Nació en Santa Clara en 1962. Y, justamente, es uno de los personajes más conocidos en/de esa ciudad por su larga trayectoria como promotor de actividades literarias, escritor y comentarista radial y televisivo. Durante diez años dirigió un taller literario en la Universidad Central de Las Villas.
De su extensa bibliografía señalamos los poemarios Breve estancia de Cristo en la ciudad de Matanzas (Ed. Vigía, Matanzas. 1989), De lo que se supone (Ed. Nave de Papel, México, 2002), Dibujo de Salma (Ed. Capiro, Santa Clara, 2006), Paisaje de Occidente (Ed. Letras Cubanas, Ciudad de la Habana, 2013) y Silueta de los días (Ed. Capiro, 2017). Es, asimismo, autor de las novelas Soñar el mar (Ed. Capiro, Santa Clara, 2002), Un día más allá (Bluebird Editions, Miami, 2008), Steinway & Sons (Atmósfera Literaria, Madrid, 2012) y Diario de Zoila Kaput, (Ed. Letras Cubanas, Ciudad de La Habana, 2018), entre otras.
Arístides Vega Chapú acumula numerosos reconocimientos por su trabajo literario. Como poeta y conferencista ha visitado Costa Rica, Panamá, Nicaragua, Argentina, Venezuela, Chile y Estados Unidos.
¿Es la poesía exclusivamente un género literario?
La poesía está en todo lo que exprese la belleza real. Es algo más que la que aparece en libros, se encuentra en el lenguaje popular, en las canciones y refranes. Está en todos los géneros literarios que trascienden. Sin poesía no hay arte. Cuando alguien necesita confesar algo profundo, aun cuando no sea consciente, utiliza la poesía. La poesía, que es un término singular, pero tiene un significado plural, se expresa en todas esas maneras existentes para dialogar con la belleza; un paisaje, un rostro, un gesto, entre muchas, muchas otras cosas sublimes.
¿Tienes una definición personal de poesía o sientes como propia alguna de las tantas que se han formulado a lo largo de los siglos?
La poesía cuenta con muchas definiciones, pero para mí es, por encima de cualquier otra cosa, el discurso de la verdad. El único discurso de la verdad.
Describe tu primer contacto con la poesía.
Sucedió siendo muy pequeño, quizás cuando solo tenía dos o tres años. Mi padre me leía cuentos del Señor de la Luz. Eran historias hermosas que me narraba para dormirme, y yo me entregaba al sueño con las imágenes más hermosas que pueda alguien atesorar. No recuerdo obviamente ninguno de aquellos relatos, ni mucho menos las imágenes que me producían las historias, pero conservo esa sensación hermosa de haber convivido con la más rotunda y verdadera belleza a la que se pueda aspirar acceder. Lo más frustrante fue cuando a los diez u once años quise saber dónde podía leer esas narraciones que tanto me habían marcado. Fue entonces que supe que cada noche mi padre me inventaba un cuento, que no pertenecían a libro ni autor alguno. Es el recuerdo más antiguo que conservo de haber tenido contacto con la poesía.
¿Hay algún texto que haya encendido en ti el estro poético? Señala cinco poemas que te acompañan desde siempre.
Pudiera decirte algunos más que cinco poemas, pero también debo confesarte que estos han cambiado con el tiempo. Cambian constantemente. Sí puedo asegurarte que el poema El hipopótamo, de Fina García-Marruz, siempre ha permanecido en esa lista, por lo que sería el primero. Le siguen El primer discurso, de Eliseo Diego, Una oscura pradera me convida, de Lezama, El deseo de la palabra, de Alejandra Pizarnik y La parentela, de Lina de Feria. En general ese libro suyo, Casa que no existía, me conmovió mucho en la primera y las sucesivas lecturas que me han regresado al poemario. Fue en realidad el primer referente de lo que yo quería escribir.
Fina García-Marruz llamaba “visitaciones” a la llegada de lo inefable, esa sensación, sentimiento o idea pugnaz que trata de arroparse con palabras. ¿Cómo son en tu caso las “visitaciones”? ¿Existe la inspiración?
Sin inspiración no puedo escribir poesía. La poesía llega a mí como una iluminación. Como si Dios me estuviera dictando algo que debo escribir. Hay una palabra, una idea, una sensación, incluso un paisaje (real o no) que por un instante o por horas o por días insiste en aparecer y me atormenta de algún modo, porque es como una obsesión. Hay un momento, que no sabría definir con palabras, en que esa obsesión está lista para convertirse en un poema, es cuando me siento y lo escribo.
Luego, por supuesto, debo trabajar ese texto, pero yo no he encontrado magia alguna en esa labor que nada tiene que ver con la gracia que se produce en el proceso propiamente de la escritura del poema, por eso me cuesta tanto y me produce tanta inseguridad ese proceso de revisión que en mí puede demorar días.
¿Por cuáles vías llegas al poema? ¿Hay un solo camino?
Existe la inspiración, ese momento de gracia que uno está en trance. Me sorprende lo aparentemente fácil que brota el poema, como si ya existiera en el universo y uno se apropiara de él.
También es cierto que cuando me involucro en un proyecto de libro la inspiración me visita con mucha facilidad, como para que pueda escribir un texto detrás de otro. Creo que el no ser un escritor ocasional, sino alguien que suele dedicar tiempo diario a la escritura, estimula a la inspiración a ser más generosa con uno.
¿En tu caso, la poesía ha sido un prisma, una presencia, un desgarramiento o un ejercicio de la mente?
En mi caso la poesía ha sido una gracia, un don. No fue un oficio escogido, pero ha sido una bendición, porque he podido darme respuestas a través de ella. De igual manera, la poesía me ha ocasionado inquietudes y, a la vez, me ha aliviado dolores, o me ha ayudado a enfrentarlos.
¿Cuál ha sido el hecho de mayor trascendencia poética en tu vida?
Pudiera decirte que cuando una enfermera me presentó a mi hija recién nacida, pero estoy seguro que no es lo que quieres escuchar como respuesta a tu pregunta. Yo le debo todo a mi oficio. Mi casa, mi pareja, muchos de mis amigos, mis viajes por toda Cuba y por el extranjero. El haber llegado a lugares sorprendentes y el haberme posibilitado el conocer personas que ganaron mi admiración. Como cualquier escritor tengo cierta vanidad, y los elogios de los lectores me gratifican mucho, sobre todo si son personas que no tienen nada que ver con la escritura y no tienen maña ni razón para mentir, cuando me hacen saber que disfrutaron de un libro o de un texto en específico. Esos lectores, que no tengo idea de cuántos pueden ser, en su mayoría han sido muy generosos conmigo y eso es muy gratificante.
Un día me subí a un ómnibus y muy cerca de mí quedó expuesto el brazo de un muchacho que tenía tatuado un verso mío: Si le miras los ojos al pez no habrá cena. Con toda vanidad le pregunté de dónde había sacado aquella frase y me respondió que de una canción, pero no se acordaba de cuál. Aun cuando no era consciente de que se trataba de un poema mío, me dio satisfacción saber que llevaba en su piel mi verso.
Supongo que a lo largo de una carrera literaria tan dilatada como exitosa, habrás conocido a personalidades fascinantes, colegas o no. ¿Puedes señalar tres y decirnos qué marca especial dejaron en ti?
He conocido muchas personas interesantes y admirables. He tenido esa gran suerte. Eliseo Diego, por ejemplo. Lo visité en su casa y fue tan amable conmigo que llegué a creerlo un amigo, a pesar de su grandeza. A Fina, que acaba de fallecer, la conocí en Matanzas. Ahí nos encontramos muchas veces y siempre esos encuentros fueron trascendentales, porque todo lo que hablaba, desde una humildad impresionante, se convertía en una sentencia rotunda. Una mujer de mucha luz, alguien que, pese a que se esforzó por pasar inadvertida ante los ojos de Dios su grandeza la hacía sobresalir, aun cuando permaneciera en silencio. Termino con Marta Valdés, que sigue siendo la persona más inteligente que he conocido. Una mujer de saberes amplios y variados, alguien que constantemente da lecciones de eticidad y vida cuando conversa. Con una memoria prodigiosa que guarda parte de la historia cultural de este país, porque además de haber vivido con intensidad ha leído y estudiado mucho. En una visita a mi casa nos contó que Alejo Carpentier la había invitado a ir a la Habana Vieja y le fue señalando durante todo el viaje, desde el auto en que paseaban, toda la magnificencia de la arquitectura habanera. Pero su cuento, el que nos hacía, era cinematográfico, porque si uno cerraba los ojos lograba ver con meticulosidad todo aquel esplendor que le mostró Carpentier y que ella recordaba con extrema exactitud. Los estilos arquitectónicos, sus características, los detalles que hacían grandiosa las fachadas de esos edificios; en fin, que Marta tenía todo eso en su memoria como si hubiera ocurrido el día anterior.
Menciono tres, podrían ser más.
Nos estamos centrando para esta conversación en tu condición de poeta, en detrimento del narrador, el promotor y el comunicador que también eres. ¿Son estos últimos oficios que sostienen al poeta o forman parte de un todo indisoluble en tu persona?
Yo solo he querido ser un testimoniante de mi tiempo, lo mismo en la poesía que en la narrativa. Lo más que me gusta es conversar, y es justo lo que hago en ambos géneros. La promoción la descubrí con Alfredo Zaldívar, actual director de Ediciones Matanzas, quien me aportó todos los saberes que después puse en práctica, porque aspiré siempre a trabajar, ganarme el pan, en algo que me gustara. Y para mí, organizar una actividad, un evento, un recital, una presentación de un libro, es un festejo. Y he querido vivir de festejo en festejo, como manera de sobrevivir los sin sabores que no faltan en cualquier vida.
Voy a nombrarte dos ciudades para que me digas qué lazos afectivos mantienes con ellas: Santa Clara y Matanzas.
En Santa Clara nací. Y luego, siendo aún joven, fue la ciudad que escogí para vivir cuando tuve la certeza de que era mi lugar en el mundo, después de haber vivido y conocido muchas otras ciudades. Matanzas es una ciudad muy especial en mi vida. Ahí viví más de ocho años y gané amigos entrañables. Fue la ciudad donde nació mi hija Salma, que está muy orgullosa de ser matancera. Es un sitio al que tengo que volver a cada rato, porque hay muchos sucesos que me atan a esa geografía. Fíjate que mis sueños más hermosos siempre se desarrollan en esa ciudad. Y ya sabes que uno no decide los sueños.
¿Qué es el provincianismo? ¿Se puede vivir al centro de la Isla y no ser provinciano? ¿Te limita de algún modo el no vivir en la capital?
El provincianismo es algo terrible, limitante y, en algunos casos, hasta perverso. Es la incapacidad que tienen algunos de no ver más allá de un círculo muy reducido, que es considerado por ellos como universo y en el que se ubican en el centro desde el que solo validan lo que alcanzan distinguir en ese pequeño espacio. No importa donde se viva. He conocido habaneros muy provincianos y conozco a muchos que viven en provincia sin padecer el provincianismo.
Considero que no padezco de provincianismo, a pesar de vivir por elección en provincia. Vivo en Santa Clara por el disfrute que me otorga estar en una ciudad pequeña, sin grandes complejidades, donde puedo llegar a casi todos los sitios caminando, pero interactuando desprejuiciadamente con el universo. Disfruto que en las mañanas muchas personas que pasan por mi lado, sin yo conocerlas, me saluden; algunas tienen la gentileza de comentarme un poema, o un libro, o me hacen saber que me vieron por la televisión o me escucharon en la radio. Disfruto de ser conocido y respetado. Aquí la mayoría sabe quién soy, a qué me dedico, como también la mayoría respeta y valora mi profesión. Quizás por eso es muy común que me consulten problemas familiares, dudas políticas, existenciales, asuntos muy personales.
Una cosa es el provincianismo y otra el ser de provincia. Yo elegí vivir en Santa Clara, aunque tuve la posibilidad de radicarme en muchos otros sitios, incluyendo la Habana. El vivir en una provincia del interior me propicia más satisfacciones que insatisfacciones. Domino mucho más el tiempo, tengo una relación más cercana con mis lectores, vivo con mucho más sosiego y eso influye en el tiempo que le dedico a mi creación. Por tanto, en mí no se convierte el vivir en el interior en una queja, todo lo contrario, ha sido una elección.
¿Eres hombre de fe?
No me imagino sobrevivir el dolor o las vicisitudes, afrontar la realidad, que a veces es cruda y absurda, sin tener fe. A mí me ha sostenido y salvado la fe, pero no practico ninguna religión en específico. Soy muy irreverente. Pongo un vaso de agua o enciendo una vela o hago una oración, que es lo que les vi hacer a mi abuela y a mi madre, cuando lo deseo. Tengo un altar en mi casa con las cosas que, creo, están asociadas a mi fe. Hay dos dibujos de San Judas Tadeo salidos de la imaginación de Sigfredo Ariel, un San Jorge del artista Evanecer Leyva junto a un San Francisco de Nelson Domínguez y un Jesucristo versionado por el artista Darío Rubén Ramos, entre otros dibujos y grabados relacionados con la religión. En ese altar está el primer regalo que me hizo mi hija el día de los padres, un monederito cocido por ella cuando apenas tenía cuatro años, junto a objetos de fe, como un crucifijo que era de mi madre y algunos otros que han llegado a mí en distintos momentos de mi vida. No me gustan las obligatoriedades que considero absurdas. Pero creo en Dios y a él le agradezco todos los días las buenas cosas que me suceden, y le encomiendo a mi familia seguro de que él tiene delirio conmigo.
Comparte con nosotros uno de tus poemas que nuestros lectores no deberían dejar de conocer.
Llevo días pensando en ese poema para recomendar su lectura. No tengo poemas míos que prefiera. A veces me piden, en las lecturas, alguno específico y a veces ese pedido se reitera. Pero yo solo estoy satisfecho con el último que escribo; pasado un tiempo, comienzo a notarle imperfecciones. Acabado de escribir todos me parecen gran cosa. Entonces voy a proponer aquí uno entre los más recientes:
Reino de Amy
Como piedras pulidas,
doblegadas por las luces del día,
caprichosamente agrupadas
por las aguas
que inundan los patios
bramando como animales fieros,
Amy salta sobre ese reflejo
que la primavera dora.
Como el plomo de los años
ha bruñido mis carnes
adheridas a huesos que duelen
por la humedad y la curva
a la que se han acomodado.
En las primeras horas
las hojas se desvanecen
desde lo más alto de un árbol
crecido en el ocaso de la noche.
Al caer expanden con sutileza la luz
de esos días en que se desprende
con parsimonia la nieve
y no logro ver más que una niebla densa
en la foto que deberá alegrarme el día,
aliviar los dolores del cuerpo, las carencias
que fecundan como la yerba
que absorbe y crece bajo el agua
reteniendo con cierto temblor las hojas.
Como si volara
o se propusiere librar al mundo
de esas hojas consumidas por la humedad
salta Amy,
sobre el resplandor dorado
que las convierte en pétalos
con cierta fragancia.
Festejo
que tiene la voluntad de columpiar
las nubes que dan paso al otro cielo
por el que vuelan con gracia las aves
enfrentadas a todos los vientos
que logran aquietar
con sus insistentes trinos.
Me enfrento a la lejanía, a la imposibilidad
de saltar juntos, de simular la tristeza,
de hacer planes
que a veces parecen demasiado irreales
para una vida tan fugaz.
Momento difícil el de sobreponerme a la tristeza
de permanecer lejos
y solo poder disfrutarla en una foto
en la que salta en las mañanas frías, sobre hojas
que se doran en ese otro lado
del mundo donde no solo las aves emigran.