Cuba, con amor y escepticismo

-Mis días pasan, mi fe también./ Ya tuve cielo y estrellas en mi manto./
Las grandes horas, si alguien las vivió,/ Cuando las vivió, perdieron ya el encanto.
Fernando Pessoa

Mi mejor amigo siempre tuvo dos cucharadas soperas más de fe que yo. Dos cucharadas parecen poco si uno piensa que la fe es un alimento que nos llenará el estómago y nos permitirá dormir confiados en la euclidiana perfección del mundo: en que ya Alguien lo escribió todo recto aunque en líneas torcidas, y que ese pequeño capricho, la torcedura, está eternamente justificado porque ese Alguien, sin dudas, sabía muy bien lo que quería antes de sentarse en su divino escritorio. Recuerdo, en los noventa, a la gente yendo en masa a la Iglesia para alimentarse de fe.

Dos cucharadas de fe son, en todo caso, mucha fe si pensamos en la infinitesimal potencia que hay en cualquier creencia insobornable, en la energía que cada partícula de convicción puede generar para autoconservarse y a la vez traducir el mundo –es decir todas esas moléculas y átomos y bosones de Higgs que habitan más allá de la cuchara- en un sistema plausible que resulte un espejo de nuestra microscópica alma. Esa fuerza ascendente y gloriosa es –y esta es una ley física- directamente proporcional al impulso de la eventual caída. La Caída es en términos místicos lo que le ocurrió a aquel ángel que terminó convirtiéndose en el Diablo. Y es hasta cierto punto lo que le ocurrió a mi amigo.

En realidad todos vivimos la dialéctica del ascenso y la caída, ese tironeo constante entre los extremos. Así funcionaba ya el mundo cuando llegamos aquí.

La Fe con mayúsculas es absoluta e incuestionable, nos cobija y le da coherencia al universo de un modo, digo yo, pre o pos-crítico. La fe con minúsculas es un sucedáneo de aquella –como el chícharo casi puede ser un sucedáneo del café, pero jamás puede serlo el pollo del pescado- que utilizamos (o nos utiliza) cada mañana para creer en uno mismo o en los demás y en sus utopías, sus revoluciones, sus estructuras y superestructuras, sus modos de hacer el amor o la literatura. Mi amigo, como yo, nunca tuvo Fe con mayúsculas, pero, como todos, no puede vivir sin una más o menos abundante colección de “fes” diminutas: fe en el mejoramiento humano, en la vida futura, en la utilidad de la virtud, en la inmortalidad del béisbol y algunos libros, en las conversaciones amasadas con vino semidulce o vodka, etcétera.

De cualquier modo, el fragor o la sordera de estos años –del Pre a esta parte- lo han ido haciendo escéptico con respecto a unas cuantas de esas pequeñas cosas. Un escéptico, es decir, un tipo muy lúcido o un tipo muy confundido; pero no un diablo.

Ya a estas alturas no sé cuál de los dos cree más, o menos, en lo que creíamos a los 15 años. Entonces creíamos, por ejemplo, que Cuba era perfectible, y él levantó la mano para hacerse maestro emergente, y los dos levantamos las manos para ir a cumplir el servicio militar a la Frontera. No fuimos porque alguien le dio para atrás a la cosa. Después, cada uno por su lado, fue viviendo su vida; y cada uno de nosotros fue batiéndose a muerte con el que solía ser.

Mi amigo fue educado para el optimismo, programado para decir siempre “sí se puede”, pero ha terminado descubriendo su impotencia. Ha comprendido y respetado, hasta ahora, los límites de lo que puede y debe hacerse o decirse para vivir sin sobresaltos, para no ser anulado y seguir siendo titular en este juego que cada día le parece más absurdo. Le dijeron que era correcto ser revolucionario y se aplicó en la tarea y leyó en el diccionario y en los muros el significado de la palabra y buscó la mejor manera de serlo y cuando creyó que iba por buen camino comprendió, de pronto, que convertirse en un verdadero revolucionario podía ser peligroso porque esa cualidad lo llevaría inevitablemente a rebasar los límites. Entonces sintió la necesidad inclemente de no parecer “tan revolucionario” ante los demás y enseguida fue buscar, esta vez solo en el diccionario, por supuesto, los términos hipocresía y cinismo. Mi amigo fue inducido a soñar con el triunfo colectivo y la “consagración de la primavera”, y ahora acepta con una mueca resignada el “sálvese quien pueda” y este “ocaso de los dioses”.

Como se ve, tiene problemas de identidad. Sospecha que nadie lo comprendería -o que nadie admitiría que lo comprende- y por eso me dice estas cosas en voz baja. Me cuenta una pesadilla en que él por fin se sobrepone a sus miedos y decide hacer algo. Entonces escribe un artículo insignificante y medio metafísico en que narra cómo yo, su mejor socio de los últimos 10 o 12 años, he ido perdiendo la fe y me he convertido en un escéptico y un hipócrita.

Después me confiesa que, aun cuando el artículo no era demasiado crítico (no mencionaba nada sobre la Aduana, Etecsa, el precio de los carros, el irrisorio salario medio, la improductividad del campo y de la ciudad, la corrupción de los funcionarios, la frustración y el éxodo de la juventud, la aridez de las consignas y las actas de balance, los idiotismos de la prensa…, los agazapados que apuestan doble al futuro del país), aun cuando solo decía un par de boberías sobre mí, no tuvo suficiente valor para firmarlo con su nombre y puso el mío.

Mi amigo admite que lo de las cucharadas de fe era cierto pero que ya no tiene sentido. Cuba no tiene solución; o Cuba sigue siendo perfectible, pero de otra manera, dice. Él no para de hablar de Cuba, con amor y escepticismo.

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