Contra la bulla de los zombies ideológicos

Ilustración: Zardoya.

Ilustración: Zardoya.

Si alguien roba comida y después da la vida no sabremos qué hacer, cómo juzgarlo, hasta dónde practicar en ese caso nuestras verdades. Pero si la cosa no es tan trascendental o tan baladí (como usted crea) y se trata de alguien que ejerce su presunto derecho a expresarse políticamente o a fijar determinada postura política, pues entonces ya ahí sí sabremos muy bien qué hacer. Y a ese alguien, si no es uno de Nosotros, seguramente no le va a gustar.

Para los animales políticos que somos resulta fácil reconocer al enemigo. A menudo solo hay dos bandos. Patéticas encarnaciones del Bien y del Mal. Dios y el Diablo. No hay tercera vía.

En términos generales, así funciona el discurso político de batalla: auto presentación positiva de Nosotros y representación peyorativa o, al menos acidulada, del Otro. Dicho modelo, en sus expresiones más viscerales, menos elaboradas y felices, reproduce una lógica maniquea, simplista, acomodaticia: está el día y está la noche, basta; mientras tanto, dejamos escapar tranquilamente la belleza frágil, decadente del ocaso.

No es casual que los más rancios guardianes ideológicos de cualquier época se empeñaran tanto en desterrar la poesía, la imaginación. Cuando estas irrumpen en el ámbito político las consecuencias suelen ser impredecibles.

Después de la explosión imaginativa de 1959, y a medida que se agotaba buena parte de su combustible original, el rasgo más profundo de la cuestión política cubana terminó siendo la intolerancia. Una marca en la cara y un signo de debilidad. Enquistados en los extremos del espectro ideológico insular, centrifugados en una espiral de “violencia mimética” (simbólica y física) de más de medio siglo, no hay nada más parecido en sus gestos, en sus actos reflejos, en sus discursos descalificadores, cerriles, totalitarios que un cubano militantemente “revolucionario” y un cubano militantemente “contrarrevolucionario”. Eso, claro, con sus excepciones.

El último Congreso del Partido Comunista fue un nuevo anticonceptivo para la nación y, por tanto, un espaldarazo temporal para los que de un lado u otro medran engordando dogmas y atizando con invectivas, consignas precocidas e infundios contumaces no solo a sus tradicionales enemigos íntimos sino a cualquiera que se atreva ahora a saltar las bardas normativas de la polarización.

Para los sacerdotizos del gobierno cubano y del fundamentalismo opositor, cualquier postura diferente a la suya es ilegítima y cualquier sitio fuera de las dos parcelas es, por definición, el limbo.

Hemos visto últimamente cómo desde ciertas cavernas –o simplemente desde ciertas (in)sensibilidades esclerotizadas– se agita el fantasma del centrismo político para, supuestamente, descalificar a determinados actores o voces que, articuladas o individualmente, intentan participar en la “cosa pública” cubana. Primero habría que decir que ubicarse en el centro del espacio político no tendría por qué, necesariamente, ser motivo de denuesto.

Si hay, por ejemplo, una legítima tradición cubana de la revolución y la “intransigencia…”, también la hay para la conciliación de intereses y la búsqueda de una convivencia más amplia e inclusiva. Ambas corrientes, cuyo factor común ha sido la independendecia y la soberanía, alcanzan su cenit en José Martí, quien organizó una guerra para conquistar la república “con todos y para el bien de todos”.

Se dice “centrismo”. Pero qué debemos leer en dicho término. ¿Acaso una etiqueta para quienes buscan un entendimiento entre “cubanos de aquí y de allá” o para quienes aceptan la legitimidad del poder en Cuba y sus “logros” pero disienten en muchos otros sentidos y así lo expresan… o para quienes creen que las nuevas condiciones históricas exigen prácticas políticas nuevas y una renovación-multiplicación en el (los) horizonte(s) de sentido compartido(s) socialmente o para quien simplemente decidió manifestar sus opiniones con la mayor cuota de libertad a su alcance y, para ello, desembarazarse de las represiones al uso dentro y, también, fuera de Cuba?

La ofensiva –o los meros disparos de francotirador– contra el “centrismo” acude a expedientes como la sospecha de traición u oportunismo, a acusaciones tan insolventes como el equilibrismo y la indefinición política (porque solo parece estar definido el “conmigo o contra mí”). La metáfora más socorrida en estas escaramuzas apunta a que los presuntos centristas mezclan siempre en sus visiones “una de cal y otra de arena”. Quienes disparan, con frecuencia, no se desgastan en analizar la trabazón de los razonamientos y la coherencia de las propuestas pues les basta con comprobar, y luego gritar a los cuatro vientos, que tales argumentos incluyen materiales de construcción que, según nuestra tradición bipolar, son “de aquí” o “de allá” y que no deben juntarse. Esos vocingleros agazapados en los extremos del arco ideológico cubano pasan por alto, claro, los probables elementos novedosos que también conforman esas posturas y la novedad misma que consiste en poner a dialogar experiencias, ideas y esperanzas provenientes de diversas zonas de una comunidad nacional ya bastante escindida.

A la sombra, o bien lejos, del edificio multifacético, barroco de la Revolución cubana, los puristas de hoy parecen absurdamente convencidos de que se puede (re)construir algo solo con cal, o solo con arena.

En realidad, los fundamentalistas de cualquier parte están persuadidos de que no existe tal “centrismo” y de que todos aquellos a quienes rotulan con esa marca no son otra cosa que los enemigos de siempre –de izquierda o derecha, pros o antis, revolucionarios o contra…, comunistas o filo-imperialistas, del G-2 o de la CIA– disfrazados con la mejor piel de cordero que permiten estos tiempos de urgentes remodelaciones interiores, de recambio inminente (?) en el poder y de agua al dominó con Estados Unidos.

Pero, obviamente, el binarismo político está en crisis, tanto en la Isla (señaladamente tras el 17D) como en el mundo entero. El eje “izquierda-derecha” resulta cada vez más inoperante para describir la complejidad de realidades políticas surgidas en una época cada vez más díscola e interconectada.

Ahora, si aparte de decir lo anterior, alguien se pronuncia a favor de que se desaten en Cuba las amarras a la expresión, la creatividad económica y la participación directa, la gestión y el control de los asuntos públicos por parte de los ciudadanos (porque, OJO, no solo se corre el riesgo de expropiación de la soberanía nacional en manos extranjeras); si ese alguien sostiene la centralidad de la justicia social dentro del proyecto de nación cubana y apuesta por mecanismos eficientes de redistristribución de la riqueza; si cree en el valor de las utopías para caminar tanto como en el camino de la duda; si se opone a quemar otra generación en los hornos del voluntarismo, el capricho político, el dogma ideológico y el pensamiento único insular; si admira la fe ajena y le fascinan las religiones pero se guarece en la intemperie del escepticismo y es muy probable que sea ateo; si maldice el totalitarismo provinciano del trópico tanto como el imperialismo global; si reconoce la meticulosa insostenibilidad de los socialismos hasta ahora reales como la del capitalismo presuntamente exitoso e inexpugnable… ¿dónde, entonces, ubicar a ese alguien? ¿Qué punto ocuparía en la imaginaria línea que va desde la izquierda a la derecha cubanas?

El facilismo interesado que abunda en nuestra manigua virtual, seguramente, lanzaría sin más a “ese alguien” a un lugar indeterminado del “centro”. Y desde cada punta –dereeeecha, izquieeeerda– se le abriría fuego porque, como tal, es imposible que exista ese sujeto centrista.

Los fundamentalistas no imaginan que además de legítimas posiciones de centro –definidas programáticamente o no– suele haber por ahí tipos ciertamente descentrados, inaprensibles dentro sus reumáticos esquemas, que prefieren pensar las cosas lo mejor que pueden con su propia cabeza y luego, simplemente, ponerlas a debate. Gente comprometida con Cuba, pero que extrañamente cree en el derecho al error y, sobre todo, en la falibilidad esencial de las ideas políticas.

A veces, con suerte, uno tiene la impresión de leer sobre el tema cubano a algún que otro autor con vocación de “intelectual laico”, como pedía el palestino Edward Said.

Pero los monjes y los zombies ideológicos hacen mucha más bulla. Eso sí.

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