más frecuente ver personas que no están de acuerdo con una propuesta, un informe, una distribución, una legislación. A veces criticamos a los que dicen las verdades, y consideramos que tienen problemas políticos, pero esas personas lo que quieren es ver resultados. No podemos seguir ‘comprendiéndolo todo’ː tienen que aparecer soluciones”.

Hasta aquí resulta evidente que lo significativo de la “oposición leal” no es la palabrita, sino la problemática que suscita, especialmente en torno a la estructura del consenso, la participación, la democracia socialista y la construcción de alternativas, en medio de una compleja transición hacia un orden social y económico nuevo, que exige un proceso político también diferente. 

Si alguien piensa que este concepto es inseparable del “multipartidismo burgués”, y nada tiene que ver con la historia de luchas del socialismo, le sugiero revisar la práctica de los bolcheviques en sus años iniciales, antes del estalinismo. En particular, las reglas de democracia interna y acceso a la prensa del Partido, desde antes de 1917, y hasta 1921. 

En los espacios internos de aquel partido, corrientes como la Oposición obrera y los Centralistas democráticos desempeñaron un papel principal en la denuncia de la burocratización y el estrechamiento de los nexos con los trabajadores, aun cuando en aquellas circunstancias de acoso externo e interno por una potente contrarrevolución, el fracaso de las demás revoluciones europeas y la adopción de la dictadura del proletariado, se prohibieran. Y ya se sabe qué pasó apenas tres años después, con la muerte de Lenin y el ascenso de Stalin, con la democracia bolchevique.  

Finalmente, valdría la pena mirar más detenidamente la propia historia de la Revolución cubana.

¿En qué medida las diferencias entre organizaciones formaron parte de nuestra propia experiencia histórica socialista? Partidos con orígenes ideológicos muy distintos, que se aliaron en torno a una plataforma revolucionaria y una agenda de reformas radicales, mantenida como alianza durante los dos años y siete meses más convulsos de la Revolución, gracias al sentido unitario de sus liderazgos, y al papel que en su acoplamiento estratégico tuvo Fidel Castro. 

Aunque existieran diferencias y nudos de oposición nada despreciables entre ellas, estas organizaciones fueron capaces de enfrentar coordinadamente la defensa de la Revolución ante la mayor escalada de agresión de que fueron capaces los EE. UU.

Sería difícil exagerar el peso que tuvo la guerra total desatada sobre la joven Revolución por sus enemigos para acelerar y profundizar el proceso de radicalización y, muy en particular, para poner en tensión la unidad interna de cada organización y forzar la fusión de todas en un solo bloque. La historia de los años 60 no puede reconstruirse ni entenderse si se pasan por alto las diferencias que existían dentro de ese bloque, antes y después de adoptar el nombre de Partido Comunista de Cuba, ni sin apreciar el papel clave de Fidel como árbitro de esas discrepancias. Tampoco sin advertir cómo esas circunstancias determinaron la centralización y verticalidad del Partido, a pesar de los recurrentes llamados a mantenerse ligado a los intereses y deseos del pueblo, y a “pegar el oído a la tierra”.

Son razones de más, podría decirse, para defender esa unidad no solo política, sino orgánica, que logró mantenerse a pesar de los pesares, porque respondía a una causa mayorː la defensa de la soberanía nacional amenazada, y nunca suficientemente garantizada, asegurada, sellada para siempre. 

Claro que no se trata de tirar por la borda esa unidad ni nada de lo alcanzado, mucho menos la defensa de la soberanía nacional; sino de apreciarla en medio de sus serias tensiones actuales, de pensarla políticamente en el contexto de una sociedad que no es la de los años 60 ni 80, ni cuenta con el consenso más homogéneo que suscitaba aquel liderazgo.

Si en el mundo actual los desafíos de la exclusión social y los abusos del poder provocan el descrédito de los sistemas de partidos y las instituciones establecidas no es porque la democracia carezca de sentido. Si la “batalla económica” se representa como crucial en medio de la crisis que padecemos aquí y ahora no es porque pueda librarse sin recurrir a políticas audaces y heterodoxas, como las de los padres fundadores. 

En todo caso, a diferencia de la electricidad o el aceite de soya, del turismo o las divisas, la generación de participación y la producción de sentido de pertenencia, el fomento de un clima de libertad que aproveche el talento y la creatividad, no están trabados por el bloqueo ni dependen de que elijan a un buen vecino allá enfrente. 

Si la causa radicara en el modelo soviético o en la guerra cultural, vendría de otra parte. En cambio, parafraseando al fantasma de la Ópera, está más bien aquí, “inside our minds”. 

 

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